Diciembre, 2022
Para hacerse una idea de lo que ocurre en Ucrania, una “invasión no provocada” que, según el discurso oficial, se inició el 24 de febrero y carece de un cuarto de siglo de evidentes antecedentes, hay que salirse de los medios de comunicación oficiales y establecidos, explorar en los alternativos, escribe aquí Rafael Poch. Y aun haciendo eso, no siempre puede uno hacerse una idea clara de lo que ocurre. Y es que la población debe ser engañada para que consienta o, por lo menos, no se oponga a la guerra. Y no sólo eso: la invasión de Ucrania está dando un nuevo impulso a un proceso que viene de lejos: la reescritura de la historia europea en unos términos impensables hasta hace bien poco…
Rafael Poch
Si se examina la edición de La Vanguardia del 1 de septiembre de 1939, el día que empezó la Segunda Guerra Mundial en Europa con la invasión alemana de Polonia, el lector se encontrará con el titular: “Un golpe de mano polaco degenera en lucha abierta con fuerzas alemanas”. Al día siguiente, el corresponsal del diario en Berlín, Ramón Garriga, informa del inicio de la invasión alemana de Polonia como “contraataque alemán en respuesta a las agresiones de que han sido víctimas los soldados alemanes en los últimos días”. Pero junto a eso, en un pequeño recuadro, aquel 2 de septiembre se podía leer un informe, bien pequeñito, sobre “Las operaciones alemanas según los polacos” e incluso se daba cuenta de la “Proclama del presidente polaco”. Es decir, dentro de los límites de un periódico editado en un país aliado de los nazis, cada cual podía hacerse cierta composición de lugar y sacar sus propias conclusiones sobre lo que pasaba en realidad.
Ahora, para hacerse una idea de lo que ocurre en Ucrania, una “invasión no provocada” que, según el discurso oficial, se inició el 24 de febrero y carece de un cuarto de siglo de antecedentes, hay que salirse de los medios de comunicación oficiales y establecidos, explorar en los alternativos, en la propaganda rusa y demás, y pese a esta yincana, no siempre puede uno hacerse una idea clara de lo que ocurre.
En cualquier caso, si lo que nos dicen sobre esta guerra fuera la verdad, no haría falta que censuraran a los medios rusos, ni las voces disconformes con la narrativa oficial incluso en las redes sociales, ni que las fábricas de propaganda de la OTAN, cuyo dominio de los think tanks y medios de comunicación occidentales ya es considerable (igual que en Rusia pero en sentido inverso), nos bendijeran con su primitiva buena nueva macartista.
Nafo/Ofan, un aparato de propaganda trol de la OTAN en redes que se presenta como iniciativa de la “sociedad civil”, divide por ejemplo en cinco grupos a los occidentales disconformes con el discurso oficial atlantista sobre la guerra a los que presenta como “apologetas del genocidio” supuestamente perpetrado por Rusia en Ucrania, de acuerdo con la banalización del concepto practicada por los dos bandos. En esa galería de cómplices tenemos a: 1) los “comunistas”, que creen que Rusia es una especie de URSS; 2) los “antifascistas de izquierda”, que piensan que por tener ciertos problemas con neonazis, el gobierno y la sociedad nacionalista de Ucrania es nazi; 3) los “ultraderechistas”, que simpatizan con los aspectos “fachas” del argumentario del Kremlin; 4) los “cabezotas”, que siempre llevan la contraria y que si leen en el periódico “blanco”, dicen, “ajá, entonces es negro”, y 5) los “pacifistas bobos”, con la flor en el macuto y la mirada perdida en un mundo ingenuo con el arcoíris al fondo… Según The Grayzone, esta simpática “organización de la sociedad civil”, fue fundada por un polaco antisemita para recaudar dinero para la Legión Georgiana, una milicia acusada de crímenes como la ejecución de prisioneros con asesinos convictos en sus filas.
La colaboración de la OTAN con la extrema derecha y su intenso recurso al terrorismo es un aspecto bien conocido y documentado de la historia europea y lógicamente en este conflicto está adquiriendo suma actualidad.
