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Aforismos para el pasado mañana / I

No es necesario ningún poder cuando los que se someten juran hacerlo por su “propia libertad”, por su “propio bien”, por su “propio gusto”. Nadie gobierna porque todos comparten el lenguaje de la libre esclavitud (y poco a poco nos adaptamos a él, poco a poco lo vamos descifrando, comprendiendo, traduciendo a nuestra vida cotidiana, tanto “gobernantes” como “gobernados”). Todos nos cuidamos. Todos nos vigilamos. Todos nos recriminamos. Todos nos castigamos. 


“A mí me pertenece apenas el pasado mañana”
Nietzsche

I. Inmunidad, miedo y conciencia moral

1. Evaluación nietzscheana de la época. Mirémonos a la cara: no somos hiperbóreos. Sabemos suficientemente bien lo aterrados que estamos para enfrentar la vida. Somos demasiado mezquinos, demasiado temerosos, demasiado cobardes, demasiado hipócritas. Nada nos anima más que el amor a nuestras propias cadenas. Amamos las prisiones, los confinamientos, las máscaras, los espacios inmunes, la existencia sin riesgos. Añoramos vivir a costa de la propia vida. Sobrevivir: ésa es nuestra verdadera pasión. Lo distinto, lo libre, lo indomable, lo alegre nos resulta insoportable, maligno, irresponsable. Definimos la vida, en su sentido pleno, como la irresponsabilidad absoluta (así creemos condenarla, maldecirla). Ya nadie tiene la menor duda. Apenas ayer se festinaba la libertad de movimiento, de expresión, de gozo. Hoy es evidente que todo eso era tan sólo el parapeto de nuestra esclavitud compartida. No es necesario ningún poder cuando los que se someten juran hacerlo por su “propia libertad”, por su “propio bien”, por su “propio gusto”. Nadie gobierna porque todos comparten el lenguaje de la libre esclavitud (y poco a poco nos adaptamos a él, poco a poco lo vamos descifrando, comprendiendo, traduciendo a nuestra vida cotidiana, tanto “gobernantes” como “gobernados”). Todos nos cuidamos. Todos nos vigilamos. Todos nos recriminamos. Todos nos castigamos. La inmunidad deseada (la “inmunidad de rebaño”) apunta a lo absoluto, a la higiene total, a la expulsión definitiva del “cuerpo ajeno” (sea el migrante o el virus). Pero lo absoluto es la muerte misma, la nada, el vacío de toda relación, de toda acción, de toda voluntad, de toda afirmación, de toda expresión, de toda vocación, de todo cambio… La vida inmune es la muerte. Los extremos se tocan… Felicidades, lo hemos logrado: somos ya el último hombre.

2. ¿Cómo vacunarnos contra la vida? Ésa es la pregunta que se halla en el fondo de nuestra época. ¿Cómo vacunarnos contra la existencia misma? Tal vez el error haya sido definir muy pronto al virus como un “agente infeccioso”, como un cuerpo ajeno que nos invade, que nos parasita, que agrede la vida sin ser otra vida (agente infeccioso microscópico acelular). Haber tratado al virus como una especie de “muerto viviente” (Žižek). ¿No es la vida, antes que nada, un agente infeccioso de lo otro? ¿No somos los seres vivientes, todos, seres que contaminan, contagian, infectan, destruyen, aniquilan? ¿No es acaso el ser humano, tal como no se cansan de señalarlo los ecologistas radicales, una especie de virus para la “Madre Tierra”? ¿Acaso no estamos “al borde de la extinción planetaria” por nuestra acción desenfrenada, comenzada mucho antes del capitalismo, desde el inicio de la era sedentaria, neolítica, agrícola, ganadera, etc.? ¿No es el ser humano lo peor que pudo pasarle a nuestro planeta? Si esto es así (y todo esto se formula a manera de hipótesis), entonces no habría por qué dudarlo: el virus no es ajeno, el virus somos nosotros. Los virus son seres que viven replicándose en otros organismos, adentrándose en sus códigos genéticos para asimilarse a ellos y multiplicarse, reproducirse, transmitirse de mil formas; el virus también muta (esto es muy importante), para bien o para mal, se adapta, aprende a convivir, incluso en medio de la peor destrucción. Al final, se vuelve más amable, inofensivo, a veces desaparece…, pero sólo para aparecer, después, bajo otra máscara más terrible; o bien ridícula. El virus es todo; todos somos virus. Entonces, ¿cómo combatirlo definitivamente? Primera hipótesis: ¿la vida como virus?

Ilustración: Samuel Rodríguez.

3. ¿Cómo será la siguiente pandemia? Esa pregunta ronda en la mente de todos. Porque la habrá. Incluso aunque no la haya (paradoja insuperable). La siguiente pandemia tendrá que suceder, porque así lo han anunciado todos, porque así lo esperan todos. Eso es lo importante: en esta época, la capacidad de prognosis supera la realidad objetiva (no olvidar esto nunca). Después de la Primera Pandemia Mundial, se espera la Segunda. ¿Será peor? Sabemos bien lo catastrófico que fue la Segunda Guerra Mundial en comparación con la Primera (que, de ninguna manera, fue inocua); sabemos todas sus implicaciones económicas, políticas, sociales y morales. ¿Superaremos el grado de desquiciamiento que vivimos actualmente? Muy probablemente. Y la pregunta no se dirige hacia la experiencia objetiva (que, en comparación con los resultados de otras pandemias, no ha representado, ni mucho menos, la peor de todas), sino hacia la vivencia misma, hacia la forma en la que se “decidió” experimentar y combatir la pandemia: hacia su realidad simbólica, de efectos concretos y globales. Propongo una imagen para traducir la idea: tal vez al final de este siglo de terror (porque, se me había olvidado mencionarlo, las medidas contemporáneas de combate a la pandemia son tan sólo la continuación de la guerra contra el terrorismo por medios sanitarios) vivamos la peor pandemia de todas: la Tercera Pandemia Mundial (¿alguien se acuerda de que un día temimos la Tercera Guerra Mundial?). Y tal vez esa pandemia tenga la siguiente forma: todos estarán encerrados, todos se habrán contagiado, pero nadie morirá. Un día, la pandemia futura será la