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Consideraciones pandémicas
(Aforismos para el pasado mañana)

Mayo, 2023

En enero de 2021, Carlos Herrera de la Fuente comenzó aquí, en Salida de Emergencia, una serie de reflexiones —que iban en sentido opuesto a la narración oficial y hegemónica, sin caer, desde luego, en ninguna teoría conspirativa— sobre la pandémica realidad planetaria. “No es necesario ningún poder cuando los que se someten juran hacerlo por su ‘propia libertad’, por su ‘propio bien’, por su ‘propio gusto’. (…) Todos nos cuidamos. Todos nos vigilamos. Todos nos recriminamos. Todos nos castigamos”, escribía Herrera de la Fuente en el inaugural texto de la serie. En este 2023, el periodista, escritor y filósofo ha reunido ahora estos ensayos en el libro Consideraciones pandémicas / (Aforismos para el pasado mañana), el cual ya circula en librerías (tanto físicas como digitales). Publicado por Fides Ediciones, reproducimos con autorización el “Proemio” para nuestros lectores.

A mí me pertenece apenas el pasado mañana
Friedrich Nietzsche

Proemio

1. Este libro nació de una necesidad interna. La exigencia de su escritura no dependió nunca de los acontecimientos objetivos a los que la humanidad en su conjunto se vio sometida desde inicios del año 2020, sino de la ruptura insoportable entre la “naturalidad” de las decisiones tomadas a escala global y la experiencia propia que las conceptuó desde siempre como inverosímiles y desmesuradas, más allá de toda lógica científica sobre las que buscaron fundamentarse. De lo que se trató fue de dar expresión a una contradicción intolerable, absurda, enojosa: la que existía, de manera evidente, entre el autor y su época. Como si la construcción retórica y práctica de la pandemia (más allá de su realidad objetiva) hubiera revelado una escisión más profunda e irritante que la pandemia misma; como si, de repente, se hubiera vuelto obvio algo que no lo era al comienzo: que la vivencia interna, la traducción práctica de la realidad, no coincidía en lo más mínimo con la histeria colectiva de un mundo entregado al terror y al pánico, sometido al deseo de salvación y control, necesitado de un paternalismo higiénico que lo librara, de una vez por todas, de la falibilidad ínsita a su constitución; como si el mundo, derrotado ya en sus posibilidades, exigiera la emergencia de un paternalismo mayúsculo que lo rescatara de sí mismo, que lo redimiera de sí, que lo purificara de sí, de lo que necesariamente es, de lo que no puede dejar de ser, de lo que inevitablemente es de esa manera. El autor se encontró perdido, solo, como si toda la vida hubiera caminado por un planeta ajeno, extraño, inhóspito, y a pesar de todas sus reflexiones anteriores nunca lo hubiera comprendido del todo; como si hubiera descubierto, por fin, la falsedad en la que vivía envuelto y que enmarcaba la totalidad de su pensamiento. La contradicción se volvió intolerable. Había que darle forma. Así nació este libro.

2. Si a lo largo de las siguientes reflexiones y aforismos el lector siente que lo que se afirma y dice es, de alguna manera, exagerado, falto de realidad, paranoico o, simplemente, infundado, será éste el signo innegable de una lectura errónea, equivocada de raíz, incompatible. Lo erróneo de dicha lectura, sin embargo, no será el resultado de una contraposición entre la “verdad” del autor y la “falsedad” del lector, sino de la posición equívoca desde la que se interpreta el texto, desde la que se le intenta traducir. El texto y sus cavilaciones no son nunca una explicación de lo que realmente sucedió, sucede o sucederá, sino de la necesidad de que ello sucediera exactamente así, de la inexorabilidad del suceso mismo antes que de su dilucidación objetiva. Los aforismos extendidos que lo constituyen buscan dar cuenta de los motivos psicológicos, políticos y sociales (psicopolíticos) que lo hicieron necesario, ineludible. El texto habla, en resumen, de la realidad vista como un paciente terminal, como un enfermo que no sólo no sanará, sino que no quiere sanar, que desea estar enfermo, que exige estar enfermo crónicamente para poder soportar la carga de la existencia y seguir viviendo al ritmo que le marca la inercia sistémica a la que está sometido. Para comprenderlo, es necesario querer justamente lo contrario: querer la salud, querer estar sano y afirmar la vida con toda la carga que ella implica. Y entender esa salud no como el resultado de una vacuna, de una “inmunidad de rebaño”, de la eliminación de un virus o de una vida obsesivamente saludable en todos sus aspectos (de una “buena” alimentación, condición física, cuidados higiénicos, etc.), sino como la afirmación plena de la existencia incluso en medio de la enfermedad, la amenaza y la muerte. ¡Afirmar la vida y la salud ya, en este mismo momento, a pesar del riesgo nunca superable de la enfermedad y la muerte! Ése es el imperativo categórico que recorre las siguientes líneas. Ésa es su guía moral. Sólo así se las puede comprender.

