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Cuando los otros se desvanecen

“Gracias al confinamiento y a las medidas sanitarias para tratar de reducir los contagios en esta época de pandemia, buena parte de la vida social parece haber entrado en un proceso de desritualización”.


La condición mínima de la interacción es la copresencia situacional. Las interacciones de primer orden siempre se dan cara a cara. Es lo que define la interacción en pequeña escala. Sin copresencia situacional, muchas de las cosas que hacemos cotidianamente pueden perder sentido: desde lo más elemental, como cepillarse los dientes, hasta algo más complejo, como ataviarse para asistir a una reunión de trabajo o a una fiesta de graduación. Sin copresencia, las situaciones sociales podrían desvanecerse y perder así su verosimilitud.

Sin temor a equivocación, podríamos decir que la copresencia situacional es la base de los rituales sociales. La vida cotidiana se alimenta de la acción conjunta y, obviamente, de la cooperación de nuestras actuaciones para que las acciones cobren sentido. Podríamos decir, incluso, que sin la copresencia situacional el orden moral se encuentra en juego en tanto que seguir las normas que lo reafirman pierde buena parte de su esencia. Los rituales de interacción que le dan sentido a la vida cotidiana, al menos como los conocemos convencionalmente, no pueden prescindir de la copresencia situacional. Sin la presencia de los otros, los microdetalles de nuestras experiencias y los hechos confirmativos de nuestras actuaciones no son posibles. La simple presencia de los otros modifica nuestras realizaciones dramáticas en tanto que exige, las más de las veces, evidencia de nuestras acciones que pueda identificarse a través de la mirada (como salir del baño frotándose las manos en señal de que han sido lavado en cumplimiento con las normas sociales de higiene propias de nuestra época).

Sin copresencia situacional, la falta de visibilidad de algunas de nuestras acciones puede no crear los problemas que en otras condiciones sí los crearía; por ejemplo, cuando los empleados están echando una mirada a sus redes sociales durante una jornada laboral y aparece el jefe: presurosamente minimizan las ventanas de sus computadoras o cierran sus sesiones para dar la impresión de que están trabajando y realizando las actividades para las cuales han sido contratados. Entre otros, uno de los papeles primordiales del grupo es acompañar a los protagonistas de un ritual de interacción (como se hace en una boda o un funeral). Sin los otros, el trabajo de dramatización de numerosas actuaciones toparía con pared, quedaría atrapado en una especie de laberinto sin salida. Y eso haría de los rituales de interacción algo defectuoso, llevaría a las situaciones a una condición degradada. Como bien nos lo enseñó el canadiense Ervin Goffman, uno de los sociólogos más importantes del siglo XX, si la actividad no se transforma en exhibición, la realización dramática no puede certificarse: las lágrimas pueden corroborar que la alegría, la tristeza o el placer del otro son algo que realmente está experimentando.

La puesta en escena es un fenómeno muy complejo. Nuestras actuaciones no sólo se dirigen hacia los otros, sino hacia nosotros mismos. Los otros no sólo actúan para nosotros, sino con nosotros y también dirigen sus actuaciones hacia ellos mismos. Todo esto ocurre en un escenario (que bien puede ser fijo o móvil). Y las actuaciones dependen, básicamente, de las apariencias y los modales. No todos los rituales son exitosos. Algunos fracasan. Un ritual de interacción es exitoso, como lo ha demostrado de manera meticulosa el brillante profesor del Departamento de Sociología de la Universidad de Pensilvania Randall Collins, en la medida en que logra generar de manera natural la atención conjunta y las emociones compartidas (y la solidaridad grupal, si es el caso). ¿Qué les faltaría a los rituales de interacción sin la copresencia situacional? La retroalimentación. Esa que intensifica las emociones. Esa que permite conocer las reacciones de los otros y que es determinante para saber si estamos provocando las reacciones que buscamos en ellos.

