“Un hijo de Tepito sabe vivir del verbo”
Nació el 7 de abril de 1952 en la Ciudad de México. Murió a los 67 años de edad, en la misma ciudad que lo viera nacer, el 10 de julio de 2019. Hace ya un año de aquella tragedia. El actual director de la revista oficial de Instituto Cultural Zacatecano escribe algunos de los recuerdos que tiene de su amigo Armando Ramírez, el connotado narrador y cronista de la inmensa urbe capitalina…
El camarógrafo me dio la voz de empezar a hablar. No sé muy bien qué dije
de la historia de la fábrica de textiles y de la colonia Obrera, de los trabajadores
y trabajadoras textiles, de los cabarets, de la calle Bolívar. No sé por qué recordé
los grandes cabarets del barrio Obrera.
Armando Ramírez
Nomás pasando las doce me aproximé al cajón con ruedas donde daba bola don Gumaro, porque ahí me iba a encontrar con Armando Ramírez. El de sobra conocido por los maloras de la colonia Tabacalera como Chin-chin El Teporocho llegaba a esas horas con aires de Don Chingón y se arrellanaba en el asiento, aunque sus cacles no necesitaran lustre. ¡Uyuyuy! Pero esto era parte de su rutina. Pasear por Reforma, pararse en la esquina de Lafragua un buen rato, leer los encabezados del Esto mientras echaba a retozar el ojo, le daba una sensación de poseer, efectivamente, al centro de la ciudad que tanto amó.
Armando Ramírez: periodista, narrador, cronista y promotor cultural, era habitué de una tertulia que se armaba después de las cinco de la tarde en la Librería Reforma —frente a la puerta principal del periódico Excélsior—, cuyo animador involuntario era el poeta andaluz Juanito Cervera, y donde el tepiteño aprovechaba para echar al sartén extensos chorizos de su verbo acá.
¡Caray, qué labia!: él sabía hacer referencia de Federico Gamboa y Artemio del Valle Arizpe, y aludía a Salvador Novo de seguidilla, sin tropezar, casi en un solo respiro. Su universo de narrador de la calle producía un platillo barroco salpicado con granos de lenguaje culto y de barrio tradicional, pero rociado con salsa de caló; de vez en vez se daba sus licencias, sobre todo cuando acribillaba a los comensales con un fuego tupido de albures de gran calado y rete harta polisemia, nomás para excitar su hilaridad.
Armando cargaba en su memoria un montón de historias escondidas de la Ciudad de México: anécdotas, chismes y aun episodios del boxeo y el bajo mundo. Por ello era considerado un personaje legendario de la vida de una enorme ciudad que naufragaba con ritmo acelerado en el resumidero, acosada por el embate agresivo del urbanismo y la arquitectura neoliberal. Encontrarse con él era una albricia para la gente abstraída, depresiva y triste que luego no hallaba con qué responder a una realidad inclemente. Sabía decir con paciencia: “Usté nomás pique, lique y califique”.
Armando era un cronista simpático, un hermano de confianza al que se podía recurrir para obtener una respuesta rápida de un tema obsesivo; era un costal de mañas histriónicas, de chistes mordaces diseñados en el momento, un alquimista del albur y un poseedor de chorros de humanidad y sencillez. ¡Uyuyuy!
El reconocido novelista no se iba por las ramas y solía afirmar: “No me interesa tener el respeto de la clase media, de la universidad o de las sociedades culturales; nunca tuve una beca ni me he acercado a los grandes gurús para que me palmeen la espalda”.
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Ese día, en la bolería de don Guma, se cumplían cuatro del terremoto destructivo del 19 de septiembre del 85. La gente aún transitaba con miedo a las réplicas y volteaba con frecuencia hacia arriba. Yo tenía el compromiso de encontrarme con Armando para irnos al último cuadrante del barrio de Tepito, allá por Carranza, Tenochtitlan y Aztecas, donde él vivió su niñez, y entregar los trebejos que habíamos reunido en la tertulia para la gente que se quedó más pobre de lo que era. “Qué tanto es tantito”. Después, habría que ir al barrio de San Camilito, atrás del Mercado de Garibaldi, para averiguar cómo había sorteado la catástrofe nuestro ídolo don Luis Villanueva Páramo, conocido por el respetable público como Kid Azteca.
Partimos en su arcaico vochito naranja de modelo Malena, repleto de bártulos de cocina, entre las calles polvosas de una ciudad que aún vivía postrada en el caos. Armando había participado en el Movimiento del 68, fue aguerrido activista de la Voca 7, que estuvo situada en Tlatelolco, y sabía mucho acerca de los movimientos y demandas populares. Un día me comentó: “Soy hijo de la educación pública, aprendí a leer en los Libros de Texto Gratuitos y me alimentaron los desayunos escolares”.
Él era de Tepito, no era bueno para el trompo pero no le sacaba. “Nací donde está la Plaza de Fray Bartolomé de Las Casas, en el 11, ahí no hay para dónde hacerse”. Por eso me sentí seguro al entrar en los pasillos laberínticos de varias vecindades. Él lo decía muy bien: “Un hijo de Tepito sabe vivir del verbo” y, en efecto, ahí habló con elocuencia y energía a los vecinos y los instruyó acerca del reparto de los cacharros, preguntó por las familias y sus hijos, y les recomendó que no cayeran en el agandalle ni en la rapiña. Era un líder. ¡Uyuyuy!
Después, de una puerta estrecha, en una vecindad que milagrosamente no perdió la compostura (hablamos de San Camilito), salió a recibirnos el Kid, don Luisito, con camisa rigurosamente planchada y tirantes; siempre pulcro y elegante, de chanclitas de charol y pantalón negro con una oscura tirilla de seda resplandeciente en los costados. ¡Ay, si usted lo hubiera visto! Kid Azteca no era un galán, pero sí un caballero que inclinaba suavemente la cabeza ante el paso de una beldad. Y nos dijo con voz nasal, salida de su boca desdentada y de su nariz demolida por cientos, acaso miles, de golpes: “Por mí no se preocupen, chamacos. Estoy muy bien. Gracias por las cosas, las regalaré más adelante a la gente que las necesite”.
Armando Ramírez se nos adelantó el 10 de julio de 2019. Lo extraño. No omito recordar de él, en primer lugar, lo mucho que me alimentó cultural y espiritualmente con las novelas de librerías de viejo que me dio a leer y que mañosamente no recuerdo por qué jamás se las regresé; lo evoco con sus reclamos airados en contra de las generaciones de millenials que hablan de la ciudad sin conocerla “y nomás vienen al centro a ponerse hasta atrás”, y con sus charlas pletóricas de personajes bizarros. Pero sobre todo con sus remembranzas del 68, cuando corría apenas un pelito por delante del macanazo fatal.
Armando, orgullo del barrio, murió muy pobre. No tuvo el dinero suficiente para una operación delicada. Falleció sin perder la atención de sus hijos que lo admiran y aman. Se nos fue sin un diez en el bolsillo, pero nos dejó sus novelas y reportajes, testimonios de su divertida estancia en esta canica. ¡Uyuyuy!