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La caída de los hombres

Lo dijo don Jorge Luis Borges: “Nació en México en 1918. Pudo haber nacido en cualquier lugar y en cualquier siglo”. Y sí, tenía razón: poco seres han existido con la capacidad de ubicuidad de Juan José Arreola. No sólo fue un escritor fundamental en la historia de la literatura mexicana, sino que su presencia en el mundo editorial, en la televisión, en la docencia, lo hizo un personaje conocido por amplios sectores sociales. “Ya no soy un escritor sino un hablador”, dijo alguna vez para admitir su imposibilidad de estar callado. Escritor, académico, editor, y, sobre todo, un mago de la palabra, en este diciembre de 2021 se cumplen dos décadas de su partida. Víctor Roura aquí lo recuerda…


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El narrador jalisciense Juan José Arreola falleció a los 83 años de edad, el 3 de diciembre de 2001, en la capital de su estado natal. Poeta sin ser poeta, conductor televisivo sin ser conductor televisivo, todólogo sin una profesión definida, sin duda Arreola era un maestro de la palabra que lo convertía, platónicamente, en poeta, conductor televisivo y todólogo con la certeza del dominio de la palabra, don infrecuente en el ser humano.

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Para ser poeta, decía Juan José Arreola, “hay que ser dueño de las palabras. Que éstas obedezcan a nuestro dictamen, como si obedecieran la música de un caramillo y acudieran como abejas volando en escuadrones de luz”.

Para Arreola, construir un poema era una cosa muy sencilla: bastaba con poner, según acotaba, una palabra junto a otra, y que las palabras dijeran más de lo que representaban, o de lo que ellas quisieran decir aisladamente.

Muy sencillo.

Pero, pese a su propia teoría, Arreola no fue nunca un edificador de poemas, sino, acaso, un mago del verbo, un equilibrista de la oralidad: “La palabra es un medio de ocultación —subrayaba—; más que manifiesta, oculta la idea. Uno de los grandes méritos de la poesía es encarecerla. El poema es una cárcel de palabras donde está una idea firme y positiva; pero la idea no está realmente, ni la vivencia ni la sensación ni el sentimiento. El poema nos da la forma del cautivo inexistente, porque sentimos la ausencia de lo que el poeta quería darnos. La palabra es el elemento físico que acota el terreno donde se supone que está la presa. El poema nos da la sensación en un hueco formal que nosotros colmamos”.

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En el libro póstumo Breviario alfabético (Joaquín Mortiz / Conaculta, 2002), compilado y seleccionado por Javier García-Galiano, se congregan más de medio millar de definiciones que Juan José Arreola guardaba para sí en su oratoria personal y que, a lo largo de su vida, fue, con fortuna, documentada en una breve pero suculenta bibliografía, de la cual García-Galiano ha extraído (recortando los textos de Arreola de aquí y de allá para armarlos de nuevo) los que él consideró que pasaban a formar parte del diccionario básico del autor jalisciense. Es sabido que Arreola, dicharachero sin fin que lo hacía a veces caer, de modo involuntario, en su propia parodia, tenía una opinión para todo que, incluso (sobre todo en su última temporada en Televisa), lograba convertirse a sí mismo en un remedo del charlista sin remedio: en una ocasión invitó a Borges a la televisión pero no lo dejó hablar porque, simplemente, Arreola jamás soltó el micrófono. Conversador (¿conservador?) implacable, tejedor de oraciones, era capaz de inventar un tema hasta de lo que desconocía.

Sí, a veces (y esa no es sino la azarosa suerte del prestidigitador verbal) era bastante desafortunado: “La poesía es una droga que nos devuelve la sensualidad”. Pero dichos conceptos son, sí, los menos. “Me opongo a la declaración de que la poesía es un sueño dirigido —decía—. Si uno lo dirige, el sueño pierde su calidad lírica más auténtica, pierde la rosa, finalmente abierta y a punto de deshojarse. El poeta debe dar la rosa en botón y a veces sólo sembrar, desarrollar en nuestro espíritu las formas que él apenas intuye y que no quiere realizar inteligentemente hasta sus últimas consecuencias, para no deshojar la rosa”.

