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Aforismos para el pasado mañana / III

Hoy ya no queda duda de que nos encontramos en un estado de excepción permanente y potenciado a consecuencia de las medidas introducidas para combatir la pandemia provocada por el SARS-COV-2. Lo que un día se asumió como una situación pasajera, se ha convertido en algo estructural, algo que revela el sentido profundo de la dinámica contemporánea del poder mundial. La tercera entrega de estos aforismos continúa explorando esta lamentable circunstancia política de nuestra realidad en sus distintas dimensiones. Y advierte: “¡Pobre de aquel ingenuo que crea y asuma que este estado es transitorio!”.


A mí me pertenece apenas el pasado mañana
Friedrich Nietzsche

III. Normalidad, presencia y política

13. La obscenidad del discurso de la “nueva normalidad”. ¿Qué es lo normal? Recordemos la antigua sentencia de Benjamin en sus Tesis sobre la historia (VIII): “La tradición de los oprimidos nos enseña que el ‘estado de excepción’ en que ahora vivimos es en verdad la regla”. La respuesta es clara: lo normal, por lo menos en las condiciones del sistema imperante, es la excepción permanente. O para hacer más evidente la antinomia: lo normal es lo excepcional. ¿Desde qué punto de vista lo normal puede llegar a ser lo excepcional? Desde un punto de vista ideal, claro (lo que no significa desde un punto de vista “idealista”, en el sentido filosófico). Lo ideal para la crítica del capitalismo y del dominio moderno no puede ser otra cosa más que una situación en la que no exista la opresión, ni la explotación, ni el riesgo de enfermar o perder la vida por cuestiones económicas, ni la violencia, ni el abuso, ni la corrupción, etc. Es decir, todo aquello que sucede diariamente en todas partes del mundo (en algunas más que en otras).

¿Qué es lo normal, entonces, en términos de nuestra situación actual? La violencia en todos los niveles de la existencia, comenzando por la disparidad naturalizada de la economía capitalista: la convivencia cotidiana de la mayor de las riquezas con condiciones de pobreza abrumadora. Esa diferencia puede ser disfrazada o simulada por el espejismo nacional o étnico de las sociedades económicamente “desarrolladas”, pero es un cáncer que progresa diariamente en el corazón de cada país. Sólo la ceguera nacionalista de corte liberal puede ignorar los crecientes guetos de migrantes, las olas de desplazados que se asientan en el lugar que pueden, las “minorías” raciales que lentamente se convierten en mayorías empobrecidas, los mendigos que recorren cada rincón citadino, los desempleados, los “ilegales” utilizados como mano de obra barata por empresarios sin escrúpulos o como simple carne de cañón por bandas criminales. Esto sucede al interior de las naciones “desarrolladas”, aunque su clase media se sienta lejos de esas realidades consuetudinarias. Evidentemente, la expresión máxima de esa violencia excepcional normalizada ocurre en los llamados países “subdesarrollados” o considerados “en vías de desarrollo”, pero no deja de estar presente en los centros neurálgicos de la economía mundial. En realidad, la división nacionalista del análisis económico debería ser francamente eliminada o, por lo menos, seriamente contextualizada, puesto que la dinámica global de la economía, desde sus comienzos (como nunca se cansó de explicarlo Immanuel Wallerstein, siguiendo los pasos de Fernand Braudel), implica la producción y generación constante de vínculos indisolubles entre las distintas regiones del orbe, las cuales construyen su identidad según el rol que se les otorga en el funcionamiento del sistema-mundo capitalista: si como economías metropolitanas o centrales, o bien como regiones semiperiféricas o simplemente periféricas. La realidad de nuestra economía política mundial implica la indisolubilidad de los lazos interregionales, por lo que, necesariamente, la riqueza de un polo significa la pobreza del otro; los logros tecnológicos y científicos de un país expresan el atraso productivo del vecino; el auge cultural y educativo, el fracaso en todos los niveles de vida. Al igual que al interior de una misma ciudad se diferencian las zonas exclusivas para millonarios de los barrios de clase media y de las franjas de miseria, así también se distinguen las diversas regiones del mundo, entrelazadas por el mismo sistema económico. Y esto es así, inevitablemente (estructuralmente), porque dicho sistema mundo tiene como móviles de su funcionamiento los principios de lucro, competencia y dominio económico-político. Y mientras más se entrelace el mundo, mientras más se estrechen los vínculos, más y más patentes serán esas contradicciones para todos.

