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John Lennon, 40 años después

El lunes 8 de diciembre de 1980, un joven se acercó hacia John Lennon y Yoko Ono que, ya de noche, entraban a su casa en el edificio Dakota, junto a Central Park (Nueva York), y le gritó “¡Oye, John!”. Segundos después, el hombre, de 25 años, disparó al músico cinco veces con una pistola de calibre 38. El exBeatle murió poco después. Tenía 40 años. Mark David Chapman era aquel joven, hoy ya un hombre de 65 que lleva cuatro décadas en prisión. Él mismo admite que merecía la pena de muerte; sin embargo, fue condenado entonces a cadena perpetua. El pasado agosto, Chapman volvió a solicitar la libertad condicional, que le fue denegada por undécima vez. En este diciembre de 2020, se cumplen cuatro décadas de aquel día, de aquel “despreciable acto”, como el propio Chapman lo ha denominado…


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El portero del Edificio Dakota, Jay Hastings, leía una revista cuando escuchó varios disparos afuera del recinto, y enseguida el ruido de vidrios rompiéndose.

Dice el periodista Gregory Katz que, entonces, Hastings se paralizó. Oyó que alguien subía por la escalera. John Lennon entró tambaleándose, con una expresión horrible y confusa en la cara. Yoko le seguía, gritando:

—¡Le dispararon a John, le dispararon a John!

Al principio, dice Katz (fallecido, por cierto, en junio de 2020 a causa del covid-19), Hastings pensó que era una broma loca. Lennon dio algunos pasos más y se derrumbó sobre el piso, esparciendo las cintas de su última grabación, que llevaba en las manos.

Fueron los policías Jim Moran y Bill Gamble los que lo condujeron en su patrulla al hospital Roosevelt, pasadas las once de la noche del 8 de diciembre de 1980.

—Estaba muerto al llegar —explicó Stephan Lynn, director del servicio de salas de urgencia—. Se llevaron a cabo intensos esfuerzos por resucitarlo; pero, a pesar de las transfusiones y de muchos intentos, no se le pudo revivir.

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Su asesino el texano Mark David Chapman, ahora con 65 años de edad (aún recluido en la cárcel de máxima seguridad Wende, en el oeste de Nueva York, mas espera ver la luz citadina en 2021 si el juez procede a condicionar su libertad), perdonado incluso por el papa Juan Pablo II, sigue sin saber con exactitud las razones de su impulso criminal. Por algo Yolanda Vargas Dulché (1926-1999), en una historieta editada en México cuatro años después de la muerte del beatle, mandó pintar a Chapman con colmillos de Drácula y cuernos de Satán. El retrato convencional de un monstruo.

Lo curioso es que cuando se habla ahora de Lennon se nos aparece milagrosamente el rostro de Yoko Ono. No en vano la señora de Lennon se ha empecinado en querernos demostrar que ella es la otra cara del músico británico, muerto 60 días después de haber cumplido los 40 años de edad. El guitarrista incluso le había agregado a su nombre, oficialmente, el de Ono: ya se llamaba John Winston Ono Lennon.

Y lo más parecido a Lennon quizá efectivamente haya sido la japonesa Yoko Ono, pero creativamente ambos son, eran, muy distantes. Lennon poseía la intuición musical; Yoko, el modo de hacerla redituable.

La pareja eficaz, financieramente. Con el paso de los años el nombre de John Lennon pasó a ser una marca registrada en favor de Yoko, al grado de verse obligado Paul McCartney, por ejemplo, a eliminar de sus registros históricos las fotos que tenía junto a Lennon, porque la imagen del beatle le pertenecía exclusivamente a Yoko, a nadie más.

Yoko Ono se apodera hasta del fantasma que aún ronda en este mundo, no en vano es la doble del beatle ausente.

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Una tarde, mediante la bocina telefónica, Lennon le dijo a Julia, su media hermana menor, que si quería podía vivir en la Isla Dornish, situada en la parte oeste de la costa de Irlanda, que su hermano había comprado pero nunca habitado. “No tenía ni agua corriente, ni electricidad, ni ningún tipo de alojamiento; los últimos habitantes fueron unos hippies”.

Para ti, si la quieres, le dijo John, “puedes ir y quedarte allí. Vive como una salvaje…” Cuando Julia Baird le mencionó la falta de agua, pensando quizá que Lennon le iba a responder que se la instalaría, sólo escuchó del otro lado de la línea telefónica: “Bueno, pues bebe cerveza”.

La única reflexión de Baird no podía ser sino ésta: “¡Qué atolondrado era John! Siempre era así. Sin juicio y poco práctico”.

John Lennon, mi hermano (1988) es un libro donde no se sabe nada nuevo acerca de las ideas de Lennon, sino que su familia es una de las más encantadoras de Inglaterra en la cual reinaba el matriarcado: “Nuestros tíos eran así. Nunca fueron los cabezas de familia, los que imponían la ley. Las Stanley tenían demasiado carácter como para soportar que las trataran como normalmente se trataba a las mujeres. Y a causa de sus personalidades especiales, el casi único papel que les quedaba a los maridos era el de proveedores”.

