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Las siete décadas y media de Patrick Süskind

De profundidades literarias

Marzo, 2024

Es un hombre extremadamente discreto: no concede entrevistas, rechaza cualquier tipo de correspondencia, evita las apariciones públicas y únicamente circulan tres o cuatro fotografías fechadas en diferentes años; de ahí que los pocos detalles que se conocen de su vida se deben, sobre todo, a las pistas que han dejado sus amigos y conocidos en sus memorias o artículos de la prensa alemana país donde nació en 1949. Este ostracismo voluntario, de hecho, sólo permite aventurar que sigue con vida y que este 26 de marzo celebrará (de nuevo, discretamente) su 75 cumpleaños. Lo que sí se sabe de él es que ha ejercido de guionista de cine y televisión, y que su obra literaria incluye una pieza de teatro, dos novelas cortas, un libro de cuentos y es el autor de El Perfume, novela convertida en superventas y que le valió inmediata notoriedad mundial. Víctor Roura celebra aquí a Patrick Süskind, un “retratista del absurdo, un irónico de la cotidianeidad”…

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Patrick Süskind, en siete páginas, recrea en un brevísimo cuento los malabares de la crítica, de esa crítica que se regodea en el lenguaje para concluir premisas vacuas, rimbombantes, llamativas pero sin fondo. Es sabido que, dentro del periodismo cultural, hay demasiada crítica que se vierte incluso por personas que en su vida han movido un dedo en el arte. Hay críticos que a la segunda visita a un museo ya quieren escribir un artículo para criticar la exposición recién visitada. Ahí están, ¡ay!, los críticos de libros que, de no ser el volumen del amigo, le encuentran, o le buscan, desperfectos a las líneas aparentemente perfectas.

“A una joven de Stuttgart que hacía bellos dibujos dijo un crítico —narra Süskind—, sin mala intención y llevado del deseo de estimularla, con motivo de su primera exposición:

“—Su trabajo denota talento y expresividad, pero adolece de falta de profundidad”.

A partir de ahí se suscita una inquietud en la protagonista que la lleva a la desesperación, al desconsuelo, a la perturbación.

“La joven se quedó sin saber qué quería decir aquel hombre y pronto olvidó la observación. Pero dos días después apareció en el periódico una reseña del crítico en la que se leía: La joven artista posee mucho talento y sus obras, a primera vista, causan una grata impresión; pero, por desgracia, denotan poca profundidad”.

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El autor de El perfume, su obra más conocida (y que le causara problemas legales porque, en la cúspide del éxito de ventas, fue tildado de impostor y secuestrador de ideas), sabe muy bien cómo manejar la brevedad literaria. En su libro El contrabajo (Seix Barral, 1986) vierte un admirable monólogo de un músico de orquesta disminuido por quienes lo rodean. Y en La historia del señor Sommer (Seix Barral, 1991) cuenta las andanzas de un hombre que no ceja en su intento de recorrer los caminos sin otro objetivo que no sea el de caminarlos. El del señor Sommer es un relato hermoso que merece ser contado a los niños del mundo. Con su libro Un combate y otros relatos (Seix Barral, 1996) incluye cuatro brevísimos cuentos, mas no por ello insustanciales.

El escritor y guionista Patrick Süskind.

La joven a la que le faltaba profundidad, según la crítica, se atormentó: “Esto hizo que la joven empezara a cavilar. Miró sus dibujos y buscó en viejas carpetas. Examinó los trabajos terminados y los que tenía en curso. Al fin, cerró los tarros de las pinturas, limpió los pinceles y se fue a pasear. Aquella noche estaba invitada a una fiesta. Los asistentes parecían haber aprendido de memoria la dichosa crítica y todos alababan el talento que reflejaban sus dibujos y de la grata impresión que causaban ya a la primera ojeada. Pero, aguzando el oído, del murmullo de fondo y de boca de los que estaban de espaldas, la joven oía:

“—Le falta profundidad. Eso. Mala no es, pero no tiene profundidad”.

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Retratista del absurdo, irónico de la cotidianeidad, Süskind (Alemania, 26 de marzo de 1949) es habilidoso ante los sucesos comunes y corrientes: los mira con otros ojos, con ojos no entregados a la superficialidad, con ojos que miran la aparente invisibilidad de las diarias minucias. Pero es implacable. Süskind, a pesar de su corta obra (menos de una decena de libros en cuatro décadas), es un ironizador cortante, un fabulista cortés pero arriesgado en sus visiones. Pareciera reírse de todo, y de todos nosotros. Pareciera un literato entregado a la burla de sus congéneres. Süskind mira a la humanidad y se lamenta de las consecuencias banales del hombre, pero no es un amargado ni un aburrido, ni cuando fue denunciado de plagiario al dictaminar negativamente un ensayo sobre aromas y perfumerías de Alain Corbin editado posteriormente ya no en la editorial suiza Diógenes, para la que trabajaba entonces Süskind, sino en la francesa Aubier-Montaigne. No hay certezas sobre ese escabroso asunto, pero sí se aireó, fastidiosamente para Süskind, bastante hacia la mitad de los ochenta. ¿Coincidencia o plagio? Quizás una coincidencia demasiado inoportuna.