Un estudio de la Universidad de Adelaida (Australia) sobre los tuits de la guerra de Ucrania constata que estamos sumidos en una masiva campaña de desinformación en las redes sociales. El estudio examinó cinco millones de tuits generados en las primeras semanas de la invasión rusa y revelaba que el 80 % de ellos fueron generados en “fábricas” para la propaganda. El 90 % de esos mensajes fabricados se lanzaron desde cuentas proucranianas y solo el 7 % desde fábricas rusas. Para hacerse una idea, el primer día de la guerra se generaron desde esas fábricas hasta 38.000 tuits por hora bajo la etiqueta (hashtag) “yo estoy con Ucrania”.
“Luchamos con la comunicación, esto es una pelea, hay que conquistar las mentes”, decía en octubre Josep Borrell en un galvanizador discurso ante embajadores de la Unión Europea, demasiado mansos y vagos, según sus palabras. Y como hay que “conquistar las mentes”, es necesario simplificar el mensaje y convertir una película compleja en un guión hollywoodense de buenos y malos para niños. Algunos ejemplos:
≈ Según la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR), hay 2,3 millones de refugiados ucranianos en Europa central/oriental, entre ellos 1,5 millones en Polonia, además de alrededor de un millón en Alemania. También hay 2,8 millones en Rusia, el país que más ha recibido, pero a estos últimos se les suele presentar como “deportados” por la narrativa de Kiev y raramente son mencionados como seres humanos en apuros en los medios de comunicación occidentales. (Este documental de Katerina Gordeyeva, que entrevista a refugiados de Mariupol en Varsovia, Berlín, Moscú, Rostov, Lvov y otras ciudades, ofrece el panorama de una realidad compleja).
≈ Las maniobras nucleares rusas se presentan como “chantaje de Putin”; las de la OTAN (“Defender”) como “muestra de la credibilidad de la Alianza”.
≈ Cuando Amnistía Internacional dice que también el ejército ucraniano comete crímenes de guerra, el asunto se tapa discretamente, incluida la airada reacción del gobierno de Kiev, que castiga a la organización negándole acceso y exigiendo rectificaciones. Algo parecido ocurre con los desaparecidos, silenciados, detenidos o asesinados miembros de la izquierda ucraniana, las fuerzas políticas ilegalizadas, medios de comunicación cerrados, la represalias contra “colaboracionistas” en los territorios reconquistados, etc.
≈ El Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA) denuncia, con buen criterio, los peligros que rodean a la central nuclear de Zaporiyia, pero no aclara quién bombardea los alrededores de esa central que está ocupada por el ejército ruso. El hecho de que, como en tantas otras “organizaciones internacionales”, el paquete mayoritario de acciones lo tengan los países occidentales determina la falta de claridad de las denuncias de su presidente, el argentino Rafael Grossi, sobre la evidente autoría de los bombardeos de esa central.
≈ Cuando en agosto se comete un atentado en Moscú que mata a una joven periodista de derechas, Daria Dúgina, hija de un marginal filósofo ultra, Aleksandr Dugin, que según la leyenda occidental tiene gran influencia en el Kremlin (la relevancia de la ideología en este conflicto forma parte de dicha leyenda), eso no es “terrorismo”.
≈ Cuando en septiembre se destruyen los gaseoductos rusos que abastecían a Alemania, que ya fueron objeto de un atentado de la CIA en los inicios de la cooperación gasística entre la URSS y Alemania en la década de los ochenta, y eso ocurre en el Báltico, seguramente la región marítima del mundo más controlada por la OTAN y poco después de que comenzaran las manifestaciones en Alemania para restablecer ese flujo, se diluye el debate sobre la autoría, el gobierno alemán niega explicaciones a sus diputados alegando razones de “bienestar público” (Staatswohl) y el periodismo atlantista se hace el tonto hablando de “misterio” o señalando directamente a Rusia como autora de los atentados.
