Artículos

Johnny Cash, dos décadas después

El irascible fervor religioso

Septiembre, 2023

El compositor y músico Kris Kristofferson describió a Johnny Cash perfectamente: es una contradicción andante, parte verdad y parte ficción. Y sí, Johnny Cash fue muchos hombres en uno: fue a la vez sensible y feroz, patriota y liberal, tierno y agreste, fue alguien entregado a su fe, pero también a sus adicciones. Nacido en febrero de 1932, en Arkansas, Johnny Cash es una de las figuras más sobresaliente de la música estadounidense. Aunque arraigado en la herencia del country, pulverizó las fronteras estilísticas, escribiendo y cantando según sus propias reglas. Convertido hoy en luminaria del country, patriarca del folk, estrella del rock and roll y celebridad de la música alternativa, pocos artistas han conseguido alcanzar una categoría tan icónica como el llamado Hombre de Negro. Ahora que se cumplen 20 años de la muerte del cantante, compositor, músico y actor estadounidense, Víctor Roura aquí lo recuerda.

1

Pese a las evidencias que dicen lo contrario, como sus audiciones en video en Irlanda o en Montreux, yo me imagino que asistir a un concierto de Johnny Cash era algo parecido a entrar a una misa para escuchar, con tensión católica, al párroco en su homilía dominical. Pues es sabido que su peculiar cristianismo no sólo era arrogante y persistente, sino temerario y escandalosamente incongruente. Cuando grabó su programa televisivo para la cadena ABC, uno por semana durante dos años (1969-1971), no pudo contener su confesión: declaró abiertamente su fervor religioso.

“No era algo que surgiera del deseo de convertir a alguien o de propagar la palabra del Señor —escribió en su libro autobiográfico, publicado en Estados Unidos en 1997 y en castellano en 2006—, lo hice porque la gente seguía preguntándome por ello, en entrevistas y cartas a la cadena de televisión, y pensé que debía clarificar que, en efecto, yo era cristiano”, asunto que no le gustó a la empresa, laica como debía de ser.

—No debiste hablar de Dios ni de Jesús en el programa —le encaró uno de los productores, pero Cash nunca entendió de cuestiones profanas.

—Bien, entonces —respondió el cantante—, estás produciendo al hombre equivocado, porque la música gospel (y la palabra gospel significa “la palabra nueva de Jesucristo”) es parte de lo que soy y lo que hago. No se lo hago tragar a la fuerza a nadie, pero tampoco pido perdón por ello, y en la presentación de una pieza debo decirlo como es. No voy a hacer proselitismo, pero tampoco voy a esconderme, ni a comprometerme. Así que no te preocupes cuando mencione a Jesús, a Dios o a Moisés, o a cualquiera que decida nombrar en el reino espiritual. Si no te gusta, siempre puedes cortarlo después.

Nunca le cortaron una palabra, y Cash por supuesto jamás dejó de hablar de Dios.

Aunque, evidentemente fuera del mundo religioso (no hay más Dios que Dios, y no se hable más de contrariedades superfluas), el cantor —fallecido hace dos décadas, a los 71 años de edad, el 12 de septiembre de 2003— recibía insistentes refutaciones. En su autobiografía dice: “Se me criticaba tanto por actuar en Las Vegas, relacionándome con putas y jugadores, como por hacerlo en prisiones. Mi respuesta era que los fariseos decían lo mismo de Jesús, que cenaba con taberneros y pecadores. El apóstol Pablo dijo: ‘Seré todas las cosas para todos los hombres si así puedo ganar algunos para Cristo’. No he sentido la llamada de Pablo (no estoy aquí siendo todas las cosas para todos los hombres con la intención de ganarlos para Cristo), pero a veces puedo ser como una señal en un poste. A veces puedo plantar una semilla. Y quienes levantan postes de señales y plantan semillas son muy importantes en la construcción del Reino”.

El apóstol Cash.

¡Pero, vamos, cómo cantaba este hombre, que, de existir, ni Dios mismo lo creería!

