Mayo, 2023
Ya circula el nuevo libro del filósofo y escritor español Eduardo Infante, Aquiles en TikTok / El camino a la virtud, en el que reflexiona sobre el afán actual por adaptar la educación a los incesantes cambios de la sociedad, que hace olvidar el incalculable valor de la sabiduría clásica. Los referentes que durante milenios han guiado a la humanidad hacia las cotas más altas de virtud están siendo reemplazados por la mediocridad de influencers que venden éxito sin esfuerzo, mensaje sin sustancia y felicidad efímera, se lee en la contraportada. Como apuntan los editores ahí: ¿y si invitásemos a los jóvenes a escuchar voces de largos ecos como las de Homero, Hesíodo, Sócrates, Platón o Aristóteles en lugar de prestar atención a la última tendencia en TikTok? La periodista Esther Peñas ha conversado con Eduardo Infante.
Esther Peñas
Aquiles en TikTok. El camino a la virtud (Ariel), con este provocador título, el filósofo Eduardo Infante (España, 1977) reclama el papel de la sabiduría clásica como conocimiento necesario para ser ciudadanos plenos, en vez de adaptar la formación que se imparte en las escuelas a la “capacitación industrial”. A juicio de este pensador, la virtud no se puede practicar si no es dentro, en referencia y al servicio de una comunidad.
—Le devuelvo la pregunta que aparece a modo de cita en el frontispicio del libro: ¿es enseñable la virtud?
—Le responderé con un enigma: la virtud sigue, y seguirá, siendo a veces enseñable y a veces no. La virtud puede enseñarse, pero si y sólo si el alumno quiere aprenderla, ya que el fruto de esta educación nunca es lo que el educador ofrece, sino lo que el educando toma. La educación de la virtud sólo puede realizarse desde la convicción de que estamos ante un ser libre. Sólo se puede enseñar a ser un buen ciudadano a quien desee realmente ser un buen ciudadano, de lo contrario no haríamos otra cosa más que arar, una y otra vez, un campo que no ha sido sembrado. ¿Cómo plantar esa semilla? Aprendamos de Sócrates: con el trato afectivo. Sócrates educaba a través de la poderosa impresión que causaba su personalidad. El fulgor que desprendía fue lo que llevó a muchos jóvenes a desear la virtud que Sócrates encarnaba y a imitarlo con la esperanza de llegar a ser, algún día, tan íntegros como él. Sócrates no daba clases magistrales sobre la virtud, no aleccionaba ni adoctrinaba, no comentaba textos de autoridades, no definía conceptos, sino que afectaba con su manera de ser y de vivir. La educación socrática de la virtud es una educación del afecto, o quizá mejor, por el afecto. Educar éticamente a alguien no es coaccionar, meter en cintura, doblegar, imponer, ya que todo educando es un ser libre y, por tanto, siempre podrá decir: “¿Y qué si no lo hago?”.
—¿Por qué, de entre todos los héroes, ha escogido a Aquiles como emblema?
—Porque Aquiles es un referente eterno que comparte las virtudes del fuego: da luz a nuestras existencias e inflama calor al corazón. Los hexámetros de Homero no describen, sino que prescriben una ética de la virtud cuyo precepto fundamental es “llegar a ser el que eres”, es decir, admirar la mejor versión de nosotros mismos y esforzarse en llegar a ella. Modelos eternos como el de Aquiles nos invitan a superar nuestros propios límites, a amar la belleza, la justicia, la verdad y el bien.
—¿Cuál es el principal enemigo a día de hoy de la virtud?
—El individualismo. El rechazo a lo comunitario es el error más grave de la cultura dominante: la virtud no se puede practicar si no es dentro, en referencia y al servicio de una comunidad. Para que una destreza se convierta en virtud, es preciso ponerla a disposición de los demás, construyendo con ello una común-unidad y una armonía. Toda pedagogía de la virtud supone una transcendencia de la individualidad. No todas las destrezas son virtudes. La pericia de un empleado de banca para estafar a sus clientes, por ejemplo, no es virtud. La virtud sólo es aquella excelencia que mejora tanto al ínvido como a la comunidad. La virtud o es pública o no lo es.