¿Qué es lo normal, entonces? Lo normal es, en primer plano, la explotación cotidiana en el mundo del trabajo. Esto no significa, simplemente, como se ha querido traducir en términos económicos el concepto marxista de plusvalor, un “trabajo no remunerado”, esto es, una expresión salarial injusta entre empleado y empleador, sino mucho más, una verdadera absorción de la vida por el principio de la dinámica laboral (y que está lejos de reducirse al mediocre concepto clasemediero del burnout, propuesto por Byung-Chul Han). Explotación significa sacrificar toda posibilidad de vida a la repetición autista de trabajos desgastantes y embrutecedores, ocupar la mayor parte del tiempo de que se dispone en actividades que no sólo no aportan nada, sino que mutilan física y psicológicamente a los individuos, que los aniquilan en todos los sentidos; significa reducir el tiempo vital (¿y que es la vida, en principio, sino tiempo?) a tiempo de servicio para otros: la alienación en su máxima expresión. Y esto es más patente, aunque no lo parezca, en los países económicamente más “desarrollados”. Revísense, cuando se quiera, las estadísticas laborales de dichas regiones y se verá, de inmediato, que los trabajadores y obreros que han dedicado su vida a una fábrica o a cualquier empresa apenas si duran vivos unos cuantos años más después de jubilarse. Explotación es robo de vida, sacrificio de tiempo vital en pos del desarrollo de un sistema para el que, en todos los sentidos, somos prescindibles.

Pero eso es sólo el nivel más visible, el más oficial. La normalidad generalizada no es siquiera la del empleo formal, sino la del desempleo como estilo de vida, como rasgo permanente de la personalidad y la praxis cotidiana. En la mayoría del mundo, esto es, la que pertenece a los países semiperiféricos (como México) o periféricos, la abrumadora mayoría de la población se encuentra siempre desempleada y no tiene forma de superar dicha condición. Las cifras oficiales, sin embargo, lo ocultan, porque encasillan dicho desempleo en el rubro del “sector informal”; pero sucede que ese “sector informal” no paga impuestos y, por lo mismo, está fuera del marco legal que regula las actividades económicas de cualquier nación. El trabajo informal es el verdadero sostén de la economía real de la mayoría de la población mundial, y éste se acompaña, cada vez de una manera más entrañable, con actividades abiertamente delictivas y criminales, que ofrecen a los condenados al desempleo permanente la opción de un periodo de vida con mayores ingresos y acceso a gozos que de otra manera jamás tendrían, aun cuando todo ello acabe, al poco tiempo, con la muerte violenta casi asegurada.

Lo normal, así, en el plano laboral, es la explotación, el desempleo y la criminalidad (que implica la ejecución y el padecimiento de actos aborrecibles). Pero la vida no es sólo labor. La vida, en su sentido más pleno, significa (o debería significar eso, idealmente) tiempo libre, gozo pleno de la libertad para hacer lo que se quiera con la propia existencia. ¿Qué es lo normal en el “tiempo libre”? En un primer nivel, la convivencia familiar. ¿Y cuál es la situación en ese espacio? La del abuso cotidiano de padres a hijos, la de la violencia incontenible de hombres a mujeres, la del maltrato y abandono de ancianos. De nuevo, el abuso multidimensional: violencia física y sexual, humillaciones, acoso, denigración, esclavización laboral, etc. Y ello sucede tanto en familias de bajos ingresos como en familias pudientes. La violencia familiar es la marca con la que se confirma, irónicamente, a dicho espacio como el “núcleo de la sociedad”. ¿Y fuera de la familia? En la escuela: disciplina asfixiante, elogio de la autoridad y del autoritarismo, aniquilación del gusto por aprender, acoso a la diferencia, esclavitud mental. En los espacios comerciales: consumismo idiotizante, homogeneización del gusto, culto a la estupidez, alimentación chatarra. En la calle: contaminación ambiental, tráfico vehicular, hostilidad interpersonal, espacios aglutinados, prostitución, drogadicción, y en los países que son espacios de producción y tráfico de estupefacientes: posibilidad constante de robo, secuestro, violación, asesinato, etc. ¿Y si, finalmente, uno enferma de manera severa? Falta de hospitales, o bien hospitales privados inaccesibles para la mayoría, medicinas caras o inexistentes, insuficiencia de personal médico…