Además, ya se sabe que estas circunstancias religiosas destruyen cualquier instancia ideológica. El propio Cash cuenta las inexplicables contradicciones de un roquero sagaz como Jerry Lee Lewis, por ejemplo, que se tomaba, ¿quién lo hubiera creído?, las cosas demasiado en serio. “Acababa de dejar la escuela bíblica cuando llegó a la disquera Sun —dice Cash—, teníamos que escuchar sus sermones en el camerino. Mayormente trataban de cómo el rock’n’roll nos arrastraba, a nosotros y a nuestro público, al pecado y la condenación, algo que Jerry Lee estaba convencido sucedía cada vez que interpretaba una canción como ‘Whole lotta of shakin’ goin’ on’.

“—¡Aquí estoy, haciendo lo que Dios no quiere que haga y llevando a la gente al infierno! —declaraba Jerry Lee Lewis—. ¡Allí es exactamente a donde voy a ir si sigo cantando esta clase de material, lo tengo claro!”

Y, bueno, ya sabemos dónde se halla ahora el pianista norteamericano fallecido, a los 87 años de edad, el pasado 28 de octubre.

2

Cash discutía acaloradamente con Lewis acerca de estos tormentos bíblicos, y también lo debatía con Carl Perkins, y también con Elvis. Con quien fuera. Jerry Lee citaba capítulos y versículos de los Evangelios y en ocasiones se desquiciaba, iracundo e insoportable. Cash trataba, entonces, de calmarlo.

—Quizá deberíamos cantar lo que cantamos, si les gusta, y así darnos a conocer —le decía a Lewis, tratando de tranquilizarlo antes de salir a escena—. Luego ya les cantaremos gospel…

Pero Jerry Lee Lewis no se tragaba eso.

—¡No, no funciona así! —gritaba, enfervorizado—. ¿Primero los arrastras al infierno y luego los llevas al cielo?

Ocurría a menudo, escribió Cash en su autobiografía (editada en español por Global Rhythm Press en traducción de Ignacio Juliá): “La discusión surgía de un modo u otro, revoloteaba a nuestro alrededor entre bastidores, en moteles, en autopistas a lo largo y ancho de Norteamérica”. ¡Y tanto miedo le tenía Jerry Lee Lewis a Dios que incluso contrajo matrimonio con su prima Myra Gale Brown, de trece años de edad, cuando el pianista aún no se divorciaba de su primera esposa!

Católicos incongruentes, sin duda.

Porque el propio Johnny Cash, uno de los cantantes country de mayor puntillosidad vocal que ha dado la música típica estadounidense, nunca supo, al parecer, dónde tocaban sus pies: si en la Tierra o en el Paraíso, dadas sus enormes confusiones y sus arrebatos que desmentían, con desmesurada visibilidad, sus profundas creencias religiosas: maltrató a decenas de personas, dañó a otras tantas, mentía con tanta singularidad como los pájaros silban en la arboleda al caer la tarde, no se responsabilizaba de él ni de sus familiares ni amistades cercanas, decía amar y al minuto se arrepentía. Todo, todo, por un poco de droga.

¡Pero, vamos, cómo cantaba este irredento condenado a los pecados mortales!

Según John L. Smith, la voz de Cash fue tan poderosa que su numeralia causa vértigo: en el mundo unos 228 sellos discográficos tienen grabaciones suyas, casi 450 singles, 108 extended plays, más de mil 500 long plays sintetizados en más de 300 compactos. Desde su primera grabación en Sun en 1955, a sus 23 años, hasta su última grabación, el American VI: Ain’t No Grave, dada a conocer en 2010, ¡siete años después de la muerte de Johnny Cash!, sus seguidores continúan escuchándolo con fidelidad, al grado de haberlo convertido ya (al final de cuentas el hombre ya no puede proseguir sus juergas ni sus descalabros) en una misteriosa figura mítica, ayudados de algún modo por la película Walk the Line (Johnny y June: pasión y locura), realizada en 2005 por James Mangold, donde edifica, no obstante exhibirlo en sus paranoias, pasmos, perdiciones, abstracciones, sinrazones y desbocamientos y desbordamientos, a ese Cash bonachón y magnificente, buscando no tanto la gloria del Señor como la cuadratura de su canto.

