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Los amores incomprensibles de Lillian Hellman

Se conocieron en 1930. Él estaba borracho y ella lo acompañó “salvajemente”. Dashiell Hammett y Lillian Hellman: talento, literatura, militancia, alcohol y un amor de ida y vuelta. El autor de El Halcón maltés y la exitosa escritora pelirroja cultivaron durante 30 años una turbulenta relación plena de amor, pero también de sordidez e infidelidades. En este 2021, se conmemoran seis décadas de la muerte de Dashiell Hammett…


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La XXXIV edición de la Semana Negra de Gijón se llevó a cabo este año del 9 al 18 de julio resultando ganadora del premio Dashiell Hammett, esta vez, la argentina Claudia Piñeiro por su relato “Catedrales”.

A propósito de Hammett, referencia continua de Lillian Hellman en su Tiempo de canallas, que en este 2021 está cumpliendo 45 años de haber salido a la luz pública para denunciar la atroz caza de brujas comunista en Estados Unidos realizada por el innombrable Joseph McCarthy.

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Hay, sin embargo, una cosa que me molesta, que siempre me molestó, de la lectura del libro Tiempo de canallas, de Lillian Hellman (1907-1984), y no es sino la cruel indiferencia que exhibió, a lo largo del centenar y medio de páginas, hacia Dashiell Hammett (1894-1961), su pareja de entonces y que, según ella misma confesó, jamás la dejó en el abandono. Entiendo que sus memorias sobre el macartismo las escribió tres lustros después de que falleciera su amante (a los 66 años de edad, el 10 de enero de 1961, en Nueva York), lo cual puede significar que sus sentimientos ya habían probablemente cambiado, y una nueva relación, acaso discreta, impedía la apertura de sus emociones pretéritas, pero el trato que recibe Hammett, en el documento de Hellman, sinceramente creo que no es el que se merecía.

“En la segunda mitad de la década de los treinta —refiere la dramaturga— muchas personas descubrieron soluciones políticas en los planteamientos radicales, y Dashiell fue una de ellas. Yo lo seguía, preocupada a menudo por cosas que a él lo tenían sin cuidado, inhibida por lo que él pasaba por alto. Estoy casi segura de que Hammett ingresó en el Partido Comunista en 1937; quizás en 1938. No puedo ser más precisa porque nunca se lo pregunté y, de habérselo preguntado, estoy segura que no hubiese recibido contestación. No se lo pregunté nunca, porque sabía que no recibiría respuesta: esto era típico de nuestra relación”.

Tal vez, con el transcurso de los años, Hellman reflexionó sobre aquel hombre que la protegió y quiso todo el tiempo. La escritora, por ejemplo, nunca habla de amor, ni mucho menos de que estaba enamorada, ni siquiera hay términos que se aproximen a los conceptos mínimos de ternura. Todo lo contrario. Hammett, lamentablemente, no pudo leer el texto de Hellman sobre la ingrata temporada de canallas. No me imagino la sorpresa que se hubiese llevado de haber tenido la oportunidad de echarle un vistazo al manuscrito. Jamás, quizás, se hubiera creído ese trato tan gélido que su Lillian se atrevía a escribir, ya no estando él en este mundo.

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“Es cierto que Hammett se volvió un radical comprometido, y que yo no lo fui nunca —acota Hellman—. Resulta extraño que, cuando nos conocimos por primera vez, era yo y no él quien había llegado a ciertas conclusiones inconmovibles. Recuerdo estar sentada a su lado en la cama, durante aquellos primeros meses, escuchándolo hablar sobre sus días de detective, cuando un funcionario de la Anaconda Cooper Company le había ofrecido cinco mil dólares por asesinar a Frank Little, el organizador del sindicato. Aún no conocía a Hammett lo suficiente para reconocer la ira velada bajo su voz aparentemente tranquila, la amargura bajo su risa, y por eso le dije:

“—No pudo haberte hecho tal oferta a menos que estuvieras rompiendo huelgas para Pinkerton.

“—Entendiste bien —me dijo.