≈ Cuando en octubre, tras el atentado del día 8 contra el puente de Crimea (6 muertos) y los reveses militares en el frente, Rusia comenzó a lanzar oleadas de misiles y drones contra Ucrania, los ataques se describen como “indiscriminados contra civiles” (Biden). En el primer ataque, los ochenta misiles rusos lanzados ocasionaron 17 muertos y en el de 18 de noviembre (96 misiles) 15 muertos, según informes ucranianos. Mientras Rusia explicó que los ataques se dirigieron contra la red eléctrica y puntos de mando, el Wall Street Journal informó de que “la mayoría de los ataques golpearon subestaciones eléctricas y otros objetivos fuera de los centros urbanos y distantes de residencias civiles”. El mismo diario mencionaba, en su edición del 2 de diciembre, consideraciones que no aparecen en la prensa española y que son raras en la europea: “Los ataques son parte de una estrategia rusa para desmoralizar a la población y forzar a los gobernantes a la capitulación, señaló el jueves el Ministerio de Defensa británico. Sin embargo, como el Kremlin no empleó esa estrategia desde el principio de la guerra, sus efectos están siendo menos eficaces”. La consideración llama la atención indirectamente sobre la “superioridad” de la estrategia occidental: para hacerse una idea, en los primeros días de la guerra de Irak de 2003, la campaña de misiles contra Bagdad y otras ciudades, llamada “shock y pavor” (Shock & Awe) ocasionó 6.700 muertes, según estimaciones americanas.
Independientemente de esa menor “eficacia” rusa en decisión y mortandad, los ataques son ciertamente criminales y sus efectos devastadores para la población civil: el 23 de noviembre, el 70 % de la capacidad eléctrica ucraniana fue barrida por los ataques rusos, con los efectos sobre la población civil que nuestros medios de comunicación documentan con detalle. ¿Cuál es la justificación? El ministro de Exteriores, Sergei Lavrov, la ofreció en su conferencia de prensa del 1 de diciembre: “Las infraestructuras eléctricas ucranianas proporcionan potencial de combate a las fuerzas armadas de Ucrania, a los batallones nacionalistas, y de ellas depende la entrega de una gran cantidad de armas que Occidente suministra a Ucrania para matar rusos”. ¿A nadie le suena el razonamiento?
El 25 de mayo de 1999, en Bruselas, al infame Jamie Shea, portavoz de aquella OTAN de Javier Solana, un periodista le preguntó: “Ustedes dicen que sólo están atacando objetivos militares, entonces ¿por qué están privando al 70 % del país (Serbia), no sólo de electricidad, sino también de suministro de agua?”. La respuesta fue exactamente la misma que la de Lavrov: “Por desgracia, la electricidad alimenta los sistemas de control y puntos de mando. Si el presidente Milosevic quiere que su población tenga agua y electricidad lo único que tiene que hacer es aceptar las cinco condiciones de la OTAN (la capitulación), mientras no lo haga continuaremos atacando esos objetivos que suministran electricidad a sus fuerzas armadas. Si eso tiene consecuencias para los civiles, es su problema”.
≈ ¿Está Rusia suministrando viagra a sus tropas para llevar a cabo violaciones en Ucrania? La representante especial sobre la violencia sexual en conflictos de la ONU, Pramila Patten, dijo en octubre a la agencia AFP que esa leyenda, estrenada en junio de 2011 en Libia por la propaganda atlantista en la guerra contra Gadafi, formaba parte de una “estrategia militar” rusa, pero en noviembre confesó a los cómicos rusos Vovan y Lexus, que se estaban haciendo pasar por diputados ucranianos, que no tenía pruebas de ello.
La simple realidad es que nos toman por idiotas. El análisis de la guerra de Ucrania que no tenga en cuenta las provocaciones occidentales que la propiciaron, que no parta de su génesis de treinta años y de sus responsabilidades, sobre las que lo más moderado que podemos decir es que son compartidas, es mera literatura infantil propagandística. Por desgracia ese es el medio ambiente informativo en el que estamos inmersos.