¡Ésa es la normalidad! Ésa es la normalidad libre de cualquier romantización, vista de frente, sin atenuar la gravedad de nuestra circunstancia. Sobre esa estructura, que de ninguna manera se modifica en esencia, se impone ahora la nueva normalidad pandémica. A esa estado de excepción permanente en el que vive la mayoría de la población mundial, se le suma ahora toda una serie de reglas que hacen más difícil y dura la existencia general: suspensión del trabajo, las actividades productivas y comerciales, los eventos políticos, los espacios culturales y la educación en todos los niveles (readecuada a la versión virtual); restricción de la movilidad y los viajes, toques de queda, interrupción de los mínimos contactos familiares, amistosos e interpersonales; imposición de mascarillas, caretas, gel antibacterial, guantes, etc.; cancelación de cualquier celebración, fiesta, espacio de recreo o juego infantil. ¡Una suspensión indefinida de los derechos constitucionales y las garantías individuales, sin que nadie se haya atrevido a dar ese paso jurídicamente! La “nueva normalidad” no es más que un estado de excepción potenciado y alargado indefinidamente. Pero en lugar de presentarlo así, en lugar de asumir lo que ello significa en términos económicos, políticos, sociales, educativos, jurídicos y culturales, se le presenta como una respuesta positiva a la pandemia, una “nueva solidaridad” en la que “nos protegemos los unos a los otros”. He ahí la obscenidad del discurso de la nueva normalidad.

¡Y pobre de aquel ingenuo que crea y asuma que este estado es transitorio! Por supuesto, es posible que, una vez pasada la pandemia (cuando ello ocurra), las restricciones, suspensiones, prohibiciones e imposiciones vayan desapareciendo paulatinamente (aunque, tal vez, no del todo), pero lo cierto es que ya probados los mecanismos coercitivos, ellos volverán a aparecer una y otra vez cuando se considere necesario, a la más mínima amenaza de emergencia epidémica o, incluso, de otro tipo (ecológica, por ejemplo). Al aceptar el discurso de la “nueva normalidad” sin rebelarse ante él, la sociedad dio el aval al uso constante del estado de excepción potenciado como recurso de control y sometimiento generalizado en caso de crisis. Lo demás, será la historia que habrá de ocurrir inevitablemente.

14. Sobre lo presencial y lo virtual. Si se quiere abordar seriamente el tema de lo presencial, lo primero es eliminar cualquier vestigio de romanticismo o naturalismo nostálgico sobre la interacción directa entre seres humanos. Para no dejar lugar a ninguna duda desde el comienzo: lo presencial implica necesariamente lo virtual, mientras que lo virtual da siempre salida a la obscenidad de lo real que se mantiene oculta en la vida cotidiana. No hay presencialidad sin experiencia virtual; no hay virtualidad sin el fantasma obsceno e insidioso de la presencia.

