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“«El caballo dorado» es mi novela más poliédrica, la que más variedad de procedimientos he utilizado”

Ya circula la nueva obra del escritor nicaragüense Sergio Ramírez, una contrafábula que mezcla la aventura y la historia, y, a la vez, parodia los cuentos de hadas

Marzo, 2024

No hay duda de que es una de las voces más importantes de la literatura de América Latina e hispanoamérica. El nicaragüense Sergio Ramírez —único Premio Cervantes nacido en Centroamérica, hoy desterrado de su país— está de regreso y entrega su novela más experimental: El caballo dorado, un libro a medio camino entre el relato de aventuras y el de enredos e intrigas palaciegas. Encasillado como hacedor de narraciones políticas, esta vez el escritor nicaragüense quería divertirse, zambullirse en su imaginación, dice en esta entrevista con William González Guevara. Y sí: lo ha logrado con creces…

Hablar de Sergio Ramírez (Nicaragua, 1942) es hablar de una de las voces más importantes de la literatura latinoamericana y el único Premio Cervantes nacido en Centroamérica. La historia política de su país y las vivencias personales en torno a ella como pieza clave de la Revolución Sandinista han marcado muchas de sus obras. Sin embargo, el que fue uno de los grandes nombres de aquella revolución ahora mira su tierra desde el exilio y desnacionalizado, pero sin dejar de lado su estilo literario y forma de ver el mundo. Atrás queda su reconocido personaje el inspector Morales cuya última aparición la pudimos ver en Tongolele no sabía bailar (Alfaguara, 2021), un retrato de la represión vivida en Nicaragua a partir de las revueltas de 2018.

Ahora, el escritor nicaragüense se sumerge en El caballo dorado (Alfaguara, 2024) superando los límites de la imaginación. Se trata de una trama llena de viajes, aventuras y espacios geográficos que van desde una aldea de Siret (Rumanía) en 1905 hasta una Managua ocupada por Estados Unidos en 1917. Sin embargo, el elemento primordial de la obra es el carrusel o tiovivo que cree haber inventado un peluquero escultor de caballos que conoce a una princesa llamada María Aleksándrovna. En esta novela, Ramírez se muestra fantástico, humorístico y experimentador capaz de mutilar esa idea de escritor de tramas políticas en la que muchos únicamente lo encasillan. Con él hemos conversado.

—¿Podríamos decir que es una novela muy cervantina? En el sentido de homenaje a los cuentos y a las novelas de aventuras.

—Claro, es una novela que lleva detrás un itinerario y El Quijote sigue un itinerario sorpresivo y sorprendente. El camino existe para que surjan las aventuras a lo largo de él. Entonces, ese es el propósito de esta novela, sorprender a cada vuelta de la esquina. Yo creo que he buscado borrar los límites que puede haber entre la creatividad y hacer uso de la imaginación como un ejercicio de libertad. Es cervantina en el sentido de que tiene novela de aventura, hay cuentos de hadas, novela romántica o policíaca y mezcla muchos géneros. También hay una parodia de esos cuentos de hadas, ¿no? Mi princesa es una princesa renca que vive en un palacio pobre con un padre borracho. No como la de Rubén Darío de cisnes, palacios de oro y cristal.

Sergio Ramírez en una imagen de 2018 / Foto: Montserrat Boix (Wikimedia Commons)

—Siempre se espera de usted tramas con talante político por la situación que atraviesa Nicaragua que le ha costado el exilio. ¿Para qué le ha servido escribir El caballo dorado?

—Entre otras cosas, para borrar esa impresión de que yo estoy atado a la noria de un tema. Para mí eso es lo más terrible que puede ocurrir. Que yo tenga que estar dando vueltas a esa misma noria de la novela política. Respeto mucho la atmósfera política del país porque es la que me toca, ¿no? En la medida que haya opresión, desajuste y desigualdad en Nicaragua siempre habrá motivo de novela porque allí está esa fuente. Sin embargo, el mundo de la imaginación es muy vasto y no tengo por qué atenerme exclusivamente a ese tema, sino donde la imaginación me lleve.