“Fundamentalmente, la gente no quiere guerra, la población debe ser engañada para que consienta, o por lo menos no se oponga a la guerra”, explicaba hace unos años Julian Assange, el periodista que denunció crímenes enormes y lleva por ello diez años recluido y más de mil días aislado en una celda de alta seguridad de tres metros cuadrados, en condiciones que el relator de la ONU en la materia describe como tortura, y pendiente de que le extraditen a Estados Unidos donde le esperan un juicio injusto —porque la ley de espionaje que le acusa impide alegar cualquier consideración sobre los crímenes denunciados y la libertad de información— y 175 años de cárcel. Obviamente, la consideración de Assange es válida para los dos bandos de esta guerra, pero de lo que aquí se habla es del nuestro, del pienso con el que cada día nos alimentan espiritualmente nuestros “informadores”.
II. La deconstrucción del consenso antifascista de posguerra
Entro en una librería de Barcelona repleta de libros sobre el conflicto de Ucrania. La mayoría en la ortodoxia atlantista. Autores anglosajones que psicoanalizan la criminal mente de Putin, y cosas por el estilo, para explicar la crisis bélica más peligrosa desde la tensión nuclear de 1962 con motivo de Cuba. Son raros los libros no hostiles, como la semblanza del presidente ruso del periodista alemán Hubert Seipel (Putin, el poder visto desde dentro. Ed. Almuzara). En literatura, la librería recomienda Orfanato, del escritor ucraniano Serhiy Zhadan.
Zhadan fue premiado hace poco en Alemania. En la Paulskirche de Frankfurt, “cuna de la democracia alemana”, pues allí se reunieron en 1848 los delegados de la primera representación electa de la nación, el escritor ucraniano recibió el “premio de la paz” del gremio de libreros alemanes, cosa que, seguramente, debe impresionar a los libreros menos avezados. Zhadan trata en sus libros a los rusos de “criminales”, “horda”, “bestias” y “basura”. No es la primera vez. En 2012, ese mismo premio se lo dieron a un exaltado escritor chino, Liao Yiwu, que en su discurso ante las autoridades alemanas describió a su país como “imperio inhumano y montaña de basura que debe desintegrarse para la tranquilidad del mundo”. Es, podríamos decir, la modesta contribución de los libreros alemanes al entendimiento y la paz entre los pueblos.
En la Europa de hoy, trátese de los Nobel o del gremio de libreros alemanes, cualquier galardón suele estar enfocado a la promoción de la imagen de enemigo que exige el ambiente bélico. Parece que la primera condición para recibir un premio, en materia de paz, derechos civiles o literatura, es ser un opositor radical de cualquier régimen adversario, sobre todo Rusia, China o Bielorrusia. Repasen la lista. No se trata de los desmanes contra los derechos humanos de esos países, que son tan conocidos como flagrantes. De lo que se trata es de la política de derechos humanos occidental, es decir, del selectivo uso político de ese recurso, tradicional ariete contra el adversario geopolítico. Viene de muy lejos.
En la actual situación europea, son los países de Europa del Este, particularmente Polonia, las repúblicas bálticas y últimamente Ucrania, quienes marcan la pauta. Por iniciativa polaca, el Parlamento Europeo aprobó en septiembre de 2019 la infame resolución que responsabilizaba por igual a la Alemania nazi y a la Unión Soviética del inicio de la Segunda Guerra Mundial. Este año, el 23 de noviembre, la Cámara ha dado un paso más al declarar a Rusia país “patrocinador del terrorismo”, citando sus estrechas relaciones con toda una serie de países, entre ellos Cuba, víctima del terrorismo donde las haya. Pocos días después, el 30 de noviembre, el Bundestag declaró como “genocidio”, es decir, como un acto deliberado y planificado de aniquilación contra un grupo nacional concreto, la terrible hambruna sucedida en Ucrania entre 1932 y 1933 en el contexto de la colectivización agraria estalinista.