No hay ninguna naturalidad originaria de lo presencial. El contacto entre seres humanos pasa siempre por una interferencia simbólica que lo desborda, que impide ver la complejidad que encierra cualquier experiencia individual, más allá de la inmediatez de lo aparente. Lo que la mirada del otro me revela no es, en primera instancia (como escribe Marx en una nota al pie de página del primer capítulo de El capital), mi humanidad reflejada en su persona, sino justo lo contrario: la forma en la que mi humanidad se escapa repentinamente para convertirse en un objeto de juicio para el otro. Lo que el contacto visual me revela es mi condición de objeto-para-los-otros. “La vergüenza o el orgullo me revela la mirada del prójimo –explica Sartre–, y a mí mismo en el extremo de esa mirada; me hace vivir, no conocer, la situación de mirado. Pero la vergüenza […] es vergüenza de , es reconocimiento de que efectivamente soy objeto que otro mira y juzga.  No puedo tener vergüenza sino de mi libertad en tanto que ésta me escapa para convertirse en objeto dado” (Jean-Paul Sartre, El ser y la nada, Losada, Argentina, 1998, trad. de Juan Valmar, p. 337). La primera experiencia del contacto entre seres humanos es la de la mirada reificante del otro, que nos roba la libertad de nuestro ser para convertirnos en objetos de su juicio. De pronto somos lo que aparentamos ser de manera inmediata: los que gritan, los que lloran, los que critican, los que se alegran, los que duermen, los que se enojan, etc. Somos reducidos a una de nuestras facetas y juzgados a partir ella. Lo mismo que Hegel señala en su breve pero brillante ensayo ¿Qué significa pensar de manera abstracta? A diferencia de lo que se cree, no es el filósofo, en primera lugar, quien piensa de manera abstracta, sino la gente común y corriente, que en la espontaneidad de su juicio clasifica todo según un orden consabido, robándole a cada cosa y persona la riqueza de su ser, su concreción compleja y multidimensional. El ejemplo que emplea Hegel es el de una señora que primero se muestra amable y empática con una vendedora de mercado, pero que al enterarse del aumento del precio del producto que pretendía adquirir, estalla en furia, convirtiendo a la pobre vendedora en usurera y estafadora, y reduciéndola, sin mediación alguna, a ese papel, sin pensar más en la empatía del comienzo.

Lo reconozcamos o no, la mirada del otro pesa tanto en nosotros que no hay forma, en la experiencia directa de lo presencial, de eludir el reto que nos lanza, el cuestionamiento que nos impone. Nuestra identidad, que no preexiste a dicha mirada, es una primera respuesta a ese cuestionamiento, un “compromiso” con la situación a la que nos somete, de tal manera que la personalidad nace como una forma de manifestar nuestra libertad en oposición a dicha cosificación, pero sin afrentarla del todo, para evitar que su juicio se imponga definitivamente. Respondemos a la mirada del otro construyendo la identidad con la que queremos ser reconocidos, pero sin violentar dicha mirada de tal manera que nos anule definitivamente como sujetos. Estamos comprometidos radicalmente con la mirada de los otros; respondemos, paso a paso, a lo que ella nos dicta, de una u otra manera. Y los otros responden de la misma forma a nuestra mirada. Nos miramos por todas partes, y así nos construimos y nos delimitamos.

Pero la identidad resultante, para decirlo con claridad, es desde siempre una ficción. Es la ficción de ser lo que somos cuando, en realidad, nunca lo somos definitivamente, puesto que todo lo que hacemos está a merced del cambio y la alteración. No hay nada que nos defina plenamente en última instancia. El registro en el que se despliega el yo, nuestra identidad, es, como lo diría Lacan, el de lo puramente imaginario. El yo es sólo la respuesta a una disputa ineludible que nos trasciende: la que se juega entre el plano de lo simbólico y el de lo real. En lo real anida todo aquello que no puede conceptualizarse, que está más allá de la posibilidad de la simbolización y que, por lo mismo, tiene una fuerte carga de asocialidad. Sólo que esta “asocialidad”, este fuera de la conceptualización y la ley simbólica, parte de la simbolización misma, es su efecto necesario. Lo simbólico, introducido por la legalidad básica (la Ley del padre), introduce un corte (una cesura) en la realidad: la escinde, la divide, como en la Muralla china de Kafka la inmensa construcción divide el territorio de los civilizados, sedentarios, y los bárbaros, nómadas, sobre el suelo de una indeterminación topográfica original. Antes del corte de lo simbólico, de la introducción de la ley, hay nada. Lo simbólico, introducido por la imposición del significante amo, sirve como marca para delimitar el espacio psíquico: lo inaugura. Y al inaugurarlo, crea lo que le pertenece y lo que no: la batalla entre lo salvaje y lo ordenado. Y la respuesta a esa batalla es precisamente el yo: la construcción ficticia de una identidad que se afirma entre dos instancias igualmente ficticias de origen.