3. Tal parece como si, a consecuencia de la declaración del inicio de la pandemia en el año 2020, la humanidad hubiera descubierto, por primera ocasión, que puede enfermarse; como si nunca antes se hubiera dado cuenta de esa posibilidad; como si no la hubiera experimentado desde el primer día de su existencia. Pero la enfermedad y la vida van de la mano: son pares necesarios, lógicos, inseparables. Si hay vida, hay enfermedad. Por supuesto, para que no exista ninguna confusión, no se trata, en ningún momento, de negar la intervención benéfica de la medicina y sus derivaciones modernas, sino de contribuir a una metamorfosis de su concepción desde la crítica existencial e histórica a la actitud, al posicionamiento, a que dio lugar la pandemia del nuevo coronavirus en el mundo, con toda su carga de histeria colectiva, de miedo irracional, de deseo de salvación absoluta. Se trata, en última instancia, de curar también, pero de una afección que es aún más microscópica e invisible que la que provoca el Sars-Cov-2: la del anhelo de inmunidad, la del ansia irrefrenable de protección total. Se trata de arrasar hasta el último vestigio de religiosidad en el comportamiento humano; y de mostrar que esa religiosidad adquiere las formas más subrepticias, más solapadas, y que mientras más atea es su presentación, más truculentos y duraderos son sus efectos. La reaparición misma de toda una “ética”, de una moral higiénica de alcances radicales (“cuidémonos entre todos”); la ritualización exagerada de la experiencia; el prohibicionismo atroz que recae sobre los actos más mínimos (acercarse a una persona, darle la mano, abrazarla); la conversión voluntaria de la personalidad en guardián de una renovada inquisición; la cancelación de todas las actividades que promueven la diversión y la formación; etc. Todo es indicio de una nueva religión, más profunda y dañina que la original, por ser más invisible y “objetiva”. Si la filosofía tiene todavía un papel en el mundo, es precisamente el de curar de esa enfermedad, de exhibirla de raíz, de elaborar el antídoto, la vacuna, contra ese mal radical. La filosofía tiene que pensarse desde ahora como medicina, pero de una raigambre muy distinta a la de la medicina científica. Su objetivo es curar, sí, pero de la trampa de la redención terrenal que nos impide vivir la vida.