Quizás.

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Como Gustave Flaubert en su Diccionario de los prejuicios, donde pone en relieve la estulticia común de los hombres y mujeres, Süskind con lentitud en su obra va retratando la debilidad azarosa de la humanidad, tal como se aprecia en su relato “La atracción de la profundidad”: “Durante toda la semana, la joven no dibujó. Estuvo encerrada en su casa, sin hablar con nadie. No tenía en la cabeza más que un solo pensamiento, que apresaba y engullía todos los demás, cual pulpo de la profundidad marina: ‘¿Por qué no tengo profundidad?’ A la semana siguiente, la joven trató de dibujar, pero no pasó de unos apuntes torpes. A veces no conseguía trazar ni una línea. Un día, la mano le temblaba de tal manera que no acertaba a meter el pincel en el tarro. Entonces se echó a llorar y exclamó:

“—¡Es verdad, sí, me falta profundidad!”

Una de las raras fotografías que existen de Patrick Süskind. / Foto: Hans Kumpf (2012).

Süskind nos va acercando a la desesperación (o desesperanza) íntima, pero también, en una pincelada diestra, nos exhibe el mundo apócrifo de la crítica cultural. Tal como Oscar Wilde en sus ensayos del “crítico artista” (“siempre es más difícil destruir que crear, y cuando lo que tenemos que destruir es la vulgaridad y la estupidez, la tarea de destrucción requiere no sólo valentía, sino también desprecio”), donde cavila acerca de la responsabilidad de un crítico, que puede también ser un artista si sabe dominar el arte de la reflexión y los argumentos de la razón, Süskind maneja la historia de la profundidad desde la perspectiva de la sutil ignorancia: ¿por qué los autorizados en las materias de la cultura son tan inconscientemente irresponsables? La joven de su cuento empieza a dudar de sí misma porque no sabe con exactitud qué quiere decir la crítica cuando dice que a ella le falta profundidad en su obra.

“Con motivo de una exposición que se celebraba en el Museo Municipal bajo el lema Quinientos años de dibujo europeo, la joven se inscribió en un seminario dirigido por su mentor en arte. Mientras contemplaban una lámina de Leonardo da Vinci, de pronto, ella se adelantó y preguntó:

“—Disculpe, ¿podría decirme si este dibujo tiene profundidad?

“El maestro, con una amplia sonrisa, respondió:

“—Señorita, si quiere tomarme el pelo, tiene usted que ser más lista.

“Toda la clase se rió, pero ella lloró amargamente al llegar a su casa”.

La muchacha, “que tan bellos dibujos había hecho”, se hundía cada vez más. Se adentró en la soledad de la duda, dejó de pintar, se abandonó a la desolación. Cuando se le acabó el dinero producto de una inesperada herencia (que le duró tres años), “ella rompió todos sus dibujos, subió a la torre de la televisión y saltó desde una altura de ciento treinta y nueve metros”.

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La joven promesa se mató, decepcionada de no poseer profundidad en su arte. Pero a su muerte, sin ella saberlo, las críticas surgieron de nuevo. El crítico que la criticara por su ausencia de profundidad, escribió, consternado: “Una y otra vez es, para nosotros, los que quedamos, causa de honda aflicción ver cómo una persona joven y con talento no encuentra la fuerza necesaria para afianzarse en la escena cultural. Porque para ello hace falta algo más que el patrocinio del Estado y el mecenazgo privado; lo esencial es, en el ámbito personal, la dedicación absoluta y, en el entorno artístico, una actitud estimulante y receptiva. Pero se diría que en esta personalidad ya desde el principio apuntaba el germen de este trágico final. Porque, ¿acaso no se observa ya en sus primeros trabajos, pese a su aparente ingenuidad, ese desgarro estremecedor que se traduce en una esforzada disciplina cromática con la que expresa su mensaje, no se adivina ya la espiral centrípeta y lacerante de una rebelión de la criatura contra su propio yo, visceral y manifiestamente destructiva? ¿No se percibe esa fatídica y hasta diría inexorable atracción de la profundidad?”

¿No hay allí una punzante vacuidad crítica cultural?

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