Lo presencial es, pues, la virtualidad de la experiencia identitaria que se coloca frente a la mirada de los otros, sustentadora del orden simbólico que repudia, con toda su fuerza, la exigencia de lo real-asocial. Es la forma en la que la personalidad constituida se afirma en alineación respectiva o deferente ante la alteridad. Por ello, en lo presencial, en el contacto y la interacción directa con los otros (por lo menos en la vivencia generalizada de lo presencial), hay siempre una deferencia hacia los otros, una actitud de respeto y recato. No se hace ni se dice todo lo que se “quisiera” decir y hacer: tenemos que tomar en cuenta que están ahí los otros, y que tanto su mirada como el orden simbólico que la sostiene ponen límites a nuestro accionar, a nuestra posición en el mundo.

Lo que sucede, ahora, en el ámbito de lo virtual, es justamente lo contrario. Al desaparecer la mirada directa de los otros; al enfrentarnos de lleno a la experiencia virtual que nos ofrece el ordenador, la pantalla o el teléfono celular, se aflojan o flexibilizan los lazos de deferencia y recato que nos obligan o comprometen en la interacción cotidiana con la alteridad. Nos creemos “libres” de ella. Podemos ser “lo queramos”: un álter ego, un avatar, el personaje de un juego digital. Aparentemente, “construimos” nuestra “identidad ideal”, que no es más que la verdad obscena de nuestro ser que no nos atrevemos a plasmar en la vida cotidiana. Podemos ver lo que queramos, espiar a quien queramos, escribir lo que queramos. El mundo de lo virtual es la apertura pornográfica a la obscenidad de lo real, sin que necesariamente se observe, en esa experiencia, ninguna imagen pornográfica. Es la orgía del decir, del hacer y del escribir lo que “se quiera”. Eso da la impresión del poder absoluto, de la plena realización del “gozo”, de la satisfacción total. Ésa es la primera experiencia. A la vez, se abre el espacio de la mirada absoluta, del policía ciberespacial que vigila y es vigilado, que critica y es criticado, que corrige y es criticado, en todo momento. La mirada se desproporciona, y al suceder ello, se vuelve omnipresente: el ojo obsceno por excelencia. De ahí que dicha experiencia pueda desembocar fácilmente en el cinismo más puro o en la paranoia absoluta.

Cuando, a consecuencia de la pandemia, se pretende haber descubierto la posibilidad de ampliar las fronteras de la educación, la cultura y el trabajo por medio de lo virtual, dándose así pie a la sustitución efectivista de lo presencial, lo que no se entiende es que la experiencia de la interacción directa con los otros es irreductible e insustituible. Lo presencial es el único medio de construcción de la socialidad. Desde ahí, la educación, la cultura, el trabajo, etc., cobran su dimensión concreta, humana, en cuanto nos obligan al compromiso directo con la mirada de los otros y nos introducen al espacio del intercambio simbólico de juicios espontáneos que definen nuestra identidad y nuestra posición en el mundo. Lo presencial nos socializa, mucho antes incluso de que inicie el proceso de conocimiento de cualquier persona; mucho antes de que un profesor o un amigo transmita un conocimiento o nos dé una opinión, respectivamente.