3

Nacido el 26 de febrero de 1932 en Kingsland, Arkansas, uno de los siete hijos de Ray Cash y Carrie Rivers, John R. Cash se casó a los 22 años con Vivian Liberto con quien procreó cuatro hijas y a quien hizo, hay que decirlo, la vida de cuadritos, pero su verdadero amor fue June Carter, con quien pudo casarse —luego de dos fallidos matrimonios de la cantante— hasta 1968, cuando Cash contaba con 36 años, y a quien hizo, hay que decirlo, la vida de cuadritos; pero, a diferencia de Vivian, June —finalmente abatida por dos experiencias equívocas— soportó con estoicismo las imperfectas aventuras de su famoso marido, quien no pudo jamás desprenderse del mundo alucinante que provenía de su inseparable cuadro morfinómano retacado de anfetaminas, dexedrinas, percodans, valiums y torazinas, que lo hacían vivir con fantasmas y perseguidores, impacientándolo y alterándolo durante angustiosos ciclos que se repetían a menudo, mismos que, en mayo de 1962, provocaran una mediocre actuación suya nada menos que en el Carnegie Hall.

Sin embargo, estas fatales consecuencias tenían sin cuidado a Johnny Cash, seguro de su don vocal. “No había quien me parara —apuntó en su autobiografía—. Tomaba anfetaminas a puñados, y también barbitúricos a mansalva, no ya para dormir sino para frenar los temblores de la anfetamina. Cancelaba actuaciones y sesiones de grabación, y cuando conseguía presentarme mi garganta se había secado a causa de las pastillas y no podía cantar. Mi peso disminuyó a 70 kilos, estaba esquelético. Entraba y salía de cárceles, hospitales, accidentes automovilísticos. Era una visión andante de la muerte, y así exactamente era como me sentía: arañando el sucio fondo del barril que es la vida”.

Y así se comportaba. Por ejemplo, con la bella June, cantante de la Familia Carter —y prima del presidente Jimmy Carter—, la conquistó a final de cuentas con una de sus clásicas gandalleces: durante una de sus giras, hacia mediados de los sesenta, en el Hotel Four Seasons de Toronto por fin June reventó. Le dijo que todo estaba acabado. Ya no quería saber más de sus estúpidas locuras. “En aquella época —confesó Cash en su libro— estaba totalmente atrapado y ahora es para mí incomprensible cómo podía seguir andando, cómo podía mi cerebro seguir funcionando. No era más que pellejo y huesos; en mi sangre no había más que anfetaminas y en mi corazón solamente soledad; no había más que distancia entre mi Dios y yo”.

No supo Cash, según escribió, cómo llegó June al punto de querer abandonarlo: “Yo había estado de pie tres o cuatro días, y le había estado haciendo la vida imposible, pero aquello no era inusual. Pienso que quizá ya había tenido bastante. Se había propuesto salvarme y creía haber fracasado”. Tenían habitaciones conectadas, así que la mujer entró donde yacía John para decirle que se iba:

—¡No aguanto más! —le reclamó, airada y sufriente—. No puedo trabajar contigo. Me voy.

Y allí se quedó, compungida y alarmada, mientras, con calma, Cash fue a la habitación contigua, recogió toda la ropa de la mujer y su maleta (“todo, incluidos sus zapatos, ella estaba descalza”) y se los llevó a su alcoba, la empujó afuera y cerró su puerta con llave. “Esto lo solucionará”, pensó. Una toalla era todo lo que ella llevaba puesto en su cuerpo cuando fue a avisarle de su tormento. El cantante pudo oírla llorar en su habitación largo rato, pero finalmente llamó a su puerta: “Prometió no irse si le devolvía la ropa —escribió Cash en su libro, ufano y vencedor—, y le creí, así que se la di. Y, superando todas las pruebas venideras, antes y después de que se convirtiera en mi esposa, nunca más intentó dejarme”.

¿Cómo entonces pudo grabar tantas hermosas canciones con esa su voz refinada y aguardentosa? Bueno, lo segundo puede entenderse por su afición a las bebidas exuberantes, pero lo primero debe tener algunas otras razones difíciles de desentrañar, a menos que, en efecto, toda esa desaforada pandilla originaria del rock haya tenido —y guardado muy bien— sus secretos incompartidos con estas drogas para alcanzar, debido a ello, las cotas totémicas que pudieron manifestar a lo largo de sus —y también en algunos casos cortas— carreras. Pues, digamos, Cash desde 1957, en que probó las primeras pastillas, hasta su muerte —en 2003, casi medio siglo imbuido en las adicciones ilegales—no pudo sacárselas del todo de su cuerpo, pese a los generosos esfuerzos no sólo de su amada June sino de expertos en esta honda enfermedad, como los doctores de la Betty Ford Clinic, “posiblemente —y esto lo afirma Ignacio Juliá— el más famoso centro de rehabilitación para alcohólicos y drogadictos” en Estados Unidos, fundado por la esposa del presidente Gerald Ford en 1982 “tras haberse curado ella misma de su adicción a la química”.