—Hace mucho tiempo que las escuelas (que etimológicamente tienen que ver con el ocio, es decir, con lo “inútil”) dejaron de preocuparse por hacer ciudadanos buenos y formados para convertirse en una fábrica de futuros trabajadores competentes. ¿Qué ha supuesto esto para la calidad de las democracias?
—La crónica de una muerte anunciada; el comienzo del fin. Los griegos sabían que la base sobre la que se sustenta la democracia es la ciudadanía. No hay democracia sin ciudadano y no hay ciudadano sin una educación que eleve al ser humano a esta condición política. Si queremos ser verdaderamente originales en educación, deberíamos volver a los orígenes y preguntarnos por qué nuestra escuela es pública, gratuita y obligatoria. Si el fin de la escuela fuera tan sólo el de formar los perfiles profesionales que demandan las grandes corporaciones, pues, con todos mis respetos, que se la pague Amazon. El fin de la escuela en democracia es formar ciudadanos. Está bien que nos preocupemos por que nuestros jóvenes lleguen a ser buenos profesionales; pero está mejor que nos preocupemos de que lleguen a ser ciudadanos cabales, con altos ideales éticos, que desarrollen sus capacidades físicas e intelectuales. La triste verdad es que la nueva escuela ha despojado a los niños de la alta cultura y la educación ciudadana para ser instruidos en la capacitación industrial. Se les arrebataron las artes liberales para condenarlos a las serviles. Nadie les cuenta que nacieron para ser ciudadanos, y así la libertad se ha comenzado a definir como servidumbre voluntaria, la igualdad como mediocridad y la fraternidad como un lastre que te impide avanzar. Estamos faltos de virtudes públicas. Nos quejamos de nuestros políticos por su falta de ejemplaridad, pero nuestros políticos son tan sólo el reflejo del estado de virtuosismo en el que se encuentra nuestra ciudadanía. Nos quejamos de que nuestros políticos son malos oradores, agresivos en sus discursos, incapaces de llegar a consensos, sin altura de miras, pero, ¿cómo andamos nosotros de esas virtudes públicas? ¿Cómo nos comportamos en una asamblea de una comunidad de vecinos? Lo que necesita nuestra democracia es una revolución moral. Nadie nace con las competencias necesarias para ser un buen ciudadano, hay que aprenderlas y ejercitarlas.
—Tiktoker, streamer, youtuber, instagramer… ¿qué los diferencia de manera radical de un maestro?
—Un maestro significa literalmente “el que más sabe”. Ser maestro significa tener autoridad. Toda educación en la virtud debe ser autoritaria, no en el sentido de imponer ideas por la fuerza, sino en el de proponer un ejemplo de vida que aumente, promueva y haga progresar a la persona, pues los niños crecen observando e imitando modelos que toman como punto de referencia. Tener autoridad supone auxiliar, completar, ampliar, apoyar, consolidar, enriquecer, perfeccionar y dar plenitud a algo. Los romanos distinguían la auctoritas, la forma de ser que supone un bien para otro, de la potestas, la capacidad de imponer tu voluntad a otro. El número de likes y de visualizaciones del tiktoker y del youtuber le otorga una potestas sobre la atención que el niño confunde con auctoritas. Y así, el niño entiende que para abrirse paso en el mundo debe replicar el peculiar estilo de vida del tiktoker: transmitir en directo la vida privada y hacer lo necesario para alcanzar un éxito que se puede cuantificar en número de visitas y traducir en dinero. Los antiguos modelos lo eran por su vida pública y no por su vida privada. La vida privada era propiedad exclusiva del individuo y una frontera que el objetivo de una cámara no podía rebasar. Los nuevos modelos, en cambio, obtienen su fama haciendo pública su vida privada y creando con ello una falsa impresión de cercanía en sus espectadores. El influencer se erige en modelo no por la posesión de ninguna virtud, sino por la confianza que produce la falsa sensación de estar compartiendo su intimidad con los demás.