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Y a pesar de que no era poeta, sino un extraordinario narrador, Arreola sabía concebir la ilusoria figura de la poesía pura, la cual “sería como un alcaloide completamente soluble en el aire. Sería como el gas, como la gasolina de cien octanos si la hubiera. Se pone una gota y se evapora. Por eso se tiene que rebajar. El alcohol absoluto de cien grados debe tenerse herméticamente tapado. Si no se suelda el ámpula al retirar ese alcohol del alambique, se va. La mejor poesía que existe es de noventa y seis grados. La absoluta sería de cien, pero en cuanto entra en contacto con el lenguaje, baja. Yo he destilado toneladas de mosto sentimental y cultural para sacar unas leves esencias, quitarlas, hacer quintaesencias”.

Y como no tenía freno en su alud verbal, era lógico que consecuentemente se contradijera: “Creo que toda palabra escrita debe ser esencial —apuntó en su Inventario—. Las habladas suelen ser palabrería, como las hojas que el viento mueve. Son aire y al aire se van”.

Pero Arreola, y él mismo lo sabía, era un experto en las palabras habladas: ¿esto significa que a sí mismo se reconocía como un palabrero, un palabrista, un alardeador, un irredento vocinglero? Pero esos son los riesgos, después de todo, del amador de la palabra, y Arreola era, ni dudarlo, un adorador del lenguaje: “La palabra original es una etiqueta —decía—, una ficha significante que menciona un objeto o una acción, pero después viene la maravilla del lenguaje que se va haciendo más impreciso, las palabras se van enriqueciendo de sentido: se va creando una ambigüedad que nace de la contigüidad, a tal grado que toda frase significa más cuando está bien hecha y ordenada, significa mucho más que la suma de los elementos significantes de cada palabra. La poesía y la buena prosa son poéticas cuando reproducen un movimiento interior. Me gusta pensar en el lenguaje como un elemento conductor que transmite altas tensiones espirituales”.

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Juan José Arreola era irrefutable, también: “No hay frase de nadie que no tenga mil antecedentes. Con sólo tres o cuatro frases el lenguaje se muestra sucesivo en sí mismo, en la persona que lo habla, en el tiempo, y es también sucesivo porque lo vamos heredando y repitiendo, aunque sus fórmulas parezcan verdaderas novedades”.

Para todo tenía Arreola una disquisición. De la piñata, por ejemplo: “Como buen psiquiatra, un amigo mío ha explicado este afán mexicano de romper vasijas de barro llenas de fruta y previamente engalanadas con perifollos de papel de china y oropeles, de la siguiente manera: un rito de fertilidad que contradice la melancolía de diciembre. La piñata es un vientre repleto: los nueve días festivos corresponden a otros tantos meses de embarazo; el palo agresor es un odioso símbolo sexual; la venda en los ojos, la ceguera del amor y etcétera”.

Y Perogrullo, decía, era “el mejor de los filósofos porque sólo afirma lo que salta a la vista: la perogrullada es la única forma comprobable de la filosofía, se ha convertido en perogrullada a fuerza de ser real”.

La entrada más diversa pertenece a la letra m, y la palabra más abordada quizá sea, obviamente, la de la mujer: “Cada vez que una mujer se acerca turbada y definitiva, mi cuerpo se estremece de gozo y mi alma se magnifica de horror —escribió en su Bestiario—. Las veo abrirse y cerrarse. Rosas inermes o flores carniceras, en sus pétalos funcionan goznes de captura: párpados tiernos, suavemente aceitados de narcótico”. La mujer, finalmente, “es la trampa de la carne que está hecha para capturar al espíritu: incluso tiene de trampa el ser oquedad, agujero donde uno se mete o cae fatalmente”.

Arreola, como (casi) todos los hombres, cayó gozosa y fatalmente en dichos precipicios.

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