“Tú, que aún existes, bebe, goza de la vida…, y luego ven”
El pasado 20 de mayo, a los 89 años, partió de esta tierra el poeta de las emociones y la tolerancia: Francisco Brines, el más reciente Premio Cervantes y uno de los grandes de la generación poética del 50. Francisco Brines Bañó había nacido el 22 de enero de 1932 en Oliva (Valencia, España). Tras estudiar en las universidades de Deusto, Valencia y Salamanca, y licenciarse en Derecho, continuaría en la Universidad Complutense de Madrid con los estudios de Filosofía y Letras. Sin embargo, desde siempre su gran pasión fue la escritura, que compaginó con la docencia, siendo profesor de literatura española en la Universidad de Oxford. Alternó su actividad poética con recitales y conferencias. En noviembre de 2020, Francisco Brines había sido galardonado con el Premio de Literatura en lengua castellana “Miguel de Cervantes”; el jurado le había otorgado el reconocimiento por “su obra poética, que va de lo carnal y lo puramente humano a lo metafísico, lo espiritual, hacia una aspiración de belleza e inmortalidad. Es el poeta intimista de la generación del 50 que más ha ahondado en la experiencia del ser humano individual frente a la memoria, el paso del tiempo y la exaltación vital. Francisco Brines es uno de los maestros de la poesía española actual y su magisterio es reconocido por todas las generaciones que le suceden”. Admirador de la obra de Gonzalo de Berceo, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, Juan Ramón Jiménez y Neruda, con su muerte se ha apagado la voz de uno de los grandes poetas españoles e iberoamericanos, autor de obras de referencia como Las brasas (1960), Palabras a la oscuridad (1966), Aún no (1971) o El otoño de las rosas (1986). En Salida de Emergencia queremos recordar su palabra encendida y exacta, luminosa y libre, con esta selección de poemas…
El regreso del mundo
Abrir los ojos, después de que la noche
recluyera los astros en su amplia cueva rasa,
y ver, tras del cristal,
ya visibles los pájaros
en el fanal aún pálido del sol,
moviéndose en las ramas.
Y cantos que hacen mía la bóveda del aire.
Y sentir que aún me late en el pecho
el corazón del niño aquel,
y amar, en la mañana, la vida que pasó,
y esta maga sorpresa
de amar aún el mundo en la mañana.
Y en el nombre del mar, que está lejano
y azul, siempre tendido
desde el remoto amanecer del mundo,
persignarme la frente, luego el pecho,
los delicados hombros que ahora rozo,
y besar, con los labios del niño rescatado,
este mundo tan viejo,
que hoy no alcanzo a saber
por qué, si el amor no se ha muerto,
me quiere abandonar.
Amor en Agriento
Es la hora del regreso de las cosas,
cuando el campo y el mar se cubren de una sombra lenta
y los templos se desvanecen, foscos, en el espacio;
tiemblan mis pasos en esta isla misteriosa.
Yo te recuerdo, con más hermosura tú
que las divinidades que aquí fueron adoradas;
con más espíritu tú, pues que vives.
Hay una angustia en el corazón
porque te ama,
y estas viejas columnas nada explican:
Unos ardientes ojos, cierta vez, miraron esta tierra
y descubrieron orígenes diversos en las cosas,
y advirtieron que espíritus opuestos los enlazaban
para que hubiese cambio, y así explicar la vida.
Esta tarde, con los ojos profundos, he descubierto la intimidad
del mundo:
Con sólo aquel principio, el que albergaba el pecho,
extendí la mirada sobre el valle;
mas pide el universo para existir el odio y el dolor,
pues al mirar el movimiento creado de las cosas
las vi que, en un momento, se extinguían,
y en las cosas el hombre.
La ciudad, elevada, se ha encendido,
y oyen los vivos largos ladridos por el campo:
éste es el tránsito de la muerte, confundiéndose con la vida.
Estas piedras más nobles, que sólo el tiempo las tocara,
no han alcanzado aún el esplendor de tu cabello
y ellas, más lentas, sufren también el paso inexorable.
Yo sé por ti que vivo en desmesura,
y este fuerte dolor de la existencia
humilla al pensamiento.
Hoy repugna al espíritu
tanta belleza misteriosa, tanto reposo dulce, tanto engaño.