Y lo físico no es menor en esta ecuación. Frente a la pureza e inmunidad que ofrece la soledad de lo virtual, lo presencial nos educa en la convivencia riesgosa con los otros, en la que no existe ningún espacio “puro” desde el que podamos afirmarnos, puesto que todo espacio está “contaminado”, es mixto, mestizo, y, por lo tanto, obliga a la cooperación, a superar el miedo al contagio y el deseo de inmunidad absoluta. Lo presencial es, de manera inmediata, una negación del racismo inherente a la soledad aparentemente impoluta de lo virtual.

Más allá de la utilidad que pueda derivarse de las herramientas de lo puramente virtual (que nadie niega), lo cierto es que lo presencial no es sustituible y tiene un privilegio soberano frente a la limitada y obscena omnipresencia de lo virtual. Es la fragilidad inestable desde la que se construye la fortaleza de la convivencia societaria. Ceder ese poder inmanente significa ceder lo único que nos protege frente al poder absoluto de la lógica aislacionista de la modernidad capitalista y su principio basado en la propiedad privada.

15. El fin de la izquierda tal como la conocimos. Tal vez no sea exagerado declarar el 2020 como el año en el que murió la izquierda internacional tal como la conocimos durante más de dos siglos. O, por lo menos, quedó plenamente revelado su límite histórico, más allá del cual simplemente deja de existir, se convierte en una parte del sistema, incluso en su pilar. En el 2020, quedó claro que la izquierda crítica, no sólo la institucional, estaba dispuesta, en su inmensa mayoría, a abandonar todos los principios por los que había luchado a lo largo de siglos con tan sólo recibir la amenaza de una enfermedad viral contagiosa que, de ninguna manera, podría ser considerada la peor que haya experimentado la humanidad (no por sus efectos reales, que no han sido despreciables; sí por las medidas extremas que se tomaron para combatirla). Y esa actitud espontánea, prácticamente compartida por todos los grupos e intelectuales considerados de izquierda, terminó desembocando en una coincidencia sorprendente con el discurso liberal oficial. De repente, como si hubiera estado planeado por un guion maestro, la izquierda más radical (y no entrecomillo ni ironizo esta adjetivación) aceptó en su esencia las medidas de control, disciplina, higiene, prohibición y represión coadyuvantes en el proceso de contención del virus. Alain Badiou, por ejemplo, salió a escena para decir que no había nada nuevo bajo el sol, que nada cambiaría con la pandemia, que había que acatar sumisamente las medidas impuestas por el Estado burgués y que los que querían seguir protestando, como los “chalecos amarillos”, no tenían ninguna razón para hacerlo. Por su lado, Slavoj Žižek, más allá de sus proyecciones alarmistas sobre el fin del capitalismo y la posibilidad de la emergencia de un “comunismo de la catástrofe”, asumió que la objetividad de la enfermedad y la epidemia justificaba el aislamiento y el confinamiento. Y así, uno tras otro. El caso disonante fue el de Giorgio Agamben, quien anunció antes que nadie, y con el mayor tino posible, la instauración de un estado de excepción permanente y la destrucción de lo que quedaba de las democracias parlamentarias burguesas (sometidas, desde siempre, a la presión y manipulación de los poderes fácticos). Ciertamente, en un comienzo dudó acerca del alcance de la nueva enfermedad (lo cual le costó críticas desproporcionadas), pero más tarde afinó su posición diciendo que, aun aceptando la realidad de la pandemia ocasionada por la covid-19, nada justificaba la toma de una serie de medidas más drásticas que las que se llegaron a aplicar en Europa durante la Segunda Guerra Mundial.

