Artículos

Ignacio López Tarso (1925-2023)

“El médium entre la realidad y el sueño”...

Marzo, 2023

La Ciudad de México lo vio nacer el 15 de enero de 1925 y, ahora, lo ha visto partir el pasado 11 de marzo. Ignacio López Tarso —considerado como uno de los más importantes actores/ejecutantes/histriones/artistas del siglo XX mexicano— ha fallecido a los 98 años de edad. Actor de cine y sobre todo teatral, don Ignacio deja tras de sí una larga y prolífica trayectoria: participó —siempre con un alto nivel interpretativo— en más de 50 películas y en más de 100 montajes escénicos. A manera de despedida, el periodista y crítico teatral Fernando de Ita le dedica estas líneas a este hombre imprescindible de los escenarios mexicanos…

Hay vidas que resumen una época y periodos de tiempo en que el artificio de representar el mundo encuentra nuevas formas de expresión. Así, la vida de Ignacio López Tarso es el compendio de cómo se formaba un actor en los años cuarenta, y su carrera una galería de los “registros del alma” que debe alcanzar un comediante que ha tocado todos los géneros del teatro con la misma potencia artística.

El entrecomillado es de Xavier Villaurrutia, el poeta y hombre de teatro que acompañó al joven López Tarso en los inicios de su profesión, quien lo hizo debutar como estudiante de actuación en El sueño de una noche de verano y quien le presentó a su siguiente mentor: el director Xavier Rojas. Hasta la fundación de la Escuela de Arte Teatral (Enat) del INBA, abierta en 1946, los comediantes se hacían en la práctica. La teoría comenzó con la llegada a México del director japonés Seki Sano, en los años treinta, y se hizo materia de estudio en la Enat de los cincuenta, Stanislavsky particularmente. Pero ya no el ruso sino la versión que sacó de ahí Elia Kazan para el famoso Actor’s Studio de Nueva York, fundado en 1947.

Ya de viejo, López Tarso se reía de aquellos años en que las jóvenes promesas, como Sergio Bustamante, se ponían la piel del personaje las 24 horas del día, de manera que ya no había espacio para la ficción, para la invención de otra vida porque el actor le había cedido la suya.

—Siempre estuve consciente de que para ser otro en el escenario debería ser primero yo mismo. Porque es fascinante ir creando un alter ego, como esos ejercicios espiritistas en que se forma una imagen con el puro aliento del médium. Eso somos los actores: el médium entre la realidad y el sueño, entre lo posible y lo imposible.

Las palabras de don Ignacio fueron tomadas de las diversas entrevistas que le hice a lo largo de muchos años. Nunca tuve un acercamiento personal con el actor (mi teatro es otro, decía Gurrola, quien por cierto lo llamó para trabajar juntos, pero don Nacho tiró la toalla ante los desplantes del gordo), pero coincidimos en muy diversas tertulias. Recuerdo en particular una comida en la Sociedad General de Escritores de México (Sogem), de Fernández Unsaín, en donde se yantaba y bebía con largueza, porque tequila a tequila don Ignacio fue afinando el ingenio y la memoria y tuvo a los comensales borrachos de anécdotas por horas. En el sentido formal fue el actor más completo del siglo XX mexicano, el más versátil. Como repetía una y otra vez, la teoría se completa con la práctica y no viceversa, y hay que dominar la técnica para no necesitarla. En suma, concluía, luego de seguir varios métodos, principalmente el de Stanislavsky, terminó por tener su propio método.

Ignacio López Tarso en una imagen de 2019. / Foto: Tania Victoria (Secretaría de Cultura de la Ciudad de México).

El teatro vivencial

Una de las premisas del “teatro vivencial” era que el actor debía meterse no sólo en la piel de su personaje sino en su forma de vida para saber, por ejemplo, cómo era manejar un taxi en Nueva York. Don Ignacio tuvo esas vivencias existenciales de muy joven, antes de que el teatro fuera el eje de su vida. Los apuros económicos de su padre lo llevaron a inscribirse en el Seminario Menor de Temascalcingo, Estado de México, para continuar sus estudios. Ya en el Seminario Conciliar de Tlalpan el futuro actor tuvo que desistir de su forzada vocación confesional y hacer su servicio militar acuartelado todo un año en Querétaro. Gracias a su buen desempeño en regimientos de Veracruz y Monterrey obtuvo el grado de sargento primero, y a pesar de que un general le auguró un brillante futuro con el uniforme verde oliva, López Tarso dejó el ejército y tuvo diversos empleos antes de irse a trabajar como bracero en la cosecha de uva y naranja en California. Ahí lo encontró el Destino.

La caída que sufrió desde un enorme naranjo terminó con el sueño americano y lo metió en la pesadilla de quedarse paralítico porque su columna estaba deshecha. Regresó a México derrotado y luego de 12 meses de reposo y con 24 años a cuestas se metió a la Enat, donde halló al hombre más lúcido, sensible y educado de aquella cofradía que en 1928 desafiara al estatus de la vieja escuela española de teatro Los Ulises.

Aquellos adolescentes iconoclastas de los años veinte eran, a finales de los cuarenta, los maestros de las generaciones que por diversas vías harían el teatro moderno y contemporáneo en México. Apoyado por Villaurrutia, López Tarso apostó por el teatro que entonces se denominaba “de búsqueda” para que ingenios discutibles como el de Rafael Solana [1915-1992, poeta, literato, dramaturgo, cronista taurino y crítico de teatro; Unsaín le decía en sus narices “El Can”, porque se aferraba a los huesos que tenía en el gobierno] agregaran:

—¿Para qué buscar algo que los griegos encontraron hace dos mil quinientos años?

