Marzo, 2024
Este viernes 22 de marzo el Restauratorio Ink festeja su tercer aniversario. El RINK (como se lo llama con cariño) es un estudio de tatuajes y perforaciones, pero también un centro cultural emergente de la capital queretana, fundado por el tatuador, pintor y restaurador de arte Gabriel Astaroth. La celebración iniciará a las 20:00 horas con la inauguración de la exposición colectiva Carnífice, para luego dar paso, entre sorpresas y rifas, a una tocadita de las Pizarnikas, Zissel Band y Oniricats. Previo al guataque, Salida de Emergencia conversó con Gabriel Astaroth, Naomi Valmer y Yannis Sammael: tres de los artistas y tatuadores que mantienen encendida la flama del RINK.
QUERÉTARO, Qro.
Él, Gabriel, fue educado en un colegio católico hasta la secundaria. Ella, Naomi, tenía —cuando era más pequeña— horribles pesadillas que su madre intentaba alejar rociando agua bendita en su habitación. Ella, Yannis, creció con un miedo intenso a la imagen del crucificado y a no despertar un día, después de irse a dormir, sin haberse confesado. Hoy Gabriel añade a su primer nombre el de Astaroth, príncipe coronado del infierno; Naomi Valmer canaliza algunas de sus más horribles vivencias oníricas sobre un lienzo; mientras Yannis Sammael hace años que trocó el catolicismo por el satanismo. Por cierto, Samael es el nombre propio de Satanás.
Esta trinidad —Gabriel, Naomi y Yannis— quizá no sea la Santísima, pero, eso sí, es apenas una parte de la cohorte de artistas (tatuadores, restauradores, músicos, cantantes, perforadores, tarotistas, pintores, escultores, dibujantes, brujas, malabaristas, incendiarios, cocineros, cineastas, animadores digitales, dj’s y anexas) que integran (o se pueden ver circulando por) el Restauratorio Ink (Andador Pasteur Norte, 19). Se trata de una casona del centro de Querétaro convertida en estudio de tatuajes y de piercings, pero que a veces se le pega la gana de ser también galería, bazar, salón de baile, sala de conciertos, cinito, refugio académico o escenario para la danza, el teatro y el performance.
Quien fundó el bululú éste fue, precisamente, Gabriel Astaroth. Hace justo tres años. Y así lo pensó: la parte de arriba de la casona sería destinada a tatuadores, perforadores y clientes, mientras la parte de abajo sería dedicada al guateque y otros menesteres. Porque, como dice en su manifiesto, el Restauratorio Ink es más que un estudio de tatuajes: “Es un proyecto cultural en donde tienen cabida diversas propuestas”. Pero, eso sí, donde no todos son bienvenidos: “No se tolerarán comportamientos misóginos, homofóbicos, transfóbicos, ni violencia física, verbal o psicológica”.
La piel: un lienzo vivo
Desde su estudio de tatuador —que más bien parece una atalaya luminosa, pequeña y agradable—, Gabriel Astaroth vigila que todo marche en orden. Si esto fuera un edificio de departamentos, su estudio correspondería al cuarto de azotea de uno de ellos, un sitio estratégico que le permite observar, silencioso, lo que está sucediendo en cualquier lugar del RINK (como cariñosamente se refiere casi todo mundo al Restauratorio). También ahí, en su atalaya, Gabriel resguarda algunos de sus cuadros, pues, además de tatuador, es pintor y restaurador. En ese orden.
—Sí, obviamente ahorita soy más tatuador porque es mi negocio y tengo que estar al pendiente de que todo vaya chido —dice Gabriel muy serio—. El Restauratorio me requiere demasiado tiempo porque no sólo es el tatuar, sino dibujar, diseñar, estar a cargo y resolver cualquier situación que se presente. Eso me ha quitado mucho tiempo que antes dedicaba a la pintura. Aunque nunca he dejado de pintar, por lo menos en ratitos. La pintura es algo que realmente me gusta mucho. También la restauración. Creo que si mis pinturas se vendieran como se venden los tatuajes nunca hubiera dejado de pintar.
—¿Cuáles son, para usted, las diferencias entre intervenir un lienzo y una piel? —le pregunto a Gabriel.
—Muchas. La piel es un lienzo que está vivo y que se mueve y que además le duele a la persona que está siendo tatuada. Entonces hay limitaciones en cuanto a la técnica porque un lienzo de tela lo puedes pintar una, dos, tres veces al día y, si te cansas o quieres dejarlo, ahí va a seguir sin irritarse, sin estar lastimando; en cambio, el tatuaje es una herida que, además, tiene que ser cuidada. Aunque también el tatuaje permite hacer cosas súper chidas: el cuerpo tiene más dimensiones que la tela y se puede hacer uso de sus pliegues o se puede jugar con sus perspectivas. Por otro lado, el lienzo humano, la piel, el cuerpo siempre están cambiando, entonces el tatuaje también cambia. Por más bien que haya quedado un tatuaje eventualmente va a cambiar, se va a degradar o se va a deformar. La pintura, por otro lado, permanece. Mientras un tatuaje puede ser para toda la vida, la pintura puede perdurar muchas generaciones.