Compárese, para que se entienda el punto, la actitud completamente distinta que asumió la izquierda al inicio del siglo presente, después del ataque a las Torres Gemelas y el comienzo de la “guerra contra el terrorismo”. Por supuesto, a pesar de la pretendida novedad del enemigo, el terrorista fundamentalista, que carecía de una forma estatal determinada como la del enemigo anterior (el Estado soviético y el “comunismo” que representaba), la dinámica se seguía moviendo en el plano de lo político, por lo que la izquierda internacional entendió de inmediato la farsa y la agresión que implicaban todas las medidas extremas de vigilancia y “protección” instauradas en la época del gobierno de George W. Bush, reproducidas en muchas partes del mundo. Nadie que se reivindicara de izquierda salió en defensa de esas medidas de control despótico, y tómese en cuenta que los ataques terroristas fueron efectivos, mataron y matan a mucha gente, no fueron ninguna invención en el sentido más concreto de la palabra (y no se piense únicamente en los atroces y escandalosos ataques perpetrados en los países occidentales, como en Estados Unidos, Inglaterra, Francia, España, etc., sino en el accionar de organizaciones como ISIS, que masacraron y aterrorizaron poblaciones enteras en los países árabes). Apenas resurgía el ánimo nacionalista-militarista a consecuencia de algún ataque terrorista en los países occidentales, promoviéndose la intervención bélica en alguna nación del Tercer Mundo o impulsándose medidas represivas para el control de la población migrante, los grupos de izquierda y los medios públicos que los acompañan aparecían de inmediato para denunciar y prevenir dichos excesos, que consideraban inadmisibles, aun bajo el pretexto de la “defensa de la libertad”.

Pero la pandemia cambió todo. Con la aparición del “terror natural”, de raíz virológica, todos los excesos que antes se denunciaban como inadmisibles se comenzaron a aceptar uno tras otro. Aún más: se comenzó a exigir una mayor vigilancia, un mayor control, un mayor dominio sobre la población. Toques de queda; seguimiento digital por vía de computadoras, celulares, drones, dispositivos en espacios públicos; suspensión de actividades escolares, culturales, laborales; prohibición para desplazarse libremente o para viajar; prohibición para festejar y reunirse; ¡prohibición para manifestarse y protestar!; instauración de periodos de confinamiento intermitente; imposición de medidas de higiene, vestimenta, rutas de tránsito al caminar;  etc., etc. ¡Y todo se aceptó! Todo. El anunciado terror natural, que pronto mostró una dinámica muy clara en su “accionar” (afectación mortal a los sectores etarios avejentados y a los grupos de personas con determinadas comorbilidades), fue motivo para lograr lo que en más de dos siglos no se había logrado a tal escala mundial (tal vez ni siquiera nacional): la imposición de una dictadura perfecta y disimulada en la que tan solo salir a la calle es considerado inmoral y, en muchos lugares, ilegal. ¿Cómo pudo aceptar la izquierda ese estado de cosas sin detenerse a reflexionar un momento sobre su significado profundo? ¿Cuál es el motivo de tal deserción histórica que determinó su fallecimiento?

No cabe otra respuesta más que la del reconocimiento de que el límite histórico de la izquierda internacional, en general, tal como la conocimos (y que de ninguna manera debe considerarse como un grupo compacto u homogéneo) se encontró en el punto mismo de la amenaza “natural”, justificada y amplificada por el discurso positivista de la ciencia contemporánea (la nueva religión, no por su saber, sino por el obsceno uso del recurso del miedo y la culpa para imponerlo). Con sumisión tan cabal, con la aceptación inconcebible de todas las medidas de control, vigilancia, represión, prohibición y disciplinamiento (sin que en un principio se supiera de la posibilidad de un rápido desarrollo de la vacuna anticovid, y sin que aún se tenga plena certeza sobre su grado de efectividad hacia el futuro, lo que podría implicar años de permanencia en esta circunstancia), quedó claro cómo mantener a raya cualquier movimiento o pensamiento de izquierda, de viejo cuño, a partir de ahora: la más mínima amenaza de desastre natural, epidémico, ecológico, astronómico, etc., será suficiente para imponer el peor estado de dominio en el futuro, puesto que no habrá oposición. De seguir así, la posición crítica está derrotada para siempre. Para decirlo con mayor claridad: la izquierda nacida en 1789, con la Revolución Francesa, y revivida y reformulada a nivel mundial en fechas claves como 1848, 1871, 1917, 1949, 1959, 1968, y que sobrevivió a la caída del muro de Berlín en 1989, simplemente murió de miedo.