—Sin embargo, en este libro hay un rasgo político que es la dictadura liberal de José Santos Zelaya y la intervención militar de los Estados Unidos en Nicaragua.

—Claro, se vuelve siempre a la realidad. Es decir, no hay ningún periodo de la historia de Nicaragua que no surja la anormalidad. Aun en el famoso periodo de los 30 años conservadores también hay anormalidades. Entonces, la dictadura de Zelaya es la primera dictadura duradera que existe en el país. Sin embargo, en la novela lo que se narra es la caída del dictador. La princesa llega a Nicaragua en el carrusel el día que el dictador se aleja y se va al exilio.

—Empezó a escribir esta historia en el año 2014 cuando aún estaba en Nicaragua y la ha terminado años después exiliado en España. ¿Ha sido fácil encontrarle salidas al eje argumental?

—La empecé como un primer intento y, como ocurre no pocas veces con una obra de creación, la abandoné porque no encontraba la salida o no podía seguir en ese momento el camino y seguí con otro proyecto. La volví a retomar y volvió a ocurrir lo mismo. Hasta que encontré la conexión final que era el traspaso de la acción a Nicaragua a través del océano. Entonces es ahí donde sabía que la historia tenía que terminar en mi país, pero no el cómo.

—La historia termina en Nicaragua, pero llama la atención el espacio geográfico donde la sitúa: los Cárpatos, Bucarest, Estambul. ¿Cuáles han sido los motivos para poner allí el foco?

—Sí, esta novela comienza en lugares donde yo nunca he estado como Rumanía o Estambul, por ejemplo. Jugar con la imaginación es uno de los rasgos primordiales. Yo creo que en la imaginación no hay territorios conocidos, sino por conocer y uno puede conocerlos a través de simplemente imaginárselos. Y aun sin haber estado ahí, me hice un ejercicio de haber estado porque estudié mucho el lugar, la geografía y la época. Si los personajes tienen que viajar en tren de cercanías de Bucarest, yo estudié las redes ferroviarias de entonces, cómo fueron construidas, a dónde iban los trenes. Lo que pasa es que cuando vas a mentir tienes que darle un sedimento de verdad a la mentira. Es decir, una novela no puede ser fantástica en la medida en que todo es inventado. Si vas a construir imaginativamente sobre la realidad, esa realidad tienes que saber y poder tocarla.

—Además el libro está lleno de notas, fragmentos de periódicos, revistas, diálogos que no terminan, historias entre medias que asaltan el desarrollo. ¿Diría que es una de sus novelas más poliédricas?

—Sí, sin duda. Yo diría que es la que más variedad de procedimientos utiliza. No sólo la narración lineal, sino los diálogos en forma de libreto de radio, de guiones de cine. Los manuales instructivos, cartas, oficios burocráticos o entrevistas.

—¿Ha aprendido como uno de sus personajes a “sacarle risa al infortunio” que propone la vida?

—Sí, porque si no la vida se vuelve demasiado dramática como para soportarla. La manera de enfrentar la vida es con el humor, aun en la peor de las situaciones. Y la única manera de lograrlo es con la capacidad de burlarse de uno mismo y de su propio infortunio. Yo creo que el humor es un escudo muy importante de defensa en la vida. No hay que dejarse amilanar por las circunstancias y la amargura. Lo peor que puede pasar es caer en la amargura y la risa nos salva de ella.

—Es una novela donde no se puede dejar de lado la importancia del carrusel o tiovivo. En Nicaragua, en los famosos ‘circos de barrio movibles’ son característicos. ¿La figura del carrusel es la representación de retornar a su infancia?

—Sí, una de las cosas que más me sugestionaba a mí en la infancia era que cuando viajaba desde mi pueblo para estudiar en Managua o León, me encontraba el mismo carrusel que llegaba a Masatepe [su municipio natal] porque era portátil. Era movible y encontrármelo era como que me encontrara a un amigo con una sorpresa. Veía el carrusel con su lona detenido. Luego, cuando me fui a estudiar a León, el deterioro del carrusel me impresionó mucho porque ya habían pasado años y entonces estaba viejo, despintado y la caja de música no existía. Tenía unos parlantes y unos cables habían sido sustituidos por animales de fibra de vidrio como elefantes y cebras. Ya no era lo mismo. Por eso, al final de la novela aparece un carrusel ya deteriorado.