Un ritual muy bonito
Para Naomi Valmer —joven tatuadora, artista plástica y soñadora empedernida— el asunto con el tatuaje es que todo el mundo lo ve:
—¿Cuántas obras tengo yo dibujadas y pintadas que nadie ha visto? —se pregunta Naomi—. Muchísimas —se responde ella misma—. Algunas de esas obras ni siquiera han salido a la luz jamás. Están ahí, sepultadas.
Un tatuaje suyo, en cambio, puede ir por ahí, en la calle, en este mismo momento, “caminando”. Porque alguien lo lleva:
—Y es que afortunadamente he podido tatuar, hasta ahora, puros diseños míos —me cuenta Naomi Valmer—. Ya sea completamente originales míos u originales que nacen a partir de una propuesta hecha por la persona que se va a tatuar. Aunque no tendría problema en tatuar un infinito si alguien me lo pide, hasta ahorita no me ha pasado. Y qué bueno porque si hay algo que disfruto de tatuar es dejar ese sellito que me identifique. Y no por mí, sino porque intervenir la piel de una persona es parte de todo un ritual muy bonito. Es algo que hago con mucho respeto. Esa piel no la veo para nada como un lienzo, pues se trata de una persona que siente, que se mueve, que tiene una historia.
Naomi hace una pausa, y luego agrega: “Muchas veces un tatuaje lleva mucha carga emocional para la persona que lo solicita. En él no sólo están en juego mis emociones como artistas; es decir, no se trata nada más de lo que yo pueda impregnar, como sucede con mis cuadros, sino se trata de sacar el significado más profundo de eso que la gente busca. Siempre hay algo que me toca de cada persona. De ninguna manera puedo ser indiferente a lo que les sucede a los otros, así que, al diseñar un tatuaje, me tomo mi tiempo. Me nutro de los gustos que la persona desee compartir conmigo: un tipo de música, alguna lectura, una película. Y busco realmente que se vayan conformes. Es lo que más me importa”.
La sangre para trascender
Como pintor, el trabajo de Gabriel Astaroth ha pasado al menos por dos etapas. En la primera dominaba la oscuridad, los contrastes, muy influido por Goya. En la segunda permanecen los contrastes, el claroscuro, el juego de luces y sombras, pero ahora surge el rojo intenso, una obsesión por los pliegues… y la sangre. Sí, la propia sangre de Gabriel en obras que califica de surrealistas. Sangre que, en general, proviene de lesiones que hace en sus labios:
—Uso mi sangre para dejar un poco más de mí en las pinturas. Ya se ha vuelto parte de mi firma, así sea una gota o varias salpicaduras.
—Pero esa sangre se degrada con el tiempo, ¿no? —le digo a Gabriel.
—Sí, se degradaba sobre todo por la luz: va volviendo la sangre color café o marrón. Aunque suelo aplicar un barniz de protección, de forma que se encapsula un poco. Pero, al ser algo orgánico, el ambiente, la humedad, etcétera, empiezan a degradarla y es cuando afecta directamente a todos los estratos. Los microorganismos empiezan a actuar sobre el óleo y, al final, llegan a la tela.
Pero ¿qué busca Gabriel al emplear su propia sangre en sus cuadros? ¿Estridencia? No lo creo. No a estas alturas. No cuando hay por ahí varios artistas que usan, por ejemplo, excremento para pintar. Además, no olvidemos el impacto mediático que causó en los años sesenta del siglo pasado aquella famosa obra llamada Mierda de artista: 90 latas etiquetadas y firmadas por Piero Manzoni, las cuales contienen, según certificaba él mismo, 30 gramos de su caca conservada al natural. Una bien meditada crítica al mercado del arte desde las trincheras mismas del arte.
—No busco estridencia o llamar la atención —afirma Gabriel Astaroth—. Es más bien algo muy personal con lo que intento trascender. Sí, al ser un elemento orgánico se va a degradar, como lo platicamos hace un momento, pero va a quedar la huella, quizá registros fotográficos. Creo que fue Leonardo da Vinci quien decía que la belleza perece en la vida, pero es inmortal en el arte. Yo pongo ahí la sangre: la sangre perece en la vida, pero es inmortal en el arte.
Historias muy creepy
En la obra de Naomi Valmer no hay sangre, pero es ella misma quien se vacía en sus óleos y dibujos, quien se expone, quien se muestra. Es curioso, por lo tanto, que su exposición más reciente (montada en el RINK de enero a febrero pasados) se haya llamado Cerrar los ojos, una serie de cuadros y bocetos creados durante el confinamiento por covid-19. Sus sueños, sus pesadillas, sus recurrentes alteraciones oníricas están ahí; sus emociones, algunos de sus miedos más profundos, las ilusiones de una época.
