Julio, 2023
Fue uno de los narradores europeos más influyentes del siglo XX y el checo más célebre de la literatura después de su adorado Franz Kafka. El escritor Milan Kundera ha muerto, a los 94 años, el pasado 11 de julio. El mundo de las letras está de luto. Aunque había nacido en Brno (actual República Checa, en ese momento Checoslovaquia) el 1 de abril de 1929, el escritor falleció como francés en París, ciudad a la que llegó como exiliado en 1975 por sus posiciones políticas, y ciudadanía que adoptó en 1981 tras ser despojado de su nacionalidad checa en 1979, al caer en desgracia con las autoridades comunistas de su país. Poeta, dramaturgo, prosista y ensayista, Kundera empezó a ser conocido en los cincuenta como autor de poemas, pero acabó consagrándose sobre todo como novelista con títulos como La broma, La vida está en otra parte, El libro de la risa y el olvido o La identidad. En casi toda su obra, el humor, la ironía y la reflexión sobre el exilio, la memoria, el paso del tiempo, la sexualidad, el amor, el erotismo y la frágil condición humana fueron sus señas de identidad. Kundera fue el narrador de moda, el autor que a finales de los ochenta, los noventa y principios de los 2000 había que leer para estar a tono con las torsiones de la época. Aunque fue autor de una veintena de título, La insoportable levedad del ser de 1984 —su novela más citada por el público, aunque no sabemos sí realmente leída— fue la que lo consagró al olimpo de la literatura universal. Víctor Roura recuerda aquí al gran autor checo-francés.
1
Cuando Chantal le dice a Jean-Marc que los hombres ya no se vuelven para mirarla, su amado urde un plan para levantarle el ánimo: empieza a escribir anónimos en cartas encantadoras que, en lugar de coadyuvar a la seguridad femenina, comienzan a confundirla, a inquietarla, a desesperarla.
“En el trayecto que conduce del primero al segundo estado de invisibilidad, la frase ‘los hombres ya no se vuelven para mirarme’ es la luz roja que indica el comienzo de la progresiva extinción del cuerpo. Por mucho que él le dijera que la quiere y la encuentra guapa, su mirada de enamorado no le serviría de consuelo. Porque la mirada del amor es la mirada del aislamiento. Jean-Marc pensaba en la amorosa soledad de dos viejos seres que han pasado a ser invisibles para los demás: triste soledad anuncia la muerte”.
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El amor es el tema invariable, complejo e inextricable en los libros del checoslovaco Milan Kundera (1 de abril de 1929, fallecido el pasado 11 de julio a sus 94 años de edad). En La identidad, Chantal ha encontrado a Jean-Marc luego de la separación de su primer marido y de la muerte, a los cinco años de edad, de su hijo, a quien, ya fallecido, agradece su partida porque, sin ella, nunca hubiese podido vivir las cosas que ha vivido después de su desgracia.
Cruel e irremediable agradecimiento: “Al día siguiente Chantal fue al cementerio (como acostumbra hacer una vez al mes) y se detuvo frente a la tumba de su hijo. Siempre habla con él y aquel día, como si necesitara dar una explicación, justificarse, le dijo: pequeño mío, pequeño mío, no creas que no te quiero o que no te he querido, pero precisamente porque te he querido es por lo que no hubiera podido convertirme en lo que soy si hubieras vivido. Es imposible tener un hijo y despreciar el mundo como yo, porque a ese mundo se te envía. Por un hijo nos apegamos al mundo, pensamos en su porvenir, participamos de buen grado en el mundanal ruido, en sus agitaciones, tomamos en serio su incurable estupidez. Con tu muerte me has privado del placer de estar contigo, pero a la vez me has hecho libre. Libre frente al mundo que aborrezco. Y si puedo permitirme aborrecerlo es porque tú ya no estás. Mis pensamientos sombríos ya no pueden atraer sobre ti maldición alguna. Quiero decirte ahora, tantos años después de que me dejaras, que he entendido tu muerte como un regalo y que he acabado por aceptar ese temible regalo”.
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Chantal ama hasta la ambigüedad a Jean-Marc que incluso pareciera extraviarse en la personal definición de su carácter: “Y es que, a veces —dicen los editores de Kundera—, se dan situaciones en las que por un instante ninguno de los dos parece reconocerse, en el que la identidad del otro se disuelve y, de rechazo, duda de la suya propia. Todo el que ama, todo el que convive en pareja, lo ha experimentado alguna vez, porque lo que más teme en el mundo quien ama es perder de vista al ser amado”.