4. La gran paradoja de la ciencia moderna es que, a pesar de todos sus grandes descubrimientos, a pesar de sus grandes aportaciones al conocimiento objetivo de la realidad global y humana, sus efectos prácticos en la conciencia del mundo cotidiano no se diferencian en lo más mínimo de los de la religión. Y esto no se deriva de la confusión natural que puede existir, o que de hecho existe, entre lo que se realiza en el ámbito de la investigación de élite y lo que puede llegar a entender el público masivo, sino de una concepción de origen, del punto mismo de partida. La paradoja es una consecuencia directa del fundamento del “proyecto” científico: la necesidad de certeza, el anhelo de sentido, la urgencia de un nuevo marco regulador en el seno de la pérdida moderna de valores y esquemas tradicionales de organización de la vida social. Al irse aflojando la vieja estructura institucional de la Iglesia en Europa, se requería de un nuevo ordenamiento basado en una concepción del mundo que poseyera tanto prestigio y generara tanto consenso, por lo menos en las nuevas clases dominantes e individuos ilustrados, como el que anteriormente había tenido y generado la religión cristiana. Y ésa terminó siendo la ciencia en todas sus extensiones disciplinarias. En este sentido, probablemente, el más honesto de todos los filósofos adoradores de la ciencia moderna haya sido Auguste Comte, para quien el tránsito hacia el Estado positivo sólo podía lograrse acompañado de una nueva forma religiosa que garantizara el orden social y limitara la libertad individual. La “religión de la Humanidad” no era más que el nombre con el que Comte remataba su proyecto de “educación” social, de disciplinamiento generalizado. Independientemente de la crítica que hoy se le haga al positivismo, a su ingenuidad metodológica, al reduccionismo mecanicista de sus hipótesis y teorizaciones, a su cándida confianza en el progreso histórico, lo cierto es que hoy la ciencia no es más que la forma predominante de la religión, y la religión, implícita e inconsciente (necesariamente implícita e inconsciente), la forma dominante de todo proyecto social, crítico o conservador.

5. Ahora bien, la señalada religiosidad del proyecto científico no es más que otra expresión ideológica de la religiosidad misma que permea la totalidad de la vida del mundo contemporáneo en sus diversas versiones secularizadas. Evidentemente, se trata de la versión central, hegemónica, articuladora, en primera y última instancia, de los diversos fenómenos que constituyen nuestra realidad global, pero no es la única, y tal vez ni siquiera termine siendo la decisiva en el futuro (¿quién lo podría definir?). Ya hace más de 10 años, Sloterdijk anunciaba al comienzo de su libro Debes cambiar tu vida (Du musst dein Leben ändert) que la religión estaba de vuelta; pero poco caso se le hizo. Es cierto: la religión está de vuelta de la manera más obscena y perversa. Está presente en la infinita culpabilización ecologista de cada acto de vida, en su obsesiva manía por organizar cada episodio de nuestra conducta (nuestra higiene, nuestro consumo, nuestra movilidad, nuestra vestimenta, etc.) para adecuarlo al imperativo categórico de una nueva relación con la “madre naturaleza”; está presente en el vegetarianismo, en el veganismo y en el animalismo, que, en última instancia, constituyen una condena más definitiva y plena a la existencia humana que la que promovió alguna vez, tímidamente, la Iglesia católica; está presente en los discursos poscoloniales y decoloniales, que elevan el concepto de víctima a ídolo absoluto, y eternizan, desde su invertido racismo mitológico, las prácticas segregacionistas y sectarias; está presente en el feminismo contemporáneo, que se instituye como moderna inquisición del pensamiento, la mirada, los dichos y los actos, a tal punto que pone en práctica la construcción de una auténtica neolengua para castrar, definitivamente, el habla y la razón; está presente (para poner punto final a este chocante recuento) en el higienismo ubicuo que ha terminado por contaminar todos los espacios de la vida, que ha ensuciado hasta los saludos, los besos, los abrazos, la compañía, la convivencia, la libre manifestación, la educación, la cultura, todo. La religión está en todas partes haciendo lo que siempre ha hecho, lo único que sabe hacer, lo único que siempre hará: aterrorizar para provocar el deseo de salvación, contaminar el pensamiento y el cuerpo, culpabilizar, apenar, generar arrepentimiento, castrar, doblegar, disciplinar, anular… Dios murió hace mucho, pero la religión permaneció.