Porque lo de Cash, como él mismo afirmaba, eran “las giras y las drogas, con el creciente esfuerzo que requieren las drogas a medida que va pasando el tiempo. Y además de enfrentarme a una creciente demanda tuve que enfrentarme a una oferta decreciente. A principios de los sesenta la American Medical Association empezó a despertar a los peligros de recetar anfetaminas ilimitadas a cualquiera que las pidiese, y conseguir drogas comenzó a ser laborioso, especialmente para un hombre que viaja. Ya no era tan fácil como telefonear al médico del hotel para que te mandara 60 pastillas. Si salía para una gira de diez días debía planearlo en consecuencia, lo que podía resultar complicado. ¿Cuántas recetas tenía? ¿Cuatro? Cuatro veces 60 dividido por diez, digamos que por doce, por si acaso, lo que hace… hmmm, quizá no las suficientes. Tal vez necesite a un suministrador local. Quizá debería conducir hasta esa farmacia a 64 kilómetros y hacerme de uno o dos centenares bajo mano. Quizá debería llamar a un amigo o amigos para que ellos pidan una nueva receta”.

Una vida ruinosa y compleja, tal como se aprecia.

Pero si no hubiera sido por todo este feroz apastillamiento, ¿Johnny Cash habría sido el Johnny Cash que hoy conocemos, habría sido este hombre con esa voz poderosa que sabía interpretar como pocos el country y los gospels quejumbrosos llamando con urgencia a Dios? Pues, a pesar de su entorno irreal, dicen que no era un hombre violentado con la vida, sino desesperado por no poder meterse más química en el cuerpo. Él mismo lo escribió: “No he realizado actos de violencia física contra personas, pero ciertamente he dañado a muchos, particularmente a los más próximos, y la tomaba con los objetos que estuvieran a mi alrededor. Les daba patadas, los golpeaba, los destrozaba, los hacía pedazos, les clavaba mi cuchillo de caza. Cuando iba drogado, pasaba de todo. Si quería expulsar parte de mi rabia, lo hacía. El valor de lo que había destruido, el dinero que costara, o su importancia para quien lo poseyera o usara, no me importaban lo más mínimo, así de profundo era mi egoísmo. Todo lo que me costaba era dinero (a veces ni eso), nada más”.

Y, para su fortuna, el dinero lo poseía, pues nunca le faltaron los conciertos, y si no tenía canciones “exitosas” escuchándose en la radio, como sucedió en los cincuenta y sesenta, no le representaba ningún problema: sus discos no dejaban de venderse. Si bien le irritaba que lo entrevistaran a propósito de todos sus desmanes, era consciente de que él había sido el pionero del “vandalismo hotelero” que luego se hizo muy común en los roqueros subsiguientes, considerándose incluso “un tótem de la rebelión rocanrolera, una benigna y admirable mezcla de exuberancia juvenil y desprecio por las convenciones”. No era así para Cash, sino “algo más profundo y oscuro”: probablemente violencia natural, que suena, por supuesto, a una indigesta contradicción para un sólido y ferviente cristiano, como lo era este apuesto cantante country, carismático, sin ninguna apariencia desequilibrada (¡es curioso mirarlo todo atildado y con moño en sus actuaciones televisivas enfrente de su programa musical!): “Si aspiras a ser un buen cristiano, y esto significa que deseas parecerte a Cristo, pues eso es lo que significa ser cristiano —apuntó el músico—, debes estar dispuesto a desdeñar lo terrenal para ser fiel a tu fe”.

