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Exposición de ideas, sociología del mercado roquero

Las siete décadas y media de Ian Anderson.

Agosto, 2022

Conocido principalmente en el planeta rock como la flauta y la voz detrás del legendario Jethro Tull, Ian Anderson cumple 75 años de vida. Compositor, cantante, flautista y guitarrista (bueno, también toca con soltura bajo, saxofón, teclados, bouzouki, balalaika, mandolina, armónica), el músico nació el 10 de agosto de 1947 en Escocia. Con casi 60 años en la música —su primer grupo data de 1963—, Ian Anderson no ha parado de evolucionar y de experimentar. Ya sea como solista o como líder del inclasificable Jethro Tull —hoy es el único integrante original que permanece en la banda (la cual, por cierto, estrenó disco en enero de 2022), el músico escocés lo mismo coquetea con el hard rock que con el folk, el jazz, el blues o la música clásica. Víctor Roura aquí lo celebra…

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En 1966 el estudiante de arte Ian Anderson, un año antes de cumplir las dos décadas de edad (ahora, el miércoles 10 de agosto de 2022, cumplirá sus siete décadas y media de vida con un nuevo álbum con su banda Jethro Tull: The Zealot Gene, de compleja lírica pero de una superioridad musical que ya le extrañábamos a Anderson), había hecho a un lado sus libros académicos para introducirse de lleno a la práctica, y no a las teorías, como se acostumbra en las aulas escolares, del arte. Tocaba la flauta en la banda de un amigo suyo, John Evans, y se desenvolvían en los alrededores de Blackpool en el norte de Inglaterra, de donde Anderson es originario.

Pero fue hasta el inicio de 1968 cuando, leyendo Anderson un libro al azar, el nombre de Jethro Tull apareció en su destino. Tomando dicho nombre de ese agricultor inglés del siglo XVIII entraron a la escena del rock. Nick Logan y Bob Woffinden, en su New Musical Express de 1976, dicen que la música temprana de Jethro Tull fue muy naive (ingenua) pero con un híbrido interesante de jazz y blues que rápidamente fue circunscrito al término del rock progresivo, poniéndose a la altura de sus contemporáneos ingleses Ten Years After, Fleetwood Mac, Pink Floyd y The Nice.

Lo importante de un grupo de rock, empero, no es saber ubicarlo en una corriente sino de confirmar sus formas definidas. Por supuesto, hablar de estos elementos en los tiempos que corren pareciera un acto superfluo. Porque el rock que hoy se proyecta en los medios masivos no guarda relación directa con sus contenidos. Las agrupaciones con mayor aceptación se internan, sin ningún resquemor, en las músicas de éxito instantáneo al grado de que unas y otras son asombrosamente semejantes. Así que hablar de compromisos de arte a veces no tiene ningún sentido. Conjuntos como Jethro Tull no querían ser controlados por las compañías discográficas porque les importaba su modo particular de conducirse (¡una banda regida por una flauta!). Tanto influía en los grupos de aquella época su libertad que, apenas su chequera se abultaba, se apropiaban de, o fundaban (como en el caso de Ian Anderson), una compañía grabadora para sólo depender de ellos mismos y no atenerse a las consignas unificadoras empresariales.

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El sociólogo Simon Frith: “Entonces, las compañías discográficas no se preocupan demasiado de las formas que adquiere la música sino del modo en que éstas puedan ser organizadas y controladas para obtener ganancias seguras, y en ciertos sentidos las prácticas pueden ser consideradas neutrales: la música y los músicos pueden ser vendidos como bienes de consumo independientemente de sus estilos”.

Ian Anderson (1947), al sumergirse en el mercado de la música con premura y con demasiados elogios por parte de una crítica cautiva, supo desde un principio que no quería para sí el lugar de los ídolos que ganan por mayoría de votos en las estaciones radiofónicas. Anderson quería hacer, simplemente, su música. Su larga estancia, ya como solista dialogando musicalmente con los pájaros (como intituló uno de sus discos más bellos con su sola firma) o de nuevo con su Jethro Tull experimentando en torno suyo incluso mediante un cuarteto de cuerdas como lo hiciera en el año 2016. Por algo, su empresa Chrysalis surgió precisamente para vender sin necesidad de doblegar las ideas.