Eso les ocurre, poco a poco, a estos dos amantes de Kundera. Contra lo supuesto, las cartas anónimas que Jean-Marc va enviando a Chantal para hacerle ver que alguien aún se vuelve para mirar su belleza, en lugar de hacerla más firme la confunde y la cuestiona profundamente: “Llegaron otras cartas y se vio cada vez menos capaz de pasarlas por alto. Eran inteligentes, decentes, no eran ridículas ni inoportunas. Su corresponsal no pedía nada, no era en absoluto insistente. Tenía la sabiduría (o la astucia) de dejar en la sombra su propia personalidad, su vida, sus sentimientos, sus deseos. Era un espía: escribía sólo sobre ella. No eran cartas de seducción, sino de admiración. Y, de haber seducción, había sido concebida como un largo trayecto”.
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Chantal, al principio, al no saber el nombre que le provocaba rubores desconocidos, ocultaba las cartas; mas cuando supo adivinar quién era el autor de los halagos se derrumbó inesperadamente: su Jean-Marc era el espía, y se sintió incómoda y disminuida. Claro, nadie más que él era capaz de volver su mirada para contemplarla largamente. Pero Chantal ya no quería ser la más débil en la relación amorosa (¡Jean-Marc tenía que utilizar el absurdo recurso del anonimato para levantarle la moral!).
Las cartas, de algún modo, habían modificado su identidad. “Así, pues, ¿quién es el más fuerte? —se preguntaba Kundera—. Cuando los dos pisaban el terreno del amor, tal vez él lo fuera realmente. Pero, una vez que el terreno del amor se ha hundido bajo sus pies, ella es la más fuerte y él el débil”.
Por supuesto, al hombre también le desconcertó el silencio de su mujer con relación a la llegada de las cartas. “Entonces, pensativo, se preguntó por qué ella no se las había enseñado; la respuesta le pareció sencilla. Si un hombre escribe cartas a una mujer lo hace para preparar el terreno en el que, más adelante, la abordará para seducirla. Y si la mujer guarda en secreto esas cartas lo hace para que su discreción de hoy proteja la aventura de mañana. Y si además las conserva, lo hace porque está dispuesta a entender esa futura aventura como una relación de amor”.
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Las cartas ya estaban echadas. La desconfianza mutua empezaba a nacer entre ambos a partir de una inconsciente inocentada del hombre, que creía iba a soldar aún más sus sentimientos amorosos: cuando ella se enterara de que el anónimo enamorado era precisamente el amante enloquecido por ella, probablemente comprendería cuán grande era su necesidad amorosa. Sin embargo Chantal, enterada de la verdad, sintió vergüenza de sus actos: “¡Cuán receptiva había sido a las imágenes que alguien había sembrado en su cabeza!, ¡qué ridículo debió de parecerle! La había metido en una jaula como un conejo. Maligno y divertido, él observa sus reacciones”.
Su propio amante era el invasor de su privacidad.
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El tema es de tal complejidad, irresoluble, que el mismo Milan Kundera ha preferido, en los últimos capítulos, imaginar la posible secuela de tan arduo vínculo (porque no nos dice en realidad qué fue lo que sucedió: la historia es interrumpida abruptamente por el escritor tal vez porque ni él mismo se sintió capaz de desvelar el insondable misterio del amor). Echa a volar su cabeza para pensar en las consecuencias de la desesperación femenina, y después de plantear una probable dolorosa ruta de la separación corporal (la mujer, ¡ay!, que se va a pesar de saberse aún amada) nos incita a pensar en una propia conclusión.
En este sentido, su novela es sólo un intrincado esbozo de un problema sin final. Porque incluso Chantal y Jean-Marc le sirven a Kundera para encaminarse rumbo a otras preocupaciones humanas, que caminan paralelas al tema inaprehensible del amor, como el aburrimiento, que es, probablemente, una faceta del amor, ni siquiera su ulterior desarrollo: ¿no hay parejas que, inmediatamente después de haber hecho el amor, no saben qué decirse, no saben qué hacer, no saben si levantarse o mejor quedarse dormidos?