6. ¿Es imaginable la vida moderna, la vida humana en general, sin religión? Por todo lo que hoy sabemos de la psicología humana; por todas las derivaciones sociales, políticas y culturales de lo que significó la caída de la vieja estructura de valores a escala global, así como la imposición de un mundo plenamente secularizado; por todas las consecuencias de las revoluciones a lo largo del siglo XX y sus desastrosos efectos en el mundo; por la emergencia multiplicada de las diversas formas contemporáneas de contaminar la vida y los actos, con la primacía del higienismo, habría que decir, con toda firmeza, que eso es simplemente imposible, ridículo siquiera de pensar. No podemos ser tan ingenuos. La religión, la ideología, el fetichismo, la reificación, como quiera que se le llame, no son superables por medio de la ciencia, ni de la reforma, ni de la revolución ni de la organización de otro mundo de vida, por más transparente, natural o colectivo que se le imagine. Simplemente no son superables. No existe un mundo humano posible en el que la religión no juegue un papel específico en la determinación de los eventos sociales. Y mientras más ateo sea el mundo, más religioso e ideológico será. ¿Por qué? Porque la religión no es sólo una derivación material de la limitación de las fuerzas productivas, ni de la enajenación de las dimensiones laborales y económicas, ni de la expresión deformada de la cultura y sus inercias simbólico-significativas, sino algo que va más allá de cualquier principio racional de afirmación de la vida: es un intento radical, definitivo en última instancia, de negar la muerte de manera absoluta y todas las incertidumbres que acompañan la existencia humana; de acabar, de una vez por todas, con el miedo radical que devora las almas. Y como ese anhelo, que está en el fondo de toda psicología, es irrealizable, incumplible, irracional en esencia, por ello mismo, la forma en la que se le trata de superar de manera consciente o inconsciente es sencillamente insuperable.

7. Si la religión es insuperable tanto en sus facetas creyentes y ateas como conservadoras, reformistas y revolucionarias, y la religión misma es definida como el mal supremo del mundo, como la máxima forma de contaminar la existencia, de dogmatizarla, disciplinarla, castrarla, entonces, no hay que ser muy perspicaz para entender que, para todo aquél que decida ir contra la corriente y pretenda desinfectar la vida en su conjunto de toda esa peste ideológica, no hay otra alternativa que la de una lucha constante, perenne, incansable contra toda forma de religiosidad. Que no hay otra política, al interior de cualquier grupo o partido, que la de la declaración de una guerra sin cuartel contra todos aquéllos que basen o pretendan fundar su hegemonía en el principio del miedo, del terror irracional, y se ofrezcan como las alternativas de salvación, de inmunidad absoluta, de liberación plena (incluso bajo la forma de la “autodeterminación democrática”, de la “autogestión”, y otros valores liberales y socialistas). Y esa guerra no deberá jugarse tan sólo, como lo tematizaron incansablemente en el último tercio del siglo XX numerosos pensadores franceses, en el ámbito de la micropolítica, sino que deberá pensarse en términos de la macropolítica, de la batalla por las instituciones, los Estados y las esferas transnacionales. Deberá ser una lucha total y permanente en todos los ámbitos, una lucha que, necesariamente, de principio, será impopular, antipática, marginal y despreciada. ¿Cómo iniciar a pensarla con miras a su necesaria victoria? Es una de las labores de la filosofía política del futuro inmediato.

8. Como ya se podrá ir derivando de lo que hasta el momento se ha escrito, este opúsculo de reflexiones y aforismos no es, de ninguna manera, un llamado a la irresponsabilidad, a la afirmación ultraliberal de la “libertad individual” por encima de las “necesidades colectivas”, lo cual es tan sólo la trampa más “sofisticada” de esclavitud ideológica que ofrece el sistema. Este pequeño libro se propone como un llamado a la construcción de otro tipo de responsabilidad, de una responsabilidad más profunda y honda que la que exige la religiosidad en sus variadas presentaciones, justo porque se opone a toda forma de esclavitud mental y moral. Es un llamado a asumir la vida en la incerteza absoluta, en la aceptación del riesgo y la muerte, y afirmar, desde allí, las posibilidades humanas, individuales y colectivas, sin la esperanza de salvación, redención, liberación ni inmunidad. Denomino a esto el principio de incertidumbre, y subrayo que poco o nada tiene que ver con las elucubraciones probabilísticas de la física contemporánea, y sí mucho con una política antisistémica que no se hace ilusiones utópicas sobre el futuro, sino que acepta la posibilidad de construir opciones de porvenir en los que el riesgo sea permanente, la lucha, constante, y la libertad individual y colectiva, algo que se edifica sobre la lábil morada de valores inestables.

