Mayo, 2025
Cuando salía por la mañana del cuarto de dormir, incluso, en ocasiones, desde la propia cama, mi litera de arriba, observaba una bicicleta vieja, llena de polvo, recargada en una pared que se encontraba marcada por un sinfín de golpes… Un relato de Carlos Herrera Zárate.
Cuando salía por la mañana del cuarto de dormir, incluso, en ocasiones, desde la propia cama, mi litera de arriba, observaba una bicicleta vieja, llena de polvo, recargada en una pared que se encontraba marcada por un sinfín de golpes. Máquina de rines gruesos, desmedidos en relación con los que veía utilizar cotidianamente en la calle, con llantas de volumen desmesurado, siempre desinfladas y rajadas por el tiempo de olvido, la dejadez, sin posibilidad de ir, en cierto momento y en condiciones diferentes, rápidamente, de lograr alcanzar una velocidad que orillara al viento a estrellarse en la cara, logrando armonizar el esfuerzo, el sudor y el avance digno. La cadena que sincronizaba las llantas estaba siempre fuera de sitio, caída, mohosa, semejando una culebra maligna en actitud acechante: estática entre el piso y el plato de los pedales.
No obstante la situación lastimosa en que se hallaba ese vehículo arcaico, ruinoso, en forma ocasional, y de preferencia cuando estaba o me sentía solo, me encaramaba en él y trataba de semejar, imaginando, lo que apreciaba fuera de casa al contemplar a otros niños conducir sus bicicletas: subirse y pedalear rápido, adelantarse en medio de las calles de la privada en que vivíamos, competir e irse por los distintos senderos, escuchar los gritos en el recorrido y esperar a que tuviéramos —mis hermanos y yo— la oportunidad de contar con una “bici” nuestra, en condiciones de uso, no prestada.
Pero mi carrera se hacía de pronto consciente: estaba pegado al muro, encima de un aparato metálico de color cárdeno y cromo deslavado, con un asiento ya francamente destartalado que inclusive se salía en momentos o se caía de su lugar, lo que obligaba a poner una camiseta protectora de tubos inclementes. Sin embargo, el sueño del aire y la velocidad era muy fuerte, estimulante, la imperiosa necesidad de lo sofocante del calor, la subida sinuosa, el movimiento arrebatador y constante.
La verdad, si bien algunos niños en “la colonia” —como llamábamos a la privada habitacional de la niñez, construida en los primeros años del siglo xx por los dueños de la fábrica El Buen Tono, en la Colonia Doctores, hermana de la Mariposa, la muy conocida de la calle de Bucareli y Abraham González—, si bien algunos niños, digo, tenían su bicicleta, no era una posibilidad asequible que la prestaran con frecuencia, y en el supuesto de que se diera esa circunstancia, en un tiempo tan breve, era difícil lograr un manejo adecuado, ni siquiera conseguir un equilibrio pulcro.
Más allá del gusto ocasional, se me hacía notorio que cuando accedía a la máquina desvencijada, sentía un mayor gozo y seguridad, pero no —desde luego que no— en el aspecto efectivo de la acometida, vigor, velocidad, distancia e incluso estabilidad, sino porque me posibilitaba agotar caminos, conocer nuevas veredas, compartir con los grandes una bicicleta de carreras, usar camisetas y gorras especiales: rojas con negro, verdes y amarillas, las azules profundas, poder presumir golpes en codos y rodillas (marcas que, en verdad, era lo único que poseía en ese momento). Me veía hablando con Manolo de “Pedal y Fibra”, que había sido, se decía, un ciclista profesional —ya retirado de las competencias—, el cual administraba (pensábamos como dueño) un establecimiento de venta y refacción de bicicletas, cuyas paredes estaban llenas de fotografías enmarcadas y carteles de sus participaciones en diversas competencias, casi todas ellas en blanco y negro. A mí me resultaba fácil acceder al negocio, pues se ubicaba en una de las esquinas de la colonia, en el vértice y exacta confluencia de Doctor Carmona y Valle y Doctor Liceaga, casi enfrente del famoso Cine Internacional, centro y sede de la muy conocida Reseña Internacional de Cine en la Ciudad de México.
“La bicla”, designación asimilada para el vehículo, estaba colocada en un patio abierto, por lo cual los rayos del sol y la inclemencia de la lluvia precipitaban sin dificultad su naturaleza sobre ella. Las huellas que el aparato dejaba en el piso al moverlo ligeramente, casi siempre grumos de óxido —esa corrosión entre rojiza y café—, se combinaban con otras que una antigua jardinera había dejado, en forma permanente, en dicho lugar.
Uno de mis hermanos, Roberto, la había estado rondando, la limpiaba, le intentaba colocar la cadena en su estrella especial, entre otras cosas, pero al paso del tiempo, la falta de resultados afortunados había precipitado su desaliento y alejado la posibilidad real de verla como instrumento de juego, o simplemente de verla funcionando. Todo apuntaba a la improbabilidad de su recuperación. No teníamos idea de cómo ese aparato, en toda apariencia inservible, había tenido utilidad en tiempos perdidos. Quizás el hermano de mayor edad la había usado, difícil saberlo, pero de una u otra manera acabó recargada en el muro.
Silenciosa y con frenos de aire, contaba con un mecanismo de contención que, para ser eficaz, según había inquirido al especialista —con la timidez impregnada en la voz—, consistía en posicionar los pedales, en pleno camino, hacia atrás. En ocasiones, buscando entender su estabilización en movimiento, la agarraba del manubrio y la paseaba por el patio sin que me vieran, en una maniobra en redondo, lenta y pausadamente. Empero, la preferencia, por obvia razón, era adherirme a la tapia, y recargado en ella, trepar la bicicleta, recorrer la privada en la imaginación, pero ahora con mayor prestancia, arriesgarme a toda velocidad en la infinidad de los callejones que la integraban: el de los gatos, el de Lara, el de la alemana del uno y el de Pilar, el de Don Licho, el de Cheli, el de la casa del Checo, salirme del espacio permitido y cruzar el parque de las calles de Colima y Morelia, dar el rodeo, atravesar Avenida Cuauhtémoc y encaminarme al “solar” de la Avenida Niños Héroes y Doctor Navarro, ajeno aún a la construcción de los juzgados, darle vueltas y más vueltas, subiendo con energía la velocidad, superando la celeridad de los que tenían bicicletas modernas: con cuadro integrado, frenos ajustables manualmente, cambio de velocidades, lámparas centrales de visualización ante la oscuridad, colores llamativos y pulcros, rodadas 24 y 26… Esto último llamaba mi atención respecto al velocípedo emparedado, que era bajo, diminuto, de dimensiones que no admitían comparación ¿Qué rodada? No tengo la certeza, pero entre las tantas preguntas vacilantes al “rey de la bicicleta”, tomando mi propio cuerpo como referencia, estimaba una de 20 o, tal vez, de 22, lo que incrementaba en mi interior, de nueva cuenta, las preguntas: ¿quién había usado esa bicicleta tan pequeña y pesada? ¿Qué niño o mayor anduvo los caminos con esa máquina tan limitada?
En el esquema cotidiano, el de todos los chicos y chicas, las temporadas se prefijaban según diversos juegos que urdían el misterioso tiempo del barrio: la de futbol soccer, la de beisbol, la de volibol (cuando era posible conseguir con los grandes la red y el balón adecuados), la temporada de bicicleta, la de futbol americano, la de canicas, entre tantas otras. En la práctica, todos los juegos se compartían, aunque con excepciones, pues algunos preferían alejarse de determinadas actividades, si bien entendíamos las particularidades concretas de cada una de ellas: en el futbol soccer, alguien traía la pelota; en el beisbol, algunos tenían más de una manopla —lo más caro y difícil de conseguir—; en las canicas, evidentemente, se daba la posibilidad de que todos participaran, al igual que en las “carreteras”, con vehículos estabilizados con plastilina, y muchos, muchos otros entretenimientos, retroalimentados siempre en común. Pero el tema de las bicicletas se reducía a quién tenía y quién no. Por lo mismo, era difícil contar en el juego con una. El préstamo era indispensable, lo que equivalía a cumplir con ciertas condiciones: no darle raspones, no meterla en hoyos (algo casi imposible, conociendo los irregulares pisos de la privada), dar sólo dos vueltas al circuito preestablecido, evitar los choques… En fin, tantas prohibiciones o detentes que el gusto se hacía añicos, sin tomar en cuenta la eventualidad de que alguien simplemente no quisiera prestarla.
Seguía y seguía avanzando en mi camino, pegado a la conocida pared: los árboles superados, las casas y las calles aventajadas, los gritos llamándome a atender los deberes escolares, la necesidad de continuar hasta terminar la ruta planeada, la llegada a la meta… y de vuelta los gritos, cada vez más cercanos.
De repente, la circunstancia de lo no esperado, ya ni siquiera estimado en el ámbito de las posibilidades. Un día, pasadas las siete de la noche de alguna jornada perdida —tal vez el año 63 o 64—, el sonido de un golpe en la puerta de la casa, el grito de la hermana mayor llamando a otro de mis hermanos y a mí, diciéndonos que nos buscaba el “Checo”. Había llegado en su bicicleta verde, bañada en una luz magnífica: la visita más inusual entre semana. Nos comentó de manera inesperada que acababan de anunciar en televisión, en el programa patrocinado por la empresa de chocolates Larín, que nosotros, por mediación de mi padre, habíamos ganado una bicicleta: «¡No juegues! ¿En serio?», preguntamos con incredulidad, pero por única respuesta sonrió y se marchó rapidísimo a su casa. El rigor materno con horarios, religión y limpieza era conocido, y su desobediencia, según se decía, acarreaba correctivos severos y desmesurados. De manera inmediata, se lo comunicamos a nuestro padre, quien, probablemente sorprendido, esbozó igualmente una sonrisa.
En la fecha previa a la llegada de la bicicleta, era menester tomar algunas decisiones: definir el número de la rodada —que fue la 24— y determinar el color (al final, rojo). Lo de la rodada se convirtió en un tema prioritario, pues si bien se comentaba, pronto daríamos el «estirón» —lo cual implicaba subir, en breve tiempo, a una medida más grande (la 26 o incluso la 28)—, el amigo comunicador del premio consideraba que la primera opción era la más adecuada. Él tenía esa rodada y le resultaba muy cómoda. Sin embargo, nosotros —mi hermano y yo— decidimos, a fin de cuentas, la de menor rodada, ya que eso facilitaría el manejo y el control óptimo, y después sería más accesible a los hermanos menores.
Vinieron las caídas, los raspones, los rayones con los ladrillos rojos de los muros, el préstamo a los amigos —en verdad, sin tantas resistencias—, y, en efecto, se avanzaba mucho más rápido, con seguridad manifiesta; se podía, al fin, participar de la velocidad que se generaba en el juego de “policías y ladrones”, en el cual las niñas eran realmente buenas. Los paseos por los callejones de la privada y las salidas a las vías de la urbe, sin permiso, se hicieron cotidianos, variando las horas al gusto de cada uno, con el detente propio de las actividades escolares y los horarios de la familia.
Derivado de aquella suerte, mi amigo Gus se obsesionó con la posibilidad de obtener la suya bajo el mismo método, y cada semana lo acompañaba a entregar etiquetas de chocolates Larín, debidamente requisitadas, para participar en los concursos, en atención a que su papá recibía una despensa del Banco Nacional de México donde laboraba, la cual contenía, entre diversos productos, una caja de chocolates de la marca requerida: de ahí la alta cantidad que depositaba en las urnas.
La tienda se ubicaba en la calle de Álvaro Obregón, a unas 8 o 10 cuadras de la “colonia”, y para obviar el camino, después de tantos giros, nos atrevimos a subir de “mosca” a un tren que circulaba sobre Avenida Cuauhtémoc, sujetándonos de los vidrios traseros y apoyando los pies en una saliente postrera del transporte. La aventura era ciertamente peligrosa, pero lo hicimos dos o tres veces, y por un extraño sortilegio que nunca se aclaró, se terminaron enterando en nuestras casas, provocando un castigo sin excusas que apabulló la aventura, el sudor y la emoción. Vale decir que nunca ganó la rifa.
En ese decurso, de improviso, ya no se vio más la bicicleta recargada en el muro que le servía de sostén, coincidiendo ese cambio con la nueva pintura y remodelación del departamento horizontal. Así, su presencia y ausencia dejó de ser notoria; se le olvidó. A partir de entonces, las pelotas recorrieron el sitio sin obstáculo. A lo lejos, quedó una reminiscencia ocasional, una mancha en la memoria. Sin embargo, al paso del tiempo, quizás en la juventud (o, tal vez, en su despedida), y ya en otro espacio, en uno de esos encuentros con el pasado recién alejado, tuve la impresión clara, nítida, de que nunca avancé tanto, de que en ningún tiempo recorrí semejante cantidad de lugares, ni disfruté de la velocidad en su alucinante plenitud, como en esa “bicla” muda y permanentemente inmóvil pegada a la pared.