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De nuevo, el musicosociólogo británico Simon Frith: “Hubo un momento, quizás, en que el negocio musical perdió el control de su mercado. Los músicos obtuvieron un cierto control sobre la producción del rock sencillamente porque parecían más capaces que los directores artísticos de las compañías de predecir lo que se iba a vender; las compañías discográficas tuvieron que experimentar porque para este nuevo mercado de los jóvenes, con su ideología explícita anticomercial, no existían convenciones o tradiciones que explotar. Pero en los años setenta el llamado rock progresivo ha quedado limitado por sus propias fórmulas comerciales y sus propias versiones del negocio del espectáculo. Las ideas tradicionales de diversión, de profesionalismo, de canción bien hecha, de estrella bien preparada, nunca han estado alejadas de la superficie del rock. A fin de cuentas, el único efecto de la ideología anticomercial del rock de los años sesenta ha sido obligar a las compañías discográficas a utilizar un nuevo conjunto de términos y conceptos para justificar sus actividades”.

Ian Anderson. / Foto: Will Ireland.

De seguir la línea planteada por Frith, ¿entonces podríamos suponer que también los experimentos creados por Anderson y su Jethro Tull son convencionales, porque el rock progresivo nació de una urgencia mercadológica y no de una necesidad expresiva? Sin embargo, Frith se equivocaba, me parece, en el factor contracultural que en aquellos años se imponía a todas las normas establecidas. Porque lo que realizaba Jethro Tull, si bien llenaba un vacío cultural, era, antes que vender, exponer su música. Pero no se trataba de una exhibición común, sino de ventilar sus ideas que, visiblemente, no se parecían en su momento a ninguna otra. Y su nuevo álbum, en casi dos décadas de ausencia musical con la asociación Jethro Tull, exhibe esta compleja trama entre música y literatura que se distancia de la complacencia comercial: The Zealot Gene es un disco que cuestiona la validez bíblica en la contemporaneidad tan singular, rauda y complicada. A pesar de su laberíntico contenido, Ian Anderson ha demostrado que, aun en enero de 2022 —cuando se canta la muerte del compacto grabado a manos de las plataformas digitales—, el CD de una banda no convencional tiene vida propia moviéndose como pan caliente en el mundo entero.

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El crítico estadounidense John Landau tiene razón: “El rock, la música de los años sesenta, era una música espontánea. Era una música folk, y era escuchada y hecha por el mismo grupo de gente. No procedía de la oficina de un edificio de Nueva York donde hay gente sentada escribiendo lo que ella cree que los demás quieren oír. Procedía de las experiencias vitales de los artistas y de su interacción con el auditorio que en conjunto tenía la misma edad. Cuando esa espontaneidad y creatividad se hicieron más estilizadas y analizadas y estructuradas, a los hombres de negocios les resultó más fácil estructurar en cuanto música-mercancía. El proceso de crear estrellas se ha convertido en una rutina y una fórmula tan seca como una ecuación”.

Frith piensa que, pese a estas consideraciones, la música de rock ya ha sido tomada por los controladores del mercado. Y le asiste la razón. Dice: “La juventud en sí misma no es una comunidad. El rock celebra el ocio más que el trabajo, sus intérpretes son estrellas, bohemios, están distanciados de sus oyentes en estatus, poder y situación; la música es utilizada por los adolescentes casi exclusivamente como entretenimiento. La importancia del rock para el joven, su significado como medio de comunicación de masas adolescente, no es en cuanto a cultura del pueblo sino como cultura popular”.

Jethro Tull, efectivamente a diferencia de lo que han hecho los grupos de rock a partir prácticamente de los ochenta (y no de los sesenta, como cree suponer Frith), ha llevado a cabo una música personal le guste a su auditorio o no (y por lo regular no le gusta, pero ésta es otra cuestión).

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El profesor Graham Murdock es irrebatible en su siguiente tesis que, como todas las anteriores, se hallan en el libro de Frith: Sociología del rock (Editorial Júcar, Madrid, 1980): “Claro que es cierto que, en un último análisis, los discos pop son productos comerciales que se fabrican para hacer dinero, pero este hecho en sí mismo no excluye la posibilidad de que también puedan proporcionar medios genuinos de expresión para intérpretes y auditorios”.

Jethro Tull, por lo menos, sabía, y sabe aún Ian Anderson, que no todo lo popular necesariamente es bueno en cuanto a la calidad expuesta. Por eso sus discos no se venden como los álbumes de Guns and Roses, por ejemplo. Ni ganan premios para el mejor video del año, ni están ansiosos por ser entrevistados por Oprah Winfrey. Ian Anderson no se negaría, pero tampoco vende ya su imagen: él es un compositor de música y ahí quiere quedarse.

Su nuevo álbum corrobora la práctica a la que se ha sujetado durante más de medio siglo: expresarse a expensas suya, no ajena.

No todo lo que vende es una mina de oro, ni todo lo que no vende un pozo de alcantarillado.

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