Noviembre, 2024
Mientras en Moscú, Teherán y Pekín parecen tener en el puente de mando a gente que saber jugar al ajedrez, en Washington se dibuja un elefante en la cacharrería, escribe el periodista y analista Rafael Poch. De hecho, muchos observadores occidentales se equivocan cuando dicen que en Moscú están encantados con la victoria de Trump: hay demasiada imprevisibilidad en este Yeltsin americano… Y (ahora) no es lo peor: después de que Rusia advirtiera en septiembre de que el uso de misiles de la OTAN, imposibles de operar sin la supervisión de ésta, significa una guerra directa, Estados Unidos y sus aliados europeos han dado ese paso.
Rafael Poch
Como Boris Yeltsin en la Rusia de los noventa, Donald Trump es un líder con gran instinto e intuición. No ganó las elecciones en su país por casualidad. Supo aunar el interés de los megamillonarios, atraídos por las bajadas de impuestos, con el descontento popular por el deterioro del nivel de vida regado con los bajos instintos xenófobos y anti woke del populacho y el hartazgo hacia la pijería de Biden, que Harris reivindicaba y prometía mantener con una irritante y hueca risita.
El olfato y el instinto le han venido bien a Trump para ganar, pero, como Yeltsin, es un perfecto inútil para gobernar. Está nombrando a gente tan dispar y contradictoria que el resultado seguramente decepcionará a todos y puede crear un gran desastre en el país como el que Yeltsin creó en Rusia en los años noventa. Mencionando todo eso, el cineasta ruso Karen Shajnazarov, un habitual de la tele rusa, concluía esta semana: “… Y eso nos puede venir muy bien a nosotros”.
Muchos observadores occidentales se equivocan cuando dicen que en Moscú están encantados con la victoria de Trump. Hay demasiada imprevisibilidad en este Yeltsin americano carente de toda estrategia. Sus nombramientos auguran, ciertamente, más presión contra América Latina. También en Oriente Medio, donde, como dice David Hearst, el editor de Middle East Eye, “en su primer mandato, Trump creó las condiciones para el ataque de Hamás del 7 de octubre, al trasladar su embajada a Jerusalén, bendecir la anexión de los Altos del Golán e inventar los acuerdos de Abraham y ahora en su segundo mandato, y con un gobierno compuesto por tipos que repiten como loros los planes de Israel para extender su guerra a Siria e Irán, es perfectamente capaz de desencadenar un conflicto regional que escape al control tanto de América como de Israel”. Pero lo de Ucrania, que sin duda es lo que más importa en Moscú, está mucho menos claro.
Alguien que pretende “solucionar el problema en 48 horas”, “entendiéndose con Putin”, no comprende el asunto. Trump no entendía por qué los norcoreanos se hicieron con la bomba y lanzaban misiles de vez en cuando, y no logró nada pese a su insólita reunión con Kim Jong-un, en junio de 2018. Que en julio de aquel mismo año se reuniera en Helsinki con Putin no impidió que poco después se retirara del acuerdo sobre fuerzas nucleares intermedias (INF), creando las condiciones técnicas para el despliegue de armas nucleares tácticas en Polonia y Rumanía, autorizara la entrega a Ucrania de armas pesadas en grandes cantidades, metiera a la OTAN en Ucrania —aunque Ucrania no estuviera en la OTAN— y aprobara una nueva estrategia de seguridad nacional con la que cambió la prioridad de “lucha contra el terrorismo” por la “competición entre grandes potencias” como foco principal. Seguramente, como Yeltsin cuando firmaba los decretos de reforma económica preparados en Harvard, Trump no entendía demasiado las consecuencias de todo aquello, pero eso cambia poco el asunto.
La escalada en Ucrania continuó con su sucesor en la Casa Blanca, que organizó unas maniobras militares sin precedentes, en las que participaron 32 países en el Mar Negro, la bendición de la “Plataforma de Crimea” del Gobierno de Kiev, un programa para la recuperación de la península anexionada por Rusia en 2014, por cualquier medio, incluido el militar, y la firma con Kiev de los Acuerdos Marco de Defensa Estratégica (agosto de 2021) y la Carta de Asociación Estratégica (US-Ukraine Strategic Defense Framework y Charter on Strategic Partnership, respectivamente). Es decir, la guinda del pastel de la seguridad europea primero sin Rusia y luego contra Rusia, cocinado a lo largo de tres décadas y que acabaría provocando la invasión rusa de Ucrania de febrero de 2022.
Con todo eso en el alero, me parece que las esperanzas en Trump que hay en Moscú tienen más que ver con el follón, la trifulca y el desorden que el futuro presidente de Estados Unidos puede crear en su propio país —en especial la guerra comercial contra todos que creará más inflación y más descenso del nivel de vida para la mayoría— que con sus veleidades para poner fin a la guerra de Ucrania. Si Trump desordena Estados Unidos y sumerge el país en un paralizador desbarajuste, bienvenido sea, deben de pensar.