—¿Cómo se convierte un carrusel en elemento literario?

—Hay muchas maneras de verlo. La fascinación del carrusel como un artefacto es la que tiene el peluquero que está inventando lo que ya está inventado. Sin embargo, él está esculpiendo los caballos, preguntándose cómo van a dar vueltas. Es un artefacto de la civilización, ¿no? Es de juego, pero de la civilización. Se pregunta si es mecánico, eléctrico, si tiene luces. Luego hay un contraste del carrusel cuando es trasladado a Nicaragua. Es un regalo de Estado que estos productores de cacao, la familia Menier, le hacen a Zelaya porque es una novedad. Le están regalando la tecnología y el carrusel aparece inserto en la situación política del país. Tan es así que el presidente Estrada prepara una conspiración usando el carrusel y él es sorprendido por los alzados en armas que lo capturan montando uno de los caballitos.

Sergio Ramírez en el Instituto Cervantes de Berlín, en 2022. (Wikimedia Commons)

—Es una historia con mucho entrecruce. Lo real parece ficticio y luego lo ficticio parece real.

—Sí, hay un entrecruce de realidad e imaginación. De manera que la idea es que se traslape la realidad de la imaginación de manera que la soldadura de ese traslape no se pueda ver: ¿qué es lo real?, ¿qué es lo imaginado? Todos los documentos son apócrifos, pero tienen esta sustancia de la realidad porque están basados en hechos.

—En una Nicaragua contemporánea convulsa y en constante cambio, ¿de qué forma podría volver el inspector Morales?

—Podría volver, sólo que ahora le va a tocar actuar en el exilio [sonríe]. No sabemos si todavía en España o en Costa Rica. Todas las cartas están abiertas.

—Usted como buen novelista tiene su estilo propio. Y esta novela demuestra que no ha querido quedarse estancado. ¿Qué pasa si un novelista no consigue un estilo?

—El estilo depende de la constancia, del lenguaje y de la búsqueda de una forma propia de expresión que no es fácil de conseguir. Una vez que uno se hace dueño de un estilo puede hacer uso de la libertad e ir por cualquier camino porque tiene una llave en la mano. Una llave que es la llave del estilo. Tener un estilo te libra de la imitación. Para mí la parodia es un juego y forma parte de la literatura. Ya dejar de tener mi propia voz para asumir otra es una pérdida de calidad literaria. Es lo que decía nuestro maestro Rubén: “Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo. Ahí está la gran lucha”. Y como decía también Machado: “A distinguir me paro las voces de los ecos”. Una cosa es ser eco de alguien y otra cosa es tener voz propia.

—Una vez que finalizó la novela, ¿qué enseñanzas le dejó escribir El caballo dorado?

—Que uno puede experimentar, cualquiera que sea la edad que tenga o los años dedicados a la escritura. Uno no debe dejar de experimentar porque la novela es experimentación abierta. No hay que tenerle miedo a la novedad. La literatura es eso. A esta edad y altura me siento más seguro porque soy dueño del oficio y más inseguro, precisamente por eso. Porque cada vez que termino una página vuelvo a revisarla. Es decir, porque no tengo terror de errar. Soy muy meticuloso para corregir, pero no para imaginar. Al imaginar dejo los dedos volar sobre las teclas para que escriba lo que la imaginación me dice, pero luego viene el ajuste. En ese ajuste te das cuenta de que las palabras son muy traicioneras y hay que saber trabajar con ellas, tener paciencia y someterlas a la disciplina.

—¿Hasta cuándo cree que seguirá experimentando?

—Yo no tengo fecha de despedida literaria. Eso me lo dirá mi mente. Mientras conserve la memoria y la imaginación seguiré adelante. Para mí es una fecha muy lejana [sonríe] y no tengo la vista del punto final.

[Entrevista publicada originalmente en elDiario.es; es reproducida aquí bajo la licencia Creative Commons — CC BY-NC 4.0.]

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