—Las redes sociales, ¿nos han infantilizado?
—Las redes sociales funcionan como un bálsamo para soportar la terrible sensación de soledad e irrelevancia que siente el individuo moderno. El precio a pagar por haberse desentendido de todo deber con los demás es el de no ser nada para nadie. Usamos las redes sociales como sustitutos de las comunidades que hemos destruido para darnos mutuamente un cariñito digital y una relevancia virtual. Pero la auténtica relevancia sólo la aportan los otros miembros de una comunidad cuando uno aporta un bien o se convierte él mismo en un bien para los demás. Una verdadera comunidad es una red de solidaridad en la que todos aportan y todos reciben. Si toda comunidad se basa en la reciprocidad, no hay mejor forma de devolver lo recibido que esforzarnos en ser virtuosos: ser un bien para otros. Pero en las redes sociales los otros se cosifican, usan, monitorizan, capitalizan e instrumentalizan en función del deseo o el estado de ánimo del individuo. Nada hay más narcisista que un selfie en el que no sólo los otros sino la realidad misma se reduce a decorado del propio ombligo.
—En una época, la nuestra, en la que todo ha de ser vertiginosamente rápido (no sabemos muy bien por qué ni para qué), ¿es posible hacer un discurso serio sobre algún tema?
—Todo es rápido porque la existencia entera ha quedado colonizada por el tiempo de trabajo. En una sociedad que ha reducido el campo de desarrollo personal al mundo de la productividad, la mesa de trabajo se ha convertido en el centro a partir del cual construimos nuestra existencia. La mesa de trabajo absorbe, como un enorme agujero negro, todo aquello que cae dentro de su campo gravitatorio: la amistad, la salud, el disfrute de los sentidos, la risa estridente, la familia, el diálogo sosegado, el paseo por el simple placer de pasear, la lectura que atrapa hasta bien entrada la noche, la contemplación, la broma y, en definitiva, todo aquello que no se puede transformar en capital. Hacer de la mesa de trabajo el lugar donde alcanzar la plenitud humana ha provocado que terminemos autoexplotándonos. Ya no es ningún jefe despiadado el que nos obliga a mendigar tiempo a nuestra familia, nuestros amigos o nuestra salud para ofrecérselo a la mesa de trabajo; somos nosotros mismos los que se lo robamos porque nos hemos creído que es allí donde vamos a crecer. Hemos comprado la idea de que el mundo laboral es el único escenario en el que nos podemos desarrollar como seres humanos. Buscamos ser profesionales excelentes en lugar de seres humanos excelentes. Pero la mesa de trabajo no nos cultiva sino que, como una mala hierba, crece de forma agresiva impidiendo nuestro natural desarrollo. Se bebe nuestra agua y se ceba con nuestros nutrientes. Nos va secando, poco a poco, con depresión, estrés y ansiedad, hasta que, convertidos en rastrojos, nos quemamos.
—¿Pudo ser de otra manera?
—Los clásicos usaban el término otium para referirse al tiempo en que uno se retiraba del negocio diario (nego otium: ‘negar el otium’) para poder participar en las actividades que se consideraban valiosas en sí mismas: la lectura, la reflexión, la escritura, el diálogo filosófico. Cuando Cesar obligó a Cicerón a un periodo de inactividad, éste usó el tiempo de reclusión para lo que llamaba un otium cum dignitate, un ‘ocio digno’, un ‘ocio que merece la pena’. En el tiempo de otium no se trataba de pasar el tiempo sino de apoderarse del tiempo, de escapar de la tiranía del tiempo porque el hombre libre es aquel que posee tiempo libre. Los ciudadanos atenienses fueron hombres de acción: inventaron la primera democracia de la historia, lideraron una liga de ciudades libres, crearon un emporio comercial y económico, derrotaron al imperio más poderoso de entonces, etc. Pero su pragmatismo y su intensa actividad no les cegaron. Todo lo contrario, se liberaron de la tiranía del tiempo y dispusieron de espacios y tiempos para pensar, discernir, deliberar y dialogar con los suyos sobre los asuntos importantes.