Esta ciudad será un bello lugar para esperar la nada
si el corazón alienta ya con frío,
contemplar la caída de los días,
desvanecer la carne.
Mas hoy, junto a los templos de los dioses,
miro caer en tierra el negro cielo
y siento que es mi vida quien aturde a la muerte.
Aquel verano de mi juventud
Y qué es lo que quedó de aquel viejo verano
en las costas de Grecia?
¿Qué resta en mí del único verano de mi vida?
Si pudiera elegir de todo lo vivido
algún lugar, y el tiempo que lo ata,
su milagrosa compañía me arrastra allí,
en donde ser feliz era la natural razón de estar con vida.
Perdura la experiencia, como un cuarto cerrado de la infancia;
no queda ya el recuerdo de días sucesivos
en esta sucesión mediocre de los años.
Hoy vivo esta carencia,
y apuro del engaño algún rescate
que me permita aún mirar el mundo
con amor necesario;
y así saberme digno del sueño de la vida.
De cuanto fue ventura, de aquel sitio de dicha,
saqueo avaramente
siempre una misma imagen:
sus cabellos movidos por el aire,
y la mirada fija dentro del mar.
Tan sólo ese momento indiferente.
Sellada en él, la vida.
Causa del amor
Cuando me han preguntado la causa de mi amor
yo nunca he respondido: Ya conocéis su gran belleza.
(Y aún es posible que existan rostros más hermosos.)
Ni tampoco he descrito las cualidades ciertas de su espíritu
que siempre me mostraba en sus costumbres,
o en la disposición para el silencio o la sonrisa
según lo demandara mi secreto.
Eran cosas del alma, y nada dije de ella.
(Y aún debiera añadir que he conocido almas superiores.)
La verdad de mi amor ahora la sé:
vencía su presencia la imperfección del hombre,
pues es atroz pensar
que no se corresponden en nosotros los cuerpos con las almas,
y así ciegan los cuerpos la gracia del espíritu,
su claridad, la dolorida flor de la experiencia,
la bondad misma.
Importantes sucesos que nunca descubrimos,
o descubrimos tarde.
Mienten los cuerpos, otras veces, un airoso calor,
movida luz, honda frescura;
y el daño nos descubre su seca falsedad.
La verdad de mi amor sabedla ahora:
la materia y el soplo se unieron en su vida
como la luz que posa en el espejo
(era pequeña luz, espejo diminuto);
era azarosa creación perfecta.
Un ser en orden crecía junto a mí,
y mi desorden serenaba.
Amé su limitada perfección.
Con quién haré el amor
En este vaso de ginebra bebo
los tapiados minutos de la noche,
la aridez de la música, y el ácido
deseo de la carne. Sólo existe,
donde el hielo se ausenta, cristalino
licor y miedo de la soledad.
Esta noche no habrá la mercenaria
compañía, ni gestos de aparente
calor en un tibio deseo. Lejos
está mi casa hoy, llegaré a ella
en la desierta luz de madrugada,
desnudaré mi cuerpo, y en las sombras
he de yacer con el estéril tiempo.
Vuelve la hora feliz. Y es que no hay nada
sino la luz que cae en la ciudad
antes de irse la tarde,
el silencio en la casa y, sin pasado
ni tampoco futuro, yo.
Mi carne, que ha vivido en el tiempo
y lo sabe en cenizas, no ha ardido aún
hasta la consunción de la propia ceniza,
y estoy en paz con todo lo que olvido
y agradezco olvidar.
En paz también con todo lo que amé
y que quiero olvidado.
Volvió la hora feliz.
Que arribe al menos
al puerto iluminado de la noche.
El porqué de las palabras
No tuve amor a las palabras;
si las usé con desnudez, si sufrí en esa busca,
fue por necesidad de no perder la vida,
y envejecer con algo de memoria
y alguna claridad.
Así uní las palabras para quemar la noche,
hacer un falso día hermoso,
y pude conocer que era la soledad el centro de este mundo.
Y sólo atesoré miseria,
suspendido el placer para experimentar una desdicha nueva,
besé en todos los labios posada la ceniza,
y fui capaz de amar la cobardía porque era fiel y era digna
del hombre.