“Holodomor”
La tesis del “holodomor” —una matanza deliberada de campesinos ucranianos— formaba parte de la narrativa antirrusa del exilio ucraniano en Canadá. Esa narrativa fue muy popular entre autores de la derecha y se ha ido imponiendo como oficial en Ucrania desde finales de los años noventa, incluso en los libros de texto, junto con la reivindicación y rehabilitación de las personalidades y acciones de la extrema derecha nacionalista de Ucrania Occidental de los años treinta y cuarenta, aliados y colaboradores de los nazis y luego de la CIA. Los protagonistas de aquel colaboracionismo dan nombre hoy a muchas calles y avenidas de todo el país, sustituyendo a menudo a Tolstoi, Lermontov o Chéjov en el callejero. La del “holodomor” es una tesis muy funcional para la consolidación y promoción de la nueva identidad ucraniana antirrusa y prooccidental abrazada en Kiev, a la que la criminal invasión rusa ha dado un espaldarazo quizás definitivo, por lo menos en gran parte del país. Pero, ¿qué decir de su verosimilitud histórica?
Vaya por delante que la URSS de los años treinta y cuarenta bajo Stalin y, aún antes, la Rusia soviética posrevolucionaria y de la guerra civil de la década de los veinte, fue un espacio de crímenes, violencia y barbarie verdaderamente extraordinario, contemplado incluso en el marco general de la historia moderna universal de los siglos XIX y XX. Sin embargo, la evidencia histórica no sostiene la tesis de un genocidio nacional contra los ucranianos.
En los años 1932 y 1933, la mortandad por hambre fue espantosa en Ucrania y así lo refleja la estadística demográfica. En 1933, por ejemplo, nacieron 359.000 y murieron 1,3 millones de personas en Ucrania. Esas cifras incluyen mortalidad natural, pero está claro que la primera causa de muerte esos años fue el hambre. Forzando la confiscación de grano y determinando el sacrificio —por razones de subsistencia de los propios confiscados— de la cabaña nacional, que no se recuperó hasta bien entrados los años cincuenta, el Estado cometió un crimen contra todos los campesinos, independientemente de su nacionalidad. Si las cifras de hasta tres millones de muertes directas e indirectas por hambre en Ucrania son correctas, su marco general son los siete millones de muertos atribuidos a la hambruna en el conjunto de la URSS. Es decir, la mayoría de las muertes por hambre de aquellos años tuvieron lugar fuera de Ucrania; en el curso medio del Volga, en Bashkiria, en el Kubán, en la región del Ural, el Extremo Oriente, zonas geográficamente aún mayores que Ucrania, o en territorios como Kazajstán, con 1,5 millones de muertos, lo que representa una proporción “nacional” de muertes (más del 30 % de la población kazaja) muy superior a la de Ucrania. Esos años también hubo escasez y grandes estrecheces campesinas en Galitzia, hoy Ucrania occidental, que entonces ni siquiera pertenecía a la URSS, e incluso problemas en la región polaca de Cracovia, lo que sugiere un panorama de cosechas fallidas (“neurozhai”, un término muy familiar en la historia agraria de la Rusia zarista) que la brutalidad de las decisiones políticas agravó monstruosamente en la URSS.
La evidencia histórica muestra, por tanto, que por dolorosa y grave que fuera, la situación no fue sólo ucraniana. Pero, ¿fue “planificada”, como sugiere el propio término “holodomor” y la calificación de “genocidio”?
En la URSS de Stalin, como en la Alemania nazi, o en la reacción de los jóvenes turcos al ocaso imperial otomano, hay evidencia documental de matanzas planificadas. Por ejemplo, en enero de 1942 la Conferencia del Wannsee, al lado de Berlín, decidió la “solución final” de los nazis para los judíos. En 1941, con su invasión de la URSS, los militares alemanes aplicaron una política de hambruna inducida, documentada en el llamado “Generalplan Ost”. Lo mismo podemos decir de la acción de los jóvenes turcos para exterminar a la población armenia en 1915, precisamente la situación que creó el término de genocidio. ¿Y qué decir del “gran terror” de Stalin de 1937? También ahí hay documentos que prueban una voluntad y acción planificadas para eliminar oponentes políticos y “sectores superfluos”, fueran campesinos opuestos a la colectivización, delincuentes comunes, la vieja guardia bolchevique, la oposición de izquierdas, anarquistas, socialrevolucionarios o mencheviques, pero no hay nada —y los archivos han sido rastreados a conciencia— referido a una matanza étnica de ucranianos ejecutada, además, por el propio Partido Comunista Ucraniano. Todo eso nos lleva a algo diferente: una colosal y feroz represión política, en el caso del “gran terror” de 1937 (800.000 fusilados), y una política agraria, unida seguramente a otros factores, de una dimensión criminal extraordinaria, pero no a una acción planificada para aniquilar ucranianos, que es la tesis que el genocidio supone.
