«Alta Costura»: la reconciliación de contrarias en la fraternidad femenina
Diciembre, 2022
Un largometraje entretenido. El segundo de la escritora y cineasta francesa Sylvie Ohayon. Una cinta que, debido a la naturalidad de las actuaciones de sus protagonistas, se vuelve deleitable. Porque Alta costura no recurre al oropel y el glamur huecos de películas como Caprichos de la moda o al morbo de las intrigas familiares de La casa Gucci, escribe Alberto Lima en esta entrega de ‘La Mirada Invisible’. Sin dejar de lado la tensión racial de un París multicultural y hasta permitiéndose momentos jocosos, la cinta de Ohayon nos introduce de lleno a una lucha de contrarias —la señora tipo Miyagi que se convierte en tutora y protectora de la raterilla bravucona de manos finas— en las entrañas del sutil oficio de la confección de la alta costura.
Alta costura (Haute Couture), película francesa
de Sylvie Ohayon, con Nathalie Baye, Lyna Khoudri,
Pascale Arbillot, Claude Perron, Soumaye Bocoum y
Adam Bessa. (2021, 100 min).
En el París contemporáneo, la diabética jefa del taller de confección de la célebre casa de modas Dior, Esther (Nathalie Baye), más ocupada en comunicarse con sus flores caseras que con su propia hija con quien no habla en años, e inmersa en las labores finales de cara a su último desfile antes de su retiro del mundo de la alta costura, cierta mañana, mientras se dirige al trabajo, sufrirá el robo de su bolso en pleno pasillo del metro parisino por detenerse a contemplar el canto de la veinteañera Jade (Lyna Khoudri), habitante del suburbio bravo de Saint-Denis y de origen árabe, quien se hace acompañar de una guitarra recién robada.
Tras el hurto del bolso, ejecutado por la amiga de Jade, también de ascendencia árabe, Souad (Soumaye Bocoum), ambas practicarán la obligada revisión de pertenencias del botín. En ese momento Jade tendrá un arranque de culpabilidad y decidirá ir al taller de costura Dior, donde intentará convencer infructuosamente a madame Esther de que encontró su bolso en el metro. Sin embargo, pese al escepticismo inicial entre ambas mujeres, perfilado por la diferencia de edades, de educación y de clase social, tras un segundo intento de conciliación por parte de la chica Jade —con el obsequio de un pastel de por medio—, la reticente modista invitará a la joven como practicante en el taller de costura, ofreciéndole así la oportunidad de hacer algo con su vida, de salir de la ordinariez del suburbio y de dejar de atender a su hipocondríaca madre Mumu (Clotilde Courau), creándose así un vínculo amor-odio-amor entre las dos.
El entretenido segundo largometraje de la escritora y cineasta francesa Sylvie Ohayon, de origen judeo tunesino argelino, está fundado en el choque de contrarias. Pese a lo limitado de su lenguaje donde sólo sabe filmar en planos medios, es en la naturalidad de las actuaciones de Baye y Khoudri donde la cinta se vuelve deleitable, porque de un lado tenemos a la modista estricta, cultivadora de un oficio atildado, quien en una encarnación tipo señora Miyagi se convierte en tutora y protectora de la raterilla bravucona poseedora de manos finas y cualidades requeridas para desempeñar un oficio hecho no para cualquiera, cuya juventud plagada de resentimientos y prejuicios contra la burguesía que viste ropas cuyo costo vale lo que un departamento, le impiden en principio —además de batallar contra las agresiones de la acomplejada y quejumbrosa colega Andrée (Claude Perron)— apreciar las virtudes de la confección de un vestido de alta costura, y reconocer, de paso, la amistad y protección de la también costurera rubia oriunda del mismo suburbio de Saint-Denis, Catherine (Pascale Arbillot), y de la hermosa modelo Gloria (Alexandrina Turcan), hasta encontrar posteriormente el amor con el joven costurero Abdel, o Abel para los burgueses (Adam Bessa).
El guión de la cinta, escrito por la propia Ohayon y la también cineasta y guionista Sylvie Verheyde, enfatiza la tensión racial en el París multicultural donde, nuevamente, el choque de contrarios está presente con la juventud francesa de origen árabe que deambula entre ser o no ser francés, que ya prefiguraban películas como El odio (Kassovitz, 1995) y La clase (Cantet, 2008), y que, aquí, es en las conversaciones entre Jade y Esther donde se discute —con la conciencia de clase de Jade por delante— si vale la pena el oficio de la alta costura con vestidos carísimos a cambio de sueldos miserables, y la refutación de Esther de que lo importante no es el costo de la pieza sino el gesto de su creación, el valor de la misma y su trascendencia. Y aunque la cinta no es una comedia, sí se permite momentos jocosos, como la amiga Souad, quien al ver a Jade practicar costura sobre un retazo de seda, se burla de ésta diciéndole con sarcasmo que va a Dior y regresa con un trapo; o aquella broma sobre el prejuicio de que todos los árabes son rateros per se y Jade reitera que Alí Babá y los 40 ladrones eran árabes.
Lejos del oropel y del glamur sin chiste de Caprichos de la moda (Altman, 1994), y más lejos aún de las intrigas familiares de La casa Gucci (Scott, 2021), la cinta de Ohayon nos introduce de lleno a las entrañas del sutil oficio de la confección de la alta costura. Es tras bambalinas como apreciamos el cuidado extremo de la hechuras, de los cortes, de los zurcidos y diseños, de las supersticiones de las tijeras caídas al suelo y del conjuro de la maldición lavando las manos inmediatamente en sal. Y es en este trasfondo de filigrana —aunque la millonaria casa Dior no haya dado ni un solo euro para la producción del filme— donde el choque de contrarias encuentra reconciliación en la fraternidad femenina.