4

Tal vez allí, en ese resquicio apenas visible de lucidez, esté la razón de su febril comportamiento en las alturas cotidianas, muy lejos del suelo. Una vez, en las cuevas de Nickajack, quiso desaparecer de este mundo, angustiado como estaba y retacado su cuerpo de combustiones aceleradas, pero Dios vino en su busca y lo salvó de su propia muerte, según confesaba. Y se le vino a la cabeza una idea simple y clara: él no era el dueño de su propio destino. “Moriría cuando Dios lo dispusiera —escribió—, no cuando yo quisiera. No había rezado para tomar la decisión de buscar la muerte en aquella cueva, pero aquello no había impedido que Dios interviniera”. Y así, una y otra vez: caía hasta la exultación (los demonios lo acuciaban, los guerreros ansiaban sacarlo de los hospitales para quemarlo vivo, los impredecibles gnomos lo asaltaban en sus tormentosos delirios) para tomar la mano que Dios le extendía para rescatarlo del hondo precipicio en que constantemente se hundía, una y otra vez, hasta su propia desaparición física, en 2003, que ocurrió en paz (vaya, ni cuando le implantaron un bypass en el corazón en 1988 se vio en serio peligro de morir), unos meses después de la muerte de su June Carter, esa rezadora oficial y tal vez aún más cristiana que el propio Cash, a quien en definitiva no pudo salvar de las obsesivas tentaciones de Belcebú.

Pero dejó amigos por el mundo, ni quien lo dude. Ahí está U2, que lo invitara a cantar en su álbum Zooropa, o Bob Dylan en su grabación Nashville Skyline, o la intervención de Tom Petty en los maravillosos e indispensables discos últimos de Cash, de la serie American que produjo con mano diestra Rick Rubin, o su asociación con esa dignísima banda denominada Highwayman, conformada por Waylon Jennings, Kris Kristofferson, Willie Nelson y el propio Cash, que hicieran tres inalcanzables discos. O Roy Orbison, a quien Cash nunca perdió de vista, y estuvo a su lado cuando el compositor de “Pretty woman” perdió a su mujer y a dos de sus hijos en un breve periodo, sumiéndolo en una pena irreconciliable con la vida (y su hogar hecho cenizas en un incendio que dejó sólo un páramo inconsolable para Orbison, terreno que le comprara Cash con la promesa de que nadie ocuparía ese lugar para conservar el recuerdo perenne de sus dos hijos allí consumidos, propiedad que, con el tiempo, Cash regalara al hijo sobreviviente de Roy en un bello y admirable acto de generosidad).

¿Quiénes fueron los músicos que marcaron a Cash? Él los nombra: Rodney Crowell, John Prine, Guy Clark y Steve Goodman, sus Cuatro Grandes, como él los definiera. ¿Sus discos entrañables? Freewheelin’ de Bob Dylan, Down Home de Merle Travis, Greatest Gospel Hits de Jimmie Davis, Roses in the Snow de Emmylou Harris, The Wheel de su hija Rosanne Cash y You Were There de Edward R. Murrow. Pero, al parecer, nada lo hizo más feliz (aparte, but of course, de su cercanía, aunque abstracta, con Dios y las imprecisas e impredecibles drogas) que hacer sus últimas grabaciones con Rubin: Cash solo con su guitarra D28 Martin negra y su voz, de donde salieran, efectivamente, proezas musicales, que podemos escuchar aún en esos portentosos seis American, más la caja Unearthed que viera la luz en 2004, un año después de la definitiva partida de Cash de esta paradójica vida suya. Por algo Kristofferson decía de este hombre que era “una contradicción andante, parte verdad y parte ficción”, aunque tal vez la frase de su hija Rosanne, que siguiera los pasos vocales de su progenitor, se acomode un poco mejor a la definición de este cantor señero, huraño y dulce a la vez: “Johnny cree en lo que dice, pero eso no lo convierte en un santo”.

Y no podía serlo este compositor porque, a diferencia de los bluseros que dicen haber vivido en carne propia los sufrimientos de los esclavos negros en las campiñas, él sí creció pizcando algodón en su infancia unas diez horas al día para conseguir menos de cien kilos durante la dura jornada. “Debajo de esas florecillas blancas había diminutos y tiernos capullos —escribió Cash—. Los arrancaba y los comía mientras todavía estaban tiernos, antes de que se volvieran fibrosos, y me encantaban”.

Por eso su madre siempre lo reconvenía:

—¡No comas ese algodón que te dará dolor de barriga…!