Tierras de sangre
En la sección de Historia de la misma librería barcelonesa, encuentro el libro Bloodlands (Tierras de sangre, en su título castellano), del profesor de Yale Timothy Snyder, aparecido en 2011, gran éxito de ventas y aclamado por la crítica liberal. El título del libro refleja el hecho histórico de la enorme carnicería que tuvo por escenario la Europa central/oriental en los años treinta y cuarenta del siglo XX. La confluencia y contacto de los regímenes hitleriano y estalinista en ese escenario sirve para presentar un paralelismo entre ambos regímenes que contiene el catálogo casi completo del revisionismo histórico de la guerra y el periodo entreguerras en el Este de Europa llevado a cabo por la derecha y extrema derecha de Polonia, Ucrania y Alemania con el fin de introducir un signo de igualdad entre ellos que ignora aquella consideración de Raymond Aron (¿quedan aún autores conservadores de tal calidad en la Europa de hoy?) según la cual “hay diferencia entre una filosofía cuya lógica es monstruosa, y otra que puede dar lugar a una monstruosa interpretación”.
En busca de ese signo de igualdad, Snyder afirma que la política racista del Tercer Reich “no era muy diferente” de la situación en la URSS, donde la nacionalidad de cada cual figuraba en el documento de identidad. Como si el antisemitismo ruso, claramente resurgido con Stalin, fuera comparable con el judeicidio nazi. También presenta como “étnica” la masacre estalinista de polacos, cuando la simple realidad es que Stalin mató polacos por el mismo motivo que mató comunistas y opositores en general: en su calidad de adversarios políticos reales o potenciales, incluidos en esa categoría los comunistas polacos cuyo partido había sido muy crítico con la línea de Stalin. Como recuerda Clara Weiss en su extensa crítica del libro de Snyder, “es un hecho histórico que alrededor del 90 % de los judíos polacos que sobrevivieron al Holocausto (y solo el 10 % de la población de 3,5 millones de judíos polacos de preguerra sobrevivieron) lo hicieron en la Unión Soviética”.
Snyder afirma textualmente algo tan estrambótico como que “la revolución bolchevique fue un efecto colateral de la política exterior alemana de 1917”, una tesis que la propia ultraderecha rusa hace suya. Su libro de 500 páginas (en la edición inglesa) ni siquiera menciona el genocidio de entre 250.000 y medio millón de gitanos europeos. La matanza de prisioneros de guerra soviéticos, entre 3 millones y 3,5 millones, se presenta como “resultado de la interacción de los dos sistemas”, pero lo que más llama la atención es su tratamiento solapadamente exculpatorio para los nazis de la enorme carnicería (alrededor del 20 % de la población) perpetrada en Bielorrusia. El autor defiende una línea argumental cercana a la de los exnazis en la Alemania de la posguerra, según la cual su violencia en Bielorrusia fue una consecuencia y respuesta a la actividad partisana, cuando la realidad es que ésta fue respuesta a la brutalidad de la masacre nazi con sus famosos “Einsatzgruppen”, como explica el historiador suizo Hans Christian Gerlach en Calculated Murders, una obra que ha sido criticada por los historiadores de la derecha alemana. Sin embargo, Snyder escribe enormidades como que “la guerra partisana fue un perverso esfuerzo interactivo de Hitler y Stalin, cada cual ignorando las leyes de la guerra y escalando el conflicto detrás de las líneas del frente”.