Hay en mi tosca taza un divino licor
que apuro y que renuevo;
desasosiega, y es
remordimiento;
tengo por concubina a la virtud.
No tuve amor a las palabras,
¿cómo tener amor a vagos signos
cuyo desvelamiento era tan sólo
despertar la piedad del hombre para consigo mismo?
En el aprendizaje del oficio se logran resultados:
llegué a saber que era idéntico el peso del acto que resulta de
lenta reflexión y el gratuito,
y es fácil desprenderse de la vida, o no estimarla,
pues es en la desdicha tan valiosa como en la misma dicha.
Debí amar las palabras;
por ellas comparé, con cualquier dimensión del mundo externo:
el mar, el firmamento,
un goce o un dolor que al instante morían;
y en ellas alcancé la raíz tenebrosa de la vida.
Cree el hombre que nada es superior al hombre mismo:
ni la mayor miseria, ni la mayor grandeza de los mundos,
pues todo lo contiene su deseo.
Las palabras separan de las cosas
la luz que cae en ellas y la cáscara extinta,
y recogen los velos de la sombra
en la noche y los huecos;
mas no supieron separar la lágrima y la risa,
pues eran una sola verdad,
y valieron igual sonrisa, indiferencia.
Todo son gestos, muertes, son residuos.
Mirad al sigiloso ladrón de las palabras,
repta en la noche fosca,
abre su boca seca, y está mudo.
En el cansancio de la noche…
En el cansancio de la noche,
penetrando la más oscura música,
he recobrado tras mis ojos ciegos
el frágil testimonio de una escena remota.
Olía el mar, y el alba era ladrona
de los cielos; tornaba fantasmales
las luces de la casa.
Los comensales eran jóvenes, y ahítos
y sin sed, en el naufragio del banquete,
buscaban la ebriedad
y el pintado cortejo de alegría. El vino
desbordaba las copas, sonrosaba
la acalorada piel, enrojecía el suelo.
En generoso amor sus pechos desataron
a la furiosa luz, la carne, la palabra,
y no les importaba después no recordar.
Algún puñal fallido buscaba un corazón.
Yo alcé también mi copa, la más leve,
hasta los bordes llena de cenizas:
huesos conjuntos de halcón y ballestero,
y allí bebí, sin sed, dos experiencias muertas.
Mi corazón se serenó, y un inocente niño
me cubrió la cabeza con gorro de demente.
Llegábamos exhaustos, con la carne tirante, algo seca.
Un aire inmóvil, con flecos de humedad,
flotaba en el lugar.
Todo estaba dispuesto.
La niebla, aún más cerrada,
exigía partir. Yo tenía los ojos velados por las lágrimas.
Dispusimos los remos desgastados
y como esclavos, mudos,
empujamos aquellas aguas negras.
Mi madre me miraba, muy fija, desde el barco
en el viaje aquel de todos a la niebla.
Fijé mis ojos lúcidos
en quien supo escoger con tino más certero:
aquel que en un rincón, dando a todo la espalda,
llevó a sus frescos labios
una taza de barro con veneno.
Y brindando a la nada
se apresuró en las sombras.
Alocución pagana
¿Es que, acaso, estimáis que por creer
en la inmortalidad,
os tendrá que ser dada?
Es obra de la fe, del egoísmo
o la desolación.
Y si existe, no importa no haber creído en ella:
respuestas ignorantes son todas las humanas
si a la muerte interroga.
Seguid con vuestros ritos fastuosos, ofrendas a los dioses,
o grandes monumentos funerarios,
las cálidas plegarias, vuestra esperanza ciega.
O aceptad el vacío que vendrá,
en donde ni siquiera soplará un viento estéril.
Lo que habrá de venir será de todos,
pues no hay merecimiento en el nacer
y nada justifica nuestra muerte.
Sombrío ardor
No como las estrellas, que dan luz,
mas también incontables cual los átomos
que habitan negros en las hondas cuevas,
los encuentros del cuerpo, sin amor,
sólo son actos de tinieblas. Nada
perdura en mí de aquellos miembros, dicha,
fuego, sonrisa. El sombrío ardor
desvaneció su huella en la memoria,
dejó solo un cansancio. Y ahora vuelvo
al encuentro del cuerpo en las tinieblas,
y en el sombrío ardor toco la vida,
espectro lujurioso. Rueda el tiempo
por las sordas paredes de este cuarto,
y siento que la vida se deshace.