Pero Cash no recordaba ningún retortijón, ni cuando se alistó en el ejército para combatir contra Corea, ignorando la razón de la enemistad de su país contra la nación “amarilla”. Tuvo la suerte de no estar en ningún frente, de modo que no pudo averiguar las sensaciones mortuorias de sus íntimos sentimientos, los cuales iban en sentido contrario a las políticas asesinas, del tipo que fueran. No en vano vestía siempre de negro. Y lo hacía, según escribió en la canción “Man in black”, de 1971, “por los pobres y abatidos, los que viven en el lado hambriento y desesperanzado de la ciudad; por el prisionero que hace tiempo pagó por su crimen pero sigue allí encerrado porque es una víctima de su época; por el viejo enfermo y solitario; por los temerarios cuya mala experiencia los ha dejado fríos”.

Vestía de negro, asimismo, por la guerra de Vietnam, “apesadumbrándome tanto como a la mayoría de los norteamericanos”, vestía de negro “en duelo por las vidas que ya nunca serán”.

Ciertamente, le sobraba corazón a este cantor desolado (son memorables sus conciertos en reclusorios como los de Folsom Prison en 1968 y el San Quentin en 1969), cuyo único consuelo era dar con Dios al final de sus días terrenales. Porque, pobre, creía que iba a ir directamente al Cielo, donde lo esperaba el Señor o el buen San Pedro. Pero, bueno, todo hace suponer, por la perturbada y sobresaltada vida que llevó, que ahora está incendiándose en el mero Infierno, tal vez con su inseparable guitarra negra cantando unos sentidos gospels ante la mirada furibunda de Luzbel.

Tal vez.

5

El amor, ¡cuánto desamparo crea!

Ya alejados de la escena, la vida de Johnny Cash con June Carter fue férrea y estable, situación que atestiguó el periodista Robert Hilburn dejando el testimonio en su libro Desayuno con John Lennon (Turner Noema): cuando el cronista Hilburn llamaba telefónicamente a Cash, éste sólo se refería a June, a quien “le estaba fallando la salud”.

Cash no podía imaginarse su vida sin ella. “Unos días después de la muerte de June, el 13 de mayo de 2003, hablé con John —cuenta Hilburn—. Intentó aparentar que estaba bien, pero le resultaba difícil no hablar de ella incluso en una breve conversación. Rubin y John Carter Cash, el hijo de John, estaban tan preocupados por él que no dejaban de animarlo para que preparara un nuevo disco, pero ese proyecto nunca se llevaría a cabo. John murió antes de que acabara el año, el 12 de septiembre”.

Cuatro meses después la alcanzaría el cantor: en efecto, no pudo vivir sin ella, y el amor fungió, entonces, como un perfecto acto de redención. También Kurt Cobain se suicidó no sólo por su incontrolable adicción a las drogas, sino por su amargura amorosa.

Otra vez el buen Hilburn (Estados Unidos, 1939) nos cuenta asuntos desconocidos: Courtney Love, la mujer de Cobain, le decía al periodista que estaba en verdad muy asustada. “Dijo que no podía quitarse de la cabeza la imagen de Kurt inconsciente, tirado en el suelo por una sobredosis, y le preocupaba haber podido contribuir a su desesperación hablándole, en algunas ocasiones, de su interés por otras estrellas de rock para ponerlo celoso”. El cantante y compositor del grupo Nirvana de pronto se esfumó. Tres días después apareció muerto de un tiro en la cabeza. Se había suicidado en 1994 —a sus 27 años de edad— el mayor roquero de finales del siglo XX, que se negaba, siempre se negó, a la fama y a todos los cotilleos que rodean a las figuras de los espectáculos. El frágil músico había querido con hondura a Courtney Love, pero lo más seguro es que ella no correspondiera con el mismo énfasis amoroso, como quizá tampoco se entregara la hermosa modelo Pattie Boyd al guitarrista George Harrison, que la amó con denuedo irreconciliable. Porque el mejor amigo del beatle, Eric Clapton, acabó huyendo con ella en una relación amorosa de dimensiones casi catastróficas. Después de que ambos amaran a la Boyd, ya ella fuera de sus vidas, los dos músicos se reconciliaron felizmente.

¿No Yoko Ono se introdujo mero adentro del cuarteto de Liverpool en pos de consagrarse a alguno de ellos? Se sabe que, en un principio, la artista plástica quería compartir sus secretos con Paul McCartney, pero fue Lennon el que terminó rendido a sus pies.

¡Ah, las entrañas sinuosas e irreflexivas del amor!

Related Articles

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Back to top button