Gracias al confinamiento y a las medidas sanitarias para tratar de reducir los contagios en esta época de pandemia, buena parte de la vida social parece haber entrado en un proceso de desritualización. El confinamiento y las medidas sanitarias han trastocado, por principio de cuentas, las rutinas (lo que estructura las actividades diarias de la vida social). Han afectado toda ritualidad de interacción asociada a la manifestación y exaltación de los signos vinculares (como los saludos de mano y de beso, los abrazos, etc.). Algunos han sido clausurados, al menos por decreto, de manera temporal. Vedere ma non toccare. Las interacciones parecen haberse desenfocado en tanto que, sin copresencia situacional, no logran producir el foco de atención coincidente que necesitan para darle forma a los rituales que componen. Algunas situaciones de congregación han perdido su esencia y han adquirido una especie de condición oximorónica: reunámonos, pero de lejos. Las congregaciones multitudinarias y las interacciones cara a cara han devenido una condición de riesgo de contagio. Y en sociedades acostumbradas a los espectáculos masivos y a las congregaciones escapistas reiterativas, la situación de confinamiento y las medidas sanitarias que conocemos no les vienen bien. Parecen resentirlas con fuerza.

No olvidemos que el ocio, en las denominadas sociedades modernas, tradicionalmente ha estado asociado a rituales de congregación y ha adquirido una condición lúdica y secular. Y al eliminar cualquier posibilidad de reunión física se elimina la efervescencia colectiva. Del sonido de las multitudes sólo quedan ecos y trata de reanimarse a través de la vieja práctica de la inclusión de risas grabadas en los programas de televisión o a través del sonido ambiente en las transmisiones de los espectáculos deportivos como el futbol. La gente organiza celebraciones de cumpleaños e incluso fiestas a través de las plataformas digitales. Los grupos musicales ofrecen conciertos diferidos o en directo. Los “recorridos virtuales” a los museos se han incrementado notablemente. Los seminarios web, los conversatorios, los congresos y los eventos de tipo académico han adoptado la modalidad “a distancia”. Las reuniones de trabajo, los cursos de todo tipo (desde los de yoga hasta los de taekwondo pasando por los de zumba, idiomas y música) están teniendo lugar a través de las pantallas de las computadoras y de los dispositivos móviles e inteligentes. Las clases en todos los niveles educativos han quedado sujetas a un formato televisivo de noticiero que es el de las talking heads. Muchas de las actividades que estaban sacralizadas han, simplemente, dejado de existir.

Los rituales de duelo para despedir a los muertos por la covid-19 han sido suprimidos o adaptados a unas condiciones que no permiten la congregación. Los sentimientos que eran reavivados gracias a las reuniones periódicas han dejado huecos en la vida colectiva que es difícil llenar con una práctica sustituta mediada por tecnologías. Nos guste o no, la moralidad de grupo se ha debilitado (junto con los sentimientos de pertenencia y referencia), al igual que los lazos sociales. Y no porque nos hayamos dejado de ver, sino porque dejamos de reunir. Ahora ya es evidente para muchos que era más importante reunirnos que simplemente vernos a lo lejos o a través de las pantallas. La consonancia emocional derivada de la vida colectiva provocada por las congregaciones se ha esfumado y, con ella, hemos perdido los microrritmos de muchas interacciones (junto con su carácter ceremonial). El entusiasmo no puede traducirse en abrazos. Si no lo cree, pregúntese si abrazaría a un desconocido.

Como sociedad, estamos haciendo malabares con las interacciones. En buena medida ayudados por las tecnologías: para despedirnos de nuestros seres queridos en una sala de terapia intensiva o para saludar a los que quedan vivos. Estamos sosteniendo las interacciones con alfileres para que la sociedad no colapse porque sin copresencia situacional los rituales sociales, el pegamento de una sociedad estratificada en conflicto, difícilmente pueden sobrevivir. Estamos jugando a seguir juntos sin poder estar juntos. Es obvio que el proceso de desritualización de la sociedad no es igual para quienes tienen acceso a las tecnologías que para quienes no lo tienen. Tampoco es igual para quienes pueden quedarse en sus casas que para quienes no pueden hacerlo. Sin embargo, nos ha afectado a todos. ¡Y quién sabe por cuánto tiempo más!

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