—La serie Cerrar los ojos está muy interesada en explorar el tema de lo onírico —dice Naomi Valmer—. Hubo un punto en el que incluso buscaba abarcar todos los fenómenos que ocurren cuando uno cierra los ojos. Porque no sólo aparecen imágenes, también aparecen sensaciones o cosas que ni siquiera sé cómo nombrarlas o que no tienen forma. Así que de pronto, durante el encierro por la pandemia, me encontré con esta necesidad de expresar visualmente eso que no podía apalabrar. En algunas obras de esta serie pinto ventanas o cuadros que vienen desde esta necesidad de hablar de lo que no puedo, de eso que es sólo una sensación; me ayudan a hablar de lo que no podemos percibir en estas dimensiones, por eso a veces son parte de una arquitectura y otras son parte de algo que está ahí, nada más, en el ambiente.
—¿Entonces, al ver las obras de Cerrar los ojos vemos también, como espectadores, algunos de sus sueños?
—Sí porque desde que era niña he vivido algunos acontecimientos que incluso rayan en lo paranormal. Son experiencias del sueño que no me puedo explicar desde la razón. Me trascienden. Y mi mamá también experimenta cosas. Algunas historias son de verdad muy creepy [pavorosas, horripilantes]. Alguna vez, por ejemplo, después de una pesadilla me fui a dormir con mi mamá porque aparecía una entidad en mis sueños que no me dejaba en paz. Yo pude dormir tranquilamente, pero entonces fue mi mamá quien empezó a soñar con esa misma entidad.
—¿Continúa trabajando en esta línea de los sueños?
—No, de hecho suspendí la producción plástica el año pasado porque empecé a tener una serie de sueños muy desagradables a partir de una revelación familiar. Entonces me dije: “No puedo trabajar con esto”. Entiendo que el arte, para mí, es una forma de hacer catarsis, pero ahorita simplemente no puedo seguir. Entonces me he concentrado más en darle al tatuaje. Sigo dibujando, eso sí: me encanta. Pero en este momento ocupo estar más tranquila, ocupo ver por mi bienestar, porque, si no, voy a entrar en una crisis muy fuerte. Sé que va a llegar el momento en el que vaciaré todas estas experiencias difíciles en la pintura, pero no ahora mismo.
Sus propios demonios
En lo que Naomi le da una tregua a sus propios demonios, Yannis Sammael se reafirma. “No planeo cambiar el eje central de mi obra, que es el satanismo”, dice. Ella recién se integró al RINK como tatuadora. Los últimos días los ha pasado practicando sobre una toronja, trasladando a la fruta los diseños que traza sobre el papel. También podría usar mango, plátano, naranja, etcétera, el chiste es adquirir la habilidad para desplazarse sobre objetos que posean redondez y volumen tales, que le permitan sensibilizarse al uso de los artefactos tatuadores para moverse con seguridad, en su momento, sobre distintas partes del cuerpo humano.
De febrero y marzo Yannis montó, en la galería del Restauratorio, su primera exposición individual intitulada Divinidad satánica: retratos al diablo, una muestra del horror (hecha con carboncillo y hojas de oro sobre papel) que quiere “cuestionar la ética y la moral que de manera hegemónica prevalece y ha prevalecido”. Es, dice, “una experiencia subterráneamente divina”.
—Yo era una niña muy enojada —me cuenta Yannis—. A los 11 o 12 años me tocó vivir ciertas cosas que veía como injustas. Me preguntaba: “¿Por qué me está pasando esto a mí, si yo no he hecho nada?”. Como crecí en una familia muy católica donde lo religioso se volvía por momentos realmente tóxico, hice oración pidiéndole a Dios que me ayudara. Pero nada cambió. Así que, por enojo, por ira, empecé a mirar hacia el satanismo. Hoy todo esto, obviamente, es más racionalizado. Pero en ese entonces fue por ira.
—Al mirar los “retratos” que presenta en Divinidad satánica se percibe un gusto por la figura humana —le comento a Yannis—. Si bien se trata de rostros dolientes, heridos, deformes, hay detalles en sus trazos que los vuelven hermosos.
—No sé todavía por qué me llama tanto la figura humana, sobre retratos. Entonces, esta es mi manera de expresar esa fascinación. En este sentido, mi obra sí es muy personal. Mi material favorito para dibujar es el carboncillo. Y aunque se supone que el grafito no es compatible con el carboncillo, lo uso para los detalles más pequeños: ya sea las pestañas, los brillos, etcétera. El carboncillo me permite generar la mancha principal y luego voy dibujando los detalles con lápices. Es que me gusta mucho el realismo, y la mancha es uno de los principios del realismo.
—Parece que también le gustan sus propios demonios, Yannis. Lleva uno tatuado en la pierna.
—Ja-ja. Sí. Me lo hizo recién Gabriel Astaroth. Todavía está cicatrizando. Pero, sí, me encanta tener algo mío aquí. Es muy curioso llevar sobre mí mi propia obra, aunque hecha por alguien más.