La prima Leila es aún más explícita: “La función primaria de los hombres era fabricar dinero. Sólo eran con ellos lo suficientemente agradables como para que les pasaran las facturas. Nunca hubo riñas ni gritos. Lo que pasaba es que los hombres no eran muy importantes. Era una familia muy grande, con muchos niños que exigían atención y los hombres, simplemente, no existían”.

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Yoko sabía todo esto.

Por eso lo hizo a un lado. Que el hombre trabajara. Y la mujer la que cobraba las regalías. Tal vez, en realidad, John Lennon no fue, como se pensaba: un feminista. Sino que las mujeres a su alrededor imponían su matriarcado: “John fue un inglés que creció en un hogar donde la influencia femenina primaria era excepcionalmente vigorosa —dice Yoko—. Probablemente escucharía cosas como: ‘Cariño, es hora de poner la leche a los gatos’, y los hombres eran los que cuidaban el jardín. John también era así. Para él era algo natural hacer el té para los dos; él tenía un lado vulnerable y yo un lado duro, supongo. Así que de vez en cuando nos cambiábamos los papeles. Para él y para mí fue algo muy natural”.

El libro, que escribiera Julia sobre su medio hermano John, cumplió tres funciones: la primera, para atraer algo de dinero a las finanzas de los Baird; la segunda, enterarnos de una eficaz frase de George Harrison: “Nos gustaba con locura cuando empezábamos, porque lo que siempre habíamos deseado era salir de Liverpool, ser famosos y mimados, tocar la guitarra y no tener que trabajar. Pero una vez que llegamos a la cumbre nos vimos forzados a reflexionar. ¿Era eso lo que queríamos? ¿Rodar por el mundo encerrados en la parte de atrás de coches blindados, brincar como pulgas amaestradas en campos de beisbol? Después de un tiempo, Los Beatles se convirtieron sencillamente en una excusa para que la gente se portara como si fueran animales”. Lennon la hubiese secundado, seguramente. Y la tercera, saber que Paul McCartney para hacer del dos se llevaba una guitarra en lugar de un libro. 

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Cuando Paul McCartney se enteró de la muerte de John Lennon, asesinado a balazos hace ya cuatro décadas, hizo una declaración escrita la cual fue leída, minutos después, por su encargado de prensa —Tony Bransby— en la escalinata de los Estudios Air en el centro de Londres. McCartney opinaba: “John fue un gran hombre que va a faltarle al mundo entero y a quien se recordará por su contribución única al arte, la música y la paz”. Como puede observarse, la declaración no es muy original que digamos. Más bien se trata de una nota apresurada, producto probablemente de la sorpresiva conmoción. Un escrito para salir del paso a las exigencias periodísticas.

El verdadero sentir del bajista beatle no pudo captarse en esa escuálida nota, pero ya se sabe que el género fúnebre es esencial para cubrir la liviandad costumbrista de la prensa tradicional. Las encuestas con diversos músicos para que emitieran su opinión sobre Lennon surgen acaso para resarcir el posible descuido en que se tenía al infortunado fallecido, y aquí cabe recordar que, en efecto, Lennon en ese momento era motivo de banales discusiones, las más de ellas centradas en su agotamiento creativo por su voluntaria cooptación en el seno hogareño a manos de la impositiva Yoko Ono.

Hay que traer a la memoria, asimismo, que unos años atrás el propio Lennon, ante el azoro de la crítica roquera del mundo, se dejaba adular por el consorcio musical al recibir, entusiasmado, un Grammy que lo acreditaba, de paso, en la nómina de los domesticados roqueros. No sólo estaba ese desgano musical, sino también la prensa arremetía duramente contra Lennon por considerarlo un falso feminista.

A la hora de su muerte, digo, las encuestas surgieron acaso para resarcir el posible descuido en que se tenía al infortunado. Porque no hay encuestado que opine mal, o en contra, del que acaba de irse de este mundo a pesar de que en vida no le tuviera la menor simpatía. Por lo mismo, una declaración como la de Paul McCartney tenía que ser tomada como algo obvia, incluso intrascendente por su obligada premura discursiva. Quienes no tomaron el asunto como objeto de palabrería fueron, como siempre, los fieles seguidores de Lennon, que vieron en su muerte no sólo la muerte física de un músico que había modificado el desarrollo de la música popular sino también la muerte misma del rock —cobijados en las transparentes palabras de Lennon, contenidas en su canción “God” (¡de 1970!): “El sueño ha terminado”.

La conglomeración de centenares de personas afuera de la casa del compositor, en Nueva York, aún cala hondo en los documentales que hablan de los estertores de la contracultura, cuyos analistas serios coinciden en su crítica acerca del asombroso hecho de que precisamente con un disco de Los Beatles, en 1964, se abriera un campo entonces inédito en la música (capitulizada más tarde como “moderna” o de la “era rock”) y en 1980, con un disco curiosamente también del beatle Lennon, Double Fantasy, se cerrara esta aventura del rock como transgresión independiente para pasar a formar parte del mobiliario común de la industria discográfica: el rock ya sin distinciones, no exclusivo de la juventud.

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