“Caminé hasta su sala, repitiéndome: ‘No quiero estar aquí, no quiero estar con este hombre’. Regresé a la puerta de su habitación para decírselo. Estaba apoyado sobre el codo, mirando en dirección a la puerta, como si me hubiese estado esperando. Dijo:

“—Sí, claro. ¿Por qué crees que te lo conté?”

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Desde esta historia hasta el encarcelamiento de Hammett, en 1951, dice Hellman que pasaron, tal vez, dos décadas: “En el transcurso de esos veinte años no siempre vivimos juntos, no siempre compartimos la misma casa, ni la misma ciudad, y aun cuando convivíamos teníamos nuestras leyes tácitas, pero estrictas, sobre la intimidad”.

Lo enviaron a la “inmunda” cárcel de West Street, en Nueva York, “en un juicio sin precedentes en el que no se admitió fianza, y luego fue trasladado a la prisión federal de Ashland, Kentucky”.

Lillian Hellman nos refiere que Hammett “estaba enfermizo cuando entró en la cárcel, y salió aún más quebrantado; pero lo tomó todo con ánimo, evidentemente satisfecho de su capacidad de soportar cualquier castigo que le fuera impuesto”. Ella no estaba de acuerdo con esta actitud… quizás porque, con fortuna, jamás fue a dar a la cárcel pese a la amenaza macartista.

“Sea como fuere —dice la dramaturga—, su actitud hacia la cárcel no me hizo ningún bien cuando me vi amenazada de prisión. Yo sabía que no podría soportar lo que él había soportado. Tengo un carácter irascible, que se despierta en los momentos más insólitos por las razones más insólitas, y que, una vez despertado, se encuentra fuera de mi dominio. […] Hammett me conocía, sabía cómo era yo, de modo que cuando me amenazaron con la cárcel, menos de un año después de su excarcelación, se valió de todas sus mañas para salvarme de una prueba que él juzgaba que yo no podría resistir. Quizá tenía razón, quizá no la tenía. Ni entonces ni ahora pude adivinarlo, porque nunca padecimos lo que los franceses llaman una neurosis compartida. Cada uno cargó siempre con su paquete, y ni los intercambiábamos ni los confundíamos”.

Lo curioso de este asunto es que, pese a su voluntariosa frialdad, y que pareciera recalcar más aún en el caso de Hammett —el hombre que, hay que subrayarlo de nuevo, siempre estuvo a su lado mientras la dramaturga padeció el acoso macartista—, esta mujer se daba tiempo de ligar a espaldas de su pareja. Una vez, en el teatro, porque un pelirrojo (“un corpulento irlandés”) le ofreció “el trago de bourbon más enorme que he visto en mi vida”, se enamora de él y, por más que lo busca después del estreno, nadie puede ubicarlo, nadie en el sindicato de luminotécnicos sabe quién estaba esa noche de turno. Ella investiga, en vano. Y el pelirrojo se le escapa de las manos.

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Asimismo, un año después de su histórica comparecencia que la libraría de la cárcel, es decir en 1953 —ocho años antes de la muerte de Hammett—, tuvo también “lo que podría llamarse, por cortesía romántica, un lance amoroso con un hombre al que había despreciado cuando yo tenía 21 años. Su carácter cruel, que a los veinte me divertía, a los cuarenta llegó a parecerme la perversidad misma por su afán de disfrutar del dolor que pudiera infligir a quienes se le acercaran. Yo fui —confiesa Hellman— presa fácil ese año, y luego él mismo reconoció que al comunicarse inicialmente conmigo estaba convencido de que lo sería, de que podría por fin vengar la afrenta que yo le había infligido en mi juventud. Se vengó bien vengado, pero no por mucho tiempo”.

¡Dios mío, incluso se ufana la dramaturga de que no fue por mucho tiempo!

Dejarse amar por un tipo verdaderamente gandalla, y que ella sabía que lo era, a espaldas de Hammett, a quien tampoco seguramente amaba pero nunca cortó con él, es una de esas cosas incomprensibles que me ha dejado con una sensación de molestia luego de releer este Tiempo de canallas, y que aún nadie, mucho menos una mujer, me ha podido explicar con razonables cavilaciones.

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