—Precisamente por eso —respondió López Tarso en los escenarios.

Porque la Tradición por sí sola da cuenta del pasado, no del presente. Y predicó con el ejemplo: luego del triunfo internacional de Macario, su intérprete estaba en los cuernos de la Luna y desde ahí corrió el riesgo artístico de trabajar con Alejandro Jodorowsky, el director de origen chileno, alumno de Marcel Marceau, que tenía escandalizada a la opinión pública por sus “acciones pánicas” en El Rey se muere, de Ionesco, en 1968, montaje que vio, por cierto, el escritor rumano [Ionesco] quien quedó encantado con el montaje.

Ignacio López Tarso en una imagen de 2019. / Foto: Tania Victoria (Secretaría de Cultura de la Ciudad de México).

Pero fueron los clásicos

López Tarso fue conquistando su pedestal dramático pasando la prueba mayor del teatro institucional del siglo XX: los clásicos. Sófocles y Eurípides, mucho Shakespeare, Molière, Cyrano de Bergerac; Lope de Vega, Calderón de la Barca, Rojas —el de La Celestina. Lo hizo con los directores más solventes de la época: Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Xavier Rojas, Ignacio Retes, Álvaro Custodio, Pepe Solé, Salvador Garcíni…

La cuestión es que nadie sabía realmente en Occidente cómo representar un ritual tan lejano en el tiempo, el formato y la ejecución, como la tragedia ática. Pepe Solé tomó un curso en París sobre el tema y regresó a México como la máxima autoridad de los coturnos, el ditirambo y el verso yámbico. Pero faltaba el contexto. La tragedia original ocurría a campo abierto del amanecer a la caída del Sol y en los anfiteatros estaba literalmente todo el pueblo de la localidad. A los teatros del Seguro Social sólo acudía la burguesía ilustrada y la gente de teatro que conseguía cortesías. Yo recuerdo que en los setenta fui al Teatro Xola a ver la versión de Hipólito, de Eurípides, que el maestro Solé hizo a partir de la versión de Salvador Novo en los cincuenta, y no entendí un carajo de la tragedia de este hijo de Teseo que por ofender a Afrodita es castigado con el suicidio de Fedra, la madrasta de Hipólito que por venganza de la diosa del amor está perdida de pasión por su hijastro.

Ahora entiendo que era un teatro de disfraces en el que el actor —no había actrices ni en el teatro griego ni en el isabelino— se enfrentaba al reto de hallarle algún sentido a esa lluvia de hexámetros:

—Me preguntan cómo a mis casi 90 años puedo aprenderme un texto tan complejo como el de La Tempestad, de Shakespeare. Muy sencillo: es que se me olvida todo lo demás, menos el texto de mi personaje. Yo repaso muchas veces el texto en mi cabeza, lo mismo para una comedia de enredos que para un texto tan admirable, tan grandioso, tan telúrico como el de Próspero. Con ese método voy armando el predicado de mi actuación, que sería ornamental de no entender cabalmente la potencia de las ideas que se expresan mediante un lenguaje sin igual.

Como supo Jan Kott, Shakespeare ya es nuestro contemporáneo y el teatro isabelino uno de los primeros es metaforizar acciones como el suicidio de Julieta o el naufragio de Próspero y Miranda. El montaje de Salvador Garcíni fue más realista que alegórico y de no haber estado ahí don Ignacio habría sido indigno del texto, pero el actor estaba en el escenario como el médium para que la isla mágica de Shakespeare fuera posible y los conjuros del mago terribles, como la tempestad que cambia la faz de la tierra.

Ignacio López Tarso en una imagen de 2019. / Foto: Tania Victoria (Secretaría de Cultura de la Ciudad de México).

75 años de teatro

La popularidad masiva de López Tarso se la dio el cine y la televisión, de la que fue pionero. Pero fue el teatro el que lo formó como ser humano dedicado a contar historias, a representarlas. Aún no era la hora de cuestionar la epistemología de la representación. El teatro era aquello que ocurría en recintos cerrados gracias a la tramoya y los recursos que tenía la gente de teatro para exponer la fábula. Por eso en 1982 don Ignacio se metió al Teatro Insurgentes para hacer El vestidor, un tour de forcé en la que un viejo actor y su asistente muestran las peripecias del histrión para materializar a tantos personajes.

La trama les exige a los dos protagonistas estar en forma física y mental por la cantidad de cambios no sólo de vestuario sino de registro, género y estilo. Curiosamente el asistente de López Tarso fue Héctor Bonilla, quien muchos años después hizo el personaje principal en el mismo Teatro Insurgentes, acompañado por Bruno Bichir.

—Sí, la obra del escritor sudafricano Ronald Harwood es muy exigente por la cantidad de situaciones que se deben representar en una misma pieza, así que hay que estar en buena forma para intentarlo. Yo tenía… ¿57 años? Estaba entero y ya había pasado por todos los géneros.

¿Cuál era el secreto de tantos años de cómico de la legua?

—La alegría de hacer lo que más te gusta en la vida. La comedia es un modelo dramático que expresa abiertamente ese regocijo. No se puede hacer Edipo lleno de contento, la satisfacción es otra. Se siente bien haber sido capaz de entrar a la profundidad de la conciencia humana. Intelectual y emocionalmente puedes terminar devastado, pero algo en ti se expande; es la posibilidad de ser tantos otros sin perderte a ti mismo.

Related Articles

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Back to top button