Snyder separa ese espacio geográfico centroeuropeo de su marco mundial, lo que excluye de la observación matanzas que se inscriben de pleno derecho en el mismo ciclo histórico: desde la invasión italiana de Abisinia (1935/1936), una guerra fascista con más de 250.000 víctimas civiles y uso de armas químicas que fue puente entre el decimonónico colonialismo imperial y el expansionismo nazi, hasta los 350.000 judíos asesinados de propia iniciativa en la Rumanía de la Garda de fier, el medio millón de muertos de la Guerra Civil Española y la represión franquista (entre el 2 % y el 2,5 % de la población total española de la época), los centenares de miles de serbios masacrados por los ustachas croatas, o los 24 millones de víctimas chinas del imperialismo japonés en Asia del periodo 1937-1945.
La pregunta metodológica que el libro de Snyder presenta al historiador es si es posible separar la violencia de aquel periodo en Europa central oriental de su contexto general europeo y mundial marcado por la lucha contra el fascismo y el imperialismo. La respuesta es que tal ejercicio es necesario siempre y cuando lo que se busca sea el mencionado signo de igualdad entre los dos regímenes examinados.
Snyder conoce perfectamente —dedicó un libro a ese tema— el papel del nacionalismo ucraniano en las masacres de judíos, su colaboracionismo con los nazis y su encuadramiento en la división “Galichina” de las SS, cuyos jefes, con Pavlo Shandruk al frente, son honrados hoy en los sellos de correos del país. También conoce el hecho, ahora incómodo de recordar, de que la mayoría de los dos mil o tres mil matarifes de los campos de exterminio que ayudaban a los nazis en Treblinka, Belzec y Sobibor, los famosos “travniki”, eran ucranianos occidentales. Snyder no menciona nada de todo eso en su libro. Tampoco menciona la complicidad polaca en el Holocausto y sólo muy de pasada el protagonismo báltico, pese a la enormidad del judeicidio cometido en Lituania (95 % de la población judía local), fundamentalmente a manos de lituanos, aspecto que aun hoy se oculta en ese país.
Desde este balance es fácil comprender el cúmulo de honores y condecoraciones polacas, bálticas y alemanas recibidas por Snyder desde la publicación de Bloodlands (en Wikipedia figuran hasta una docena). Lo que es más difícil de comprender es el considerable aplauso académico y mediático recibido por esta obra, cuyo principal mérito es dar argumentos históricos a la actual expansión atlantista hacia las fronteras rusas.
En su último libro (The Road to Unfreedom: Russia, Europe, America, 2018), Snyder se retrata como un vulgar propagandista de la nueva guerra fría que responsabiliza directamente a Putin no sólo de la leyenda de haber “escoltado” a Trump hasta la presidencia, sino también del brexit, del referéndum independentista de Escocia, de la salida masiva de refugiados sirios hacia Europa, del ascenso de la extrema derecha en Europa y hasta de la hostilidad hacia los negros de la policía en Estados Unidos.
Surgido de las ruinas de la Segunda Guerra Mundial, el consenso antifascista de posguerra fue descrito por el historiador Ian Buruma como “la ola de idealismo y de determinación colectiva de construir un mundo más igual, pacífico y seguro”. La izquierda había liderado la resistencia al fascismo, mientras que los conservadores estaban frecuentemente manchados por el colaboracionismo con regímenes fascistas. La democracia social y la creación de la ONU fueron resultado de aquel clima. Su deconstrucción comenzó en los años ochenta con el neoliberalismo de los Reagan y Thatcher, que la socialdemocracia fue abrazando paulatinamente. El colapso de aquella mezcla de socialismo y dictadura en el Este de Europa y de la socialdemocracia en el Oeste hizo emerger concepciones que se creían extinguidas o definitivamente marginalizadas. Hoy están en el centro de la narrativa del establishment, en las resoluciones de los parlamentos europeos y en la sección de éxitos de nuestras librerías.
Con la inestimable colaboración de la invasión rusa, la guerra de Ucrania está dando un preocupante nuevo impulso al revisionismo histórico y a las más negras tendencias revanchistas. Ni duda cabe.