Del Rey: de un Reino
Cada infuso agosto José de Jesús Sampedro vuelve a Elvis Presley. “Incluso bajo el estigma público de su obesidad. De su incoherencia. De su auto parodia enferma”, dice aquí el escritor zacatecano, “siempre amé a Elvis Presley. Me fue imposible no amarlo”. Y sí, tiene razón: es imposible no amarlo…
Desde hace impostergablemente cuarenta años, cada infuso agosto vuelvo a Elvis Presley. Justo, a Elvis Presley. De manera inversa: no sabría decir cuándo me descubrí bajo su audible e inaudible influjo. Mitad humor. Mitad tristeza. Recuerdo hoy sólo que al darme cuenta mi infancia otra estaba aun llena de Elvis Presley. También recuerdo cómo casi todo el fin de semana mi ambiguo barrio paterno estaba entonces todo a merced del extraordinario ritmo de algunas de sus aspaventosas interpretaciones: “Heartbreak hotel”, “Don’t be cruel”, “Hound dog”, “All shook up”… La mortecina luz de un sábado quizá típico caía a ráfagas del crepúsculo y la remota y dúctil voz de Elvis Presley era el nuevo eco del fin del mundo. Del feo y del cáustico viejo mundo. Ahora bien: yo nunca fui un teddy boy ni tampoco fui ningún rebel without cause, pero el Gran Rock y el Gran Roll (lo denomina así Samuel R. Delany dentro de su The Einstein Intersection, novela ésta de culto) aliterado o creado por Elvis Presley, me avasalló y me fascinó de inmediato. Lógico: era un fenómeno inductivo. Elvis Presley constituiría la novedad, el mito. La vida misma manifestándose versus el oscuro páramo de las (hacia aquella época) indeterminadas sociedades industriales. Lógico también: Elvis Presley trasladaba un fragmento intenso del sur rural hasta las arterias blandas de las metrópolis y universalizaba un plano estético (y filosófico y ético, posteriormente). El moderno héroe atravesando apenas las difusas líneas de un futuro que habrá de transmutar del diplomático enfrentamiento bélico al ostentoso cinismo bélico: Elvis Presley inauguraría la historia afín al adolescente, a su instantánea y lírica o perpetua y dramática historia, ya intuida acaso como algo único. La compleja problemática ontológica juvenil emergió así del cofre vacuo de un mago y el Gran Rock y el Gran Roll devino soundtrack de una experiencia capaz de darle un vuelco a las fallidas tesis de los adultos. Aunque por desgracia (soez dialéctica de lo vívido), Elvis Presley sería después banalizado por un adulto: por aquel severo e inicuo coronel Parker, quien instauró asimismo el perfil contemporáneo del asesor, del intermediario modelo. No importa: siempre amé a Elvis Presley. Me fue imposible no amarlo. Incluso bajo el estigma público de su obesidad. De su incoherencia. De su auto parodia enferma… Por ello celebré la oportuna aparición del cuádruplo mini elepé Complete: ‘68 Comeback Special: 40th Anniversary, que testimonia el maravilloso concierto ofrecido por Elvis Presley para la NBC, precisamente en 1968. Oírlo implica oírse en Elvis Presley: o absorbe o aísla. Derruye el muro ilimite que rodea su indigna muerte (preciso: cualquier muerte resulta indigna). Y relativiza el cátaro gnosticismo expreso en esta frase del agnóstico Jean-Paul Sartre: “Un cuerpo atrapado en la necesidad y arrojado a una brutal aventura”.