Mientras tanto, en Rusia se barajan distintas interpretaciones sobre el “permiso a Ucrania” para atacar con misiles americanos y europeos la retaguardia rusa. Una es la de hacer ver a Moscú que el coste de prolongar la guerra será elevado, con miras a lograr unos términos menos desfavorables para Occidente en una futura negociación. En ese caso se trataría de una táctica consensuada por Biden y Trump en el marco del pacto de transición que rige el interregno de dos meses en Washington. Los rusos están ganando militarmente, avanzan lento pero inexorablemente y creen que el tiempo está de su parte. De lo que se trata es de romper esa confianza, algo en lo que los dos presidentes estarían de acuerdo.
Otra interpretación del permiso de Biden a usar los misiles es la contenida en el tuit del hijo de Trump, Donald Jr. , sugiriendo una conspiración del Deep State contra su padre: “El complejo militar-industrial parece querer garantizar el inicio de la Tercera Guerra Mundial antes de que mi padre tenga ocasión de lograr la paz y salvar vidas”, escribió el 18 de noviembre. Es decir, se trataría de un golpe bajo de Biden contra Trump, poniéndole zancadillas y rompiendo el pacto de transición, según el cual ni el electo ni el saliente deben obstaculizarse. Al fin y al cabo,Trump le preparó en 2021 a Biden el “honor” de aquella retirada vergonzante de Afganistán. Ahora se trataría de lo mismo: complicarle las cosas al sucesor.
En cualquier caso, después de que Putin anunciara en septiembre[*] que la utilización de esos misiles (que sólo pueden ser operados por militares técnicos y recursos de la OTAN) contra Rusia significaría la “implicación directa en la guerra de Ucrania” de Estados Unidos, Francia e Inglaterra, y que eso determinaría una respuesta militar rusa contra ellos, está claro que esta vez no puede no haber una respuesta. Obviamente, mucho depende de la escala y nivel del ataque, porque la respuesta rusa deberá ajustarse al daño recibido…
Los rusos dicen que hace meses que retiraron sus bases aéreas y demás infraestructuras sensibles fuera del radio de acción de 300 kilómetros de los misiles de la OTAN (Atacms, Scalp y Storm Shadow), por lo que esas armas no cambiarán nada. Si se quiere superar ese alcance lanzando los misiles desde aviones que se internen aún más en territorio ruso, la defensa antiaérea —“la mejor del mundo”— dará buena cuenta de ellos, dicen. Puede que esto sea mera chulería, pero, sea como sea, se trata de un paso peligroso, sobre todo en el contexto internacional de tensión en aumento en tres frentes (Europa, Oriente Medio y Asia Oriental) que uno de los portavoces imperiales de Estados Unidos, la revista Foreign Affairs, glosa así en su último número:
“La era de la guerra limitada ha terminado; ha comenzado la era del conflicto total. De hecho, lo que el mundo está presenciando en la actualidad se asemeja a lo que los teóricos del pasado han denominado ‘guerra total’, en la que los combatientes recurren a ingentes recursos, movilizan a sus sociedades, dan prioridad a la guerra sobre todas las demás actividades estatales, atacan una amplia variedad de objetivos y remodelan sus economías y las de otros países”.
Esta espiral puede escapar fácilmente al control de sus autores y adquirir vida propia, pese a la voluntad de los dirigentes, e imposibilitar toda negociación para acabar el conflicto. En una entrevista con el politólogo ruso Fiodor Lukianov, el lúcido embajador americano Chas Freeman, rara avis, se preguntaba: “¿Cómo resolverán ustedes, los rusos, la crisis ucraniana y qué destino aguarda a los territorios ucranianos ocupados? ¿Qué propuestas de paz presentarán?”. Y él mismo se respondía: “Creo que no se discutirá la pertenencia de Crimea (a Rusia), pero tal vez exista la posibilidad de que las regiones de Zaporozhye y Jersón, las repúblicas de Donetsk y Lugansk, y, posiblemente, la región de Járkov, reciban el estatus de autonomías dentro de Rusia con la posibilidad de celebrar referendos dentro de 20-25 años. En tal caso, se votará sobre el futuro estatus de los territorios con la posibilidad de permanecer dentro de Rusia y convertirse en sus súbditos de pleno derecho, conservar el estatus de autonomías dentro de Rusia, reunificarse con Ucrania o independizarse. Si los habitantes expresan su deseo de independizarse, aparecerá una entidad-estatal-colchón en las fronteras rusas, lo que sin duda convendría a Rusia. Si estos territorios aceptan seguir formando parte de Rusia, entonces la guerra estaba justificada. Si prefieren el estatuto de autonomía, Rusia demostrará su magnanimidad con los ucranianos. Si las regiones quieren reunificarse con Ucrania, tendrán que exigir el cumplimiento de los Acuerdos de Minsk (en materia de respeto a las minorías)… Hay muchas formas ingeniosas de tratar a los territorios, pero sospecho que el daño emocional que dejará la guerra impedirá una resolución muy magnánima del conflicto”.
Con un tipo como Trump en la Casa Blanca es muy difícil imaginar que esta cristalería fina se abra paso. Parece más probable todo lo contrario: que el Yeltsin de Washington dispuesto a arreglarlo todo en 48 horas acabe de romper los frágiles equilibrios que nos separan de una sucesión encadenada de desastres en Europa, Oriente Medio y Asia, contra Rusia, Irán y China. A los adversarios de Estados Unidos les basta con ser fuertes en uno solo de esos escenarios de conflicto para ganar, mientras que Washington tiene que imponerse en los tres simultáneamente. En uno de sus últimos pronósticos la RAND Corporation, principal think tank del Pentágono, presenta un panorama bastante sombrío de la capacidad de Washington para salir airoso de este embate. Estados Unidos “no está preparado” para una “competición” seria con sus principales adversarios, y es vulnerable, e incluso inferior en todos los ámbitos de la guerra, advierte la RAND. Si eso es así y le sumamos los efectos de la “guerra comercial contra todos” anunciada por Trump, la crisis financiera resultante podría abrir un boquete fatal en la línea de flotación del “Hacer de nuevo grande a América” (MAGA). Mientras en Moscú, Teherán y Pekín tenemos en el puente de mando a gente que parece saber jugar al ajedrez. En Washington está un Yeltsin americano. Un elefante en la cacharrería.
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La espiral de los dementes
Después de que Rusia advirtiera en septiembre de que el uso de misiles de la OTAN, imposibles de operar sin la supervisión de ésta, significa una guerra directa de los países de la OTAN contra ella, Estados Unidos y sus aliados europeos han dado ese paso.
Moscú ha respondido modificando su doctrina nuclear, abriendo el uso de armas atómicas al escenario de ataques, incluso con armas convencionales, “si tal agresión creara una amenaza crítica a su soberanía e integridad territorial”.
Pese a la evidencia no sólo doctrinal, sino también histórica, de que el uso de armas nucleares es perfectamente real y creíble en caso de que Rusia se vea confrontada a un enemigo superior en recursos convencionales, como es la OTAN —esa fue, precisamente, la doctrina de la OTAN en Europa cuando la URSS disponía de esa superioridad en el continente—, los políticos europeos rechazan esas peligrosas advertencias de Moscú como “retórica” (el jefe de la diplomacia europea, Josep Borrell) e incluso proponen la entrada de tropas de la OTAN contra Rusia (Margus Tsahkna, ministro de Exteriores de Estonia).
Desde la misma génesis del conflicto, cuando la OTAN se metió en Ucrania a finales de los noventa, invitó a su gobierno a ingresar en la alianza (2008), forzó un cambio de régimen en el país (2014) y financió y armó después a su ejército con miles de millones, infraestructuras y entrenamiento, esta escalada ha despreciado claramente la voluntad de la mayoría de la población ucraniana expresada en múltiples encuestas. La actual escalada mantiene esa misma pauta.
En Ucrania, el 52 % de la población desea poner fin a la guerra lo más rápido posible, admitiendo gran parte de la sociedad concesiones territoriales al invasor ruso, frente a un 38 % que quiere continuarla, según una encuesta de Gallup conocida esta semana. En el conjunto de Europa una gran mayoría rechaza también esa política.
Hay que decir que en la cima de esta última grave y temeraria decisión de escalada se encuentra un presidente saliente errático y senil al que apenas le quedan dos meses al mando.
La combinación del propósito que encierra la guerra de Ucrania —que no es la defensa de ese país agredido por Rusia, sino debilitar a Rusia con una “derrota estratégica” más el cambio de su régimen, como han declarado repetidamente los máximos dirigentes de Estados Unidos y la Unión Europa—, con la respuesta nuclear que advierte Moscú para el caso de una “amenaza existencial” a su régimen, y un presidente gagá con sus facultades mentales mermadas en Washington que va a ser sucedido por un sociópata, configura un escenario absolutamente inquietante para el mundo.
Sobre todo si se tiene en cuenta que la coalición occidental que está escalando la guerra en Ucrania es la misma que anima un genocidio en Gaza, permite el bombardeo israelí de Líbano e Irán y calienta motores para un enfrentamiento con China en Asia.