9. Así pues, este libro debe leerse como un tratado político, sólo que como uno que poco o nada tiene que ver con el sentido de la política moderna y contemporánea. Justo al contrario de lo que plantea el citado Sloterdijk en su magnus opum, la política no debe ser pensada como la técnica para la creación de esferas de inmunidad, sino como el arte de la afirmación de la vida colectiva en la asunción plena de la imposibilidad de alcanzar inmunidad de cualquier tipo. En este sentido, puede ser entendida, desde los ojos modernos, más como una antipolítica que como una política. Su carácter impopular deberá imponerse después de una larga lucha por alcanzar la hegemonía. No puede esperarse nada en el corto plazo. Por eso mismo se asume, de principio, que las reflexiones y aforismos desplegados no pueden tener más futuro que el del pasado mañana.

10. La pandemia padecida por el mundo entero desde el año 2020 hizo patente la esencia de la política contemporánea en su dimensión más descarnada: se trata de una política del terror, del miedo y del confinamiento. A pesar de toda su estela de muerte y dolor, hay que agradecerle por lo menos una cosa: ya no hay nada que esperar de las promesas políticas modernas, sean éstas liberales, conservadoras, socialistas o de cualquier otro signo. A partir de ahora, cuando sea necesario, el sistema, en todas sus variantes, recurrirá una y otra vez a la lógica del pánico, la emergencia y el encierro para lograr sus cometidos, para desviar la atención de los problemas realmente esenciales y mantener unificado al rebaño. Y lo más seguro es que la mayoría de ese rebaño, sea de izquierda o de derecha, sea liberal o conservadora, responderá como lo hizo a lo largo de toda la pandemia: doblegándose, dejándose conducir sin cuestionar, sin informarse realmente, sometiéndose mansamente como una dócil grey domesticada. Uno puede imaginarse perfectamente una próxima crisis ecológica, a causa de la cual los científicos y políticos del momento consideren irrespirable el aire de la tierra y aconsejen a la población abandonar su superficie y vivir en refugios subterráneos como única forma de supervivencia. Puesto que la religiosidad es dominante, la vida se ha contaminado a tal punto que ya ni siquiera es necesaria una gran emergencia ecológica (un creciente hoyo en la capa de ozono, por ejemplo) para que esto pueda ocurrir. Todos estamos preparados, formados para responder de manera alarmista, final, escatológica. Preferimos vivir eternamente confinados a respirar un poco de aire impuro. Amery y Agamben tuvieron razón: el campo de concentración se convirtió en el paradigma político del presente y del futuro. Hitler fue nuestro precursor.

11. Cuando la política ha llegado a tal encrucijada radical en la que no hay más opciones que la del encierro absoluto o la de la de aceptación del riesgo y la incertidumbre para continuar existiendo individual y socialmente, es necesario tomar posición de manera tajante. Este texto lo hace por la segunda opción y no duda. Su posición es clara: es preferible enfrentar directamente los riesgos sin cancelar la vida colectiva, protegiendo a los más vulnerables, sí, pero continuando la exploración de opciones políticas y sociales a futuro, que encerrarse neuróticamente esperando una salvación que nunca llegará, y que sólo eterniza las condiciones del estado de excepción permanente que se ha terminado por instalar en el mundo contemporáneo. Cualquiera que sea la posición que asuma el lector, es necesario que sea consciente de la bifurcación antagónica que se traza en este escrito. Las batallas por venir tendrán necesariamente esta forma. La guerra apenas ha comenzado.

Publicado por Fides Ediciones, Consideraciones pandémicas / (Aforismos para el pasado mañana), de Carlos Herrera de la Fuente, ya circula en librerías tanto físicas (El Sótano, por ejemplo) como digitales (aquí el enlace).

Carlos Herrera de la Fuente

Carlos Herrera de la Fuente (Ciudad de México, 1978) es filósofo, escritor, poeta y periodista. Autor de 3 libros de poesía ('Vislumbres de un sueño', 'Presencia en Fuga' y 'Vox poética'), una novela ('Fuga') y dos ensayos ('Ser y donación', 'El espacio ausente'), se ha dedicado también a la docencia universitaria y al periodismo cultural.

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