Escucho el corazón, y su latido
oscuro nada dice, fuego implora,
mendiga eternidad para la carne.
Merecida la luz nos la destruyen,
¿en dónde está?; mirad con cuánta prisa
hemos llegado al hueco sofocante.
El más hermoso territorio
El ciego deseoso recorre con los dedos
las líneas venturosas que hacen feliz su tacto,
y nada le apresura. El roce se hace lento
en el vigor curvado de unos muslos
que encuentran su unidad en un breve sotillo perfumado.
Allí en la luz oscura de los mirtos
se enreda, palpitante, el ala de un gorrión,
el feliz cuerpo vivo.
O intimidad de un tallo, y una rosa, en el seto,
en el posar cansado de un ocaso apagado.
Del estrecho lugar de la cintura,
reino de siesta y sueño,
o reducido prado
de labios delicados y de dedos ardientes,
por igual, separadas, se desperezan líneas
que ahondan, muy gentiles, el vigor más dichoso de la edad,
y un pecho dejan alto, simétrico y oscuro.
Son dos sombras rosadas esas tetillas breves
en vasto campo liso,
aguas para beber, o estremecerlas.
Y un canalillo cruza, para la sed amiga de la lengua,
este dormido campo, y llega a un breve pozo,
que es infantil sonrisa,
breve dedal del aire.
En esa rectitud de unos hombros potentes y sensibles
se yergue el cuello altivo que serena,
o el recogido cuello que ablanda las caricias,
el tronco del que brota un vivo fuego negro,
la cabeza: y en aire, y perfumada,
una enredada zarza de jazmines sonríe,
y el mundo se hace noche porque habitan aquélla
astros crecidos y anchos, felices y benéficos.
Y brillan, y nos miran, y queremos morir
ebrios de adolescencia.
Hay una brisa negra que aroma los cabellos.
He bajado esta espalda,
que es el más descansado de todos los descensos,
y siendo larga y dura, es de ligera marcha,
pues nos lleva al lugar de las delicias.
En la más suave y fresca de las sedas
se recrea la mano,
este espacio indecible, que se alza tan diáfano,
la hermosa calumniada, el sitio envilecido
por el soez lenguaje.
Inacabable lecho en donde reparamos
la sed de la belleza de la forma,
que es sólo sed de un dios que nos sosiegue.
Rozo con mis mejillas la misma piel del aire,
la dureza del agua, que es frescura,
la solidez del mundo que me tienta.
Y, muy secretas, las laderas llevan
al lugar encendido de la dicha.
Allí el profundo goce que repara el vivir,
la maga realidad que vence al sueño,
experiencia tan ebria
que un sabio dios la condena al olvido.
Conocemos entonces que sólo tiene muerte
la quemada hermosura de la vida.
Y porque estás ausente, eres hoy el deseo
de la tierra que falta al desterrado,
de la vida que el olvidado pierde,
y sólo por engaño la vida está en mi cuerpo,
pues yo sé que mi vida la sepulté en el tuyo.
Donde muere la muerte
Donde muere la muerte,
porque en la vida tiene tan sólo su existencia.
En ese punto oscuro de la nada
que nace en el cerebro,
cuando se acaba el aire que acariciaba el labio,
ahora que la ceniza, como un cielo llagado,
penetra en las costillas con silencio y dolor,
y un pañuelo mojado por las lágrimas se agita
hacia lo negro.
Beso tu carne aún tibia.
Fuera del hospital, como si fuera yo, recogido
en tus brazos,
un niño de pañales mira caer la luz,
sonríe, grita, y ya le hechiza el mundo,
que habrá de abandonarle.
Madre, devuélveme mi beso.
Epitafio romano
«No fui nada, y ahora nada soy.
Pero tú, que aún existes, bebe, goza
de la vida…, y luego ven.»
Eres un buen amigo.
Ya sé que hablas en serio, porque la amable piedra
la dictaste con vida: no es tuyo el privilegio,
ni de nadie,
poder decir si es bueno o malo
llegar ahí.
Quien lea, debe saber que el tuyo
también es mi epitafio. Valgan tópicas frases
por tópicas cenizas.