Si una posición pretende ser auténtica y afirmarse hasta el final, debe serlo incluso frente a la posibilidad de la muerte o de su amenaza. Ello no significa actuar irracionalmente, sin ningún freno. Lo que significa es tener clara conciencia de que el poder soberano del Estado, no sólo burgués, basa su fortaleza en el monopolio de la fuerza represiva (Weber), lo que en última circunstancia significa la amenaza constante de muerte a quien se le oponga activamente. Ello siempre ha sido así. La amenaza natural que hoy se presenta como algo objetivo, que puede alcanzar a todos por igual, no es tal. Está centrada, mayoritariamente, en ciertos grupos y sectores, y pudo haberse enfrentado de manera distinta (todavía puede serlo). No hay mayor ideología que la de asumir que sólo se podía enfrentar de una única manera (¿y no era la principal característica de la izquierda intelectual la de la “crítica de la ideología burguesa y liberal”?). Los distintos Estados, a nivel mundial, sea de manera consciente o inconsciente, no importa, han usado dicho argumento para mantener disciplinada y controlada a su población.

Todo lo que hoy se abandona de manera indefinida: el derecho a la educación, al trabajo, a la libertad de movimiento, a la libertad de manifestación y tránsito, a la libertad de reunión y festejo, etc., no fue nunca una concesión graciosa del capitalismo (como les gusta plantearlo a los ideólogos más mediocres del sistema, verbigracia, Mario Vargas Llosa o Bernard-Henri Lévy), sino producto de luchas que conquistaron dichos derechos. Son producto de su vida y de su sangre. Abandonarlos de esa manera, sin plantearse o proponer otra alternativa, es la máxima traición que la izquierda crítica y revolucionaria pudo haber hecho contra su propia historia. Si se pudo pensar en cerrar casi todos los espacios de la vida pública y confinar a la mayoría absoluta de la población mundial, ¿por qué después de un lapso prudente, en el que se entendió la dinámica del virus y se detectaron los sectores más afectados, no se buscó una nueva forma de enfrentarlo, centrando la protección en dichos sectores y permitiendo la recuperación de los derechos constitucionales de la población en general? Se prefirió aceptar la cancelación de todo, de manera indefinida, con las serias afectaciones a los estratos más pobres y vulnerables de la sociedad (a los obreros, a los trabajadores informales, a los migrantes, a los desempleados), así como el daño psicológico permanente a los niños y jóvenes, a pensar otra alternativa política, económica, jurídica, cultural y social. De ese tamaño fue el colaboracionismo de la izquierda con el poder oficial de la burguesía.

No hay otra conclusión posible: o la izquierda crítica, no institucional, se reformula radicalmente y pierde el miedo o el dominio del capital está asegurado para siempre.

Carlos Herrera de la Fuente

Carlos Herrera de la Fuente (Ciudad de México, 1978) es filósofo, escritor, poeta y periodista. Autor de 3 libros de poesía ('Vislumbres de un sueño', 'Presencia en Fuga' y 'Vox poética'), una novela ('Fuga') y dos ensayos ('Ser y donación', 'El espacio ausente'), se ha dedicado también a la docencia universitaria y al periodismo cultural.

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One Comment

  1. Excelente síntesis de la pesadilla en la que nos encontramos y sin un despertar claro en el horizonte.

    Que detestable es la muerte de la izquierda decimonónica. El renacimiento del dominio.
    Nuestra nueva realidad: la “nueva normalidad” no transitoria.
    El adiós a nuestra libertad.

    Un tema no perteneciente al artículo, pero que lo influye directamente es la falta de visión de los que hasta ahora han avalado los cambios que han afectado al mundo. Es increíble que únicamente pocos expertos en epidemiología e inmunología de enfermedades infecciosas comprendan la realidad y no puedan expresar su opinión.
    Quizás para la década de los 2030 nos percatemos de los grandes errores cometidos hasta ahora y de la falsa esperanza en la efectividad y seguridad de las vacunas.

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