A la gente no le importan las lágrimas del prójimo, siempre y cuando resulten hermosas de contemplar
Hay quienes creen que un hogar entrañable y pobre poco tiene para ofrecerle a los niños frente a una enorme mansión en la que todos sus antojos son satisfechos. En el libro Los hijos del vidriero, María Gripe nos muestra que la plenitud de los pequeños no consiste, precisamente, en poseerlo todo, pretexto que se usa con frecuencia, y desde hace mucho tiempo, para decidir la separación de los niños de uno o ambos padres.
Los niños como un objeto, como una posesión, como un triunfo. Los niños como silenciosa materia de discordia. Los niños como un campo para el cultivo de la satisfacción personal. En Los hijos del vidriero, la maravillosa escritora sueca Maria Gripe (1923-2007) narra la historia de Klas y Klara, dos pequeños que un día, durante la concurrida feria anual del pueblo, desaparecen sin dejar rastro. Sofía, su madre (bonita como una rosa), y Albert, su padre (el vidriero), quedan abatidos por muchos años tras la pérdida de sus amados hijos.
Así es como Klas (de unos tres o cuatro años) y Klara (que quizá tendría cinco o seis años al momento de ser separada de sus padres) pasan sus días lejos de ellos, ocultos en la Ciudad de Todos los Deseos, a donde fueron llevados por el Señor de este sitio extraordinaria con el fin de satisfacer a la Señora, quien no obstante su eterna sensación de desdicha lo poseía todo: belleza, riqueza y poderío. Sólo un ser misterioso y verdaderamente fantástico, la vieja Aleteo Brisalinda, tiene la habilidad para hacer que Klas y Klara regresen algún día al lado de sus padres. En compañía de Talentoso, su cuervo tuerto, la anciana tejedora de alfombras y adivinadora vive tranquilamente en la cima de la Colina del Patíbulo, en una casita oculta detrás de un manzano admirado por todos debido a la paz que parece reflejar. ¿Alguien acudirá a ella en busca de ayuda?
La única fortuna para Klas y Klara parece ser que de su memoria han desaparecido sus padres, pues para llegar a la Ciudad de Todos los Deseos tuvieron que atravesar el Río de los Recuerdos Olvidados. Desde entonces Klas y Klara ya no son más aquellos pobres y hambrientos hijos del vidriero, ahora tienen frente a sí un futuro brillante, pues son ricos y nobles. Seguramente, para un soplador de cristal y su esposa perder a un par de pequeñines no significa otra cosa que la liberación de una pesada carga. Ya no tendrán que preocuparse por cuidarlos y alimentarlos. Algún día incluso estarán agradecidos por lo que les sucedió. Pensarán que todo aquello no fue más que un sacrificio en pos del bienestar de sus hijos. Como queda claro, el Señor no es entonces un ser malvado que un día les arrebató a unos padres su dicha más grande. Al contrario: todo el mundo puede ahora acreditar su bondad. Sólo que es un hombre ciego: apenas ve lo que quiere ver. Y lo que vio fue el deseo de su Señora por aquellos niños encantadores. Así que decidió satisfacerlo.
¿Cuántas veces, durante un divorcio, no es esto mismo lo que está detrás de la búsqueda frenética por conservar la guarda y custodia de los niños? La mera satisfacción de los cónyuges en disputa. Una guerra feroz que poco tiene que ver siquiera con el deseo de amar y cuidar a un ser en desarrollo, sino con la aniquilación del enemigo. Los hijos como arma de combate. Y cuando la justicia interviene, en su natural ceguera, muchas ocasiones cae en la trampa de suponer que el bienestar de los pequeños está, tal como sucede con Klas y Klara, en una lujosa casa, con los juguetes más estupendos del mundo y donde pueden comer hasta quedar hastiados con todo lo que se les antoje. Pero ¿quién cuida de su alma, quién evalúa sus emociones, quién vigila su paz, quién les pregunta a los pequeños lo que desean? Alma, emociones, paz y deseos de los pequeños son elementos tan ambiguos que poco importan. Sobre ellos pesan los dictámenes científicos por parte de profesionales calificados que auxilian a los juzgadores (y también a aquel cónyuge que puede pagar por obtener los servicios de los mejores profesionales calificados).
La madre o el padre que ama verdaderamente a sus hijos (como Sofía y Albert aman a Klas y Klara, según nos cuenta Maria Gripe en su libro) y que está impedido por su cónyuge para interactuar con ellos, se ve forzado a continuar con su existencia soportando el enorme peso de la ausencia. Deambulando por la vida a la espera de que el otro (o la otra) le permita ver, abrazar y convivir con aquellos pequeños que también son parte de él (o de ella). En Los hijos del vidriero (Ediciones SM) Sofía intenta sobreponerse a la pérdida de Klas y Klara cavilando tristemente, mientras Albert (el vidriero) se sumerge en su trabajo. Pero, sin sus hijos, algo es muy distinto en su labor para Albert: ahora todas sus obras parecen enormes lágrimas heridas por la luz. La gente se ha dado cuenta de ello y al tener las creaciones de Albert entre sus manos suspira y admira maravillada ante la triste belleza que de ellas emana. Porque “a la gente no le importan las lágrimas del prójimo, siempre y cuando resulten hermosas de contemplar”.
Sofía, en cambio, guiada por su corazón, un día salta de la cama empujada por una desazón que la mete en un trance y que la lleva a ponerse en acción. Una certeza domina ahora su mente: la anciana Aleteo Brisalinda le dijo, en alguna ocasión, que si alguna desgracia le sucedía, ella podría ayudarla donde quiera que fuera. Así que Sofía comienza a caminar a la luz de la luna. El pueblo duerme, pero en lo alto de la vieja Colina del Patíbulo, bajo el manzano, se vislumbraba una tenue luz en la ventana.
Albert, sin siquiera pensarlo, asume que el trabajo lo salvara del precipicio en el que se hunde. Como hacen muchos hombres. Sofía, por el contrario, medita, penetra en sus sensaciones, se sumerge en sueños y de toda esa energía acumulada finalmente brota la acción que la lleva a caminar por la oscuridad, decidida a encontrarse con ese tenue rayo de luz que, en la cima de una colina, parece ser su única esperanza. Como hacen muchas mujeres.
Así, pues, la satisfacción del deseo de muchos padres que han decidido separarse los hace olvidar la voluntad y las emociones de los pequeños. Para ellos, los hijos no son sino una extensión de su propio yo. Lo que los lleva a creer que lo mejor para ellos es también lo mejor para los niños. Pero los niños, sin duda, carecen de los deseos de poder, de dominio, de control y de venganza que impulsan muchas veces a la mamá o al papá que busca obtener la posesión de los hijos. Como lo dice la investigadora Ana Cristina de la Cruz, de la Universidad Nacional de Córdoba Argentina, en un artículo sobre el divorcio destructivo: estos padres se ven a sí mismos como impecables, víctimas de su antigua pareja, incapaces de reconocer cualquier responsabilidad en los problemas familiares. Mantienen la relación a través del conflicto y se instala en ellos el miedo a perder el papel de cuidador principal. Así que, entre otras cosas, ponen a sus hijos o hijas como eje central de su existir y les dedican todo su tiempo. Es habitual, por otro lado, que se aprovechen de la sensibilidad social acerca de ciertos temas, como el abuso sexual, la negligencia y la violencia doméstica, para lograr sus objetivos: “Las mujeres se basan en la creencia de la menor capacidad del varón para la crianza de los hijos, aparte de la presión social del rol de madre”.
En esta clase de conflictos, muchos niños, sin importar los lujos y bienes materiales de los que estén rodeados, sin importar que sean tan obedientes y bien educados, pierden, como Klas y Klara, su propio reflejo. Les resulta difícil reconocerse. La sorpresa y la alegría desaparecen de su rostro. En su cara domina por mucho tiempo la tristeza y la inquietud. Así que prefieren no reconocerse, ausentarse de sí mismos, esquivar su imagen llena de desazón. Prefieren ignorar su desgracia y permanecer solos, aunque estén en compañía de otros. Quizá, como Klas y Klara, con el paso del tiempo todo lo olviden gracias al Río de los Recuerdos Perdidos, pero también como ellos habrá veces en que se extrañarán de por qué sienten una cierta aprensión o por qué en ocasiones el corazón les brinca en el pecho por temor a mirarse en un espejo y encontrarlo vacío. Puede pasarles, como a Klas y Klara, que despierten a medianoche creyendo estar fuertemente encadenados. Pero quizá para entonces tengan a su lado a alguien como Sofía, que, encendiendo una tenue luz, les diga que todo ha sido apenas un sueño. Y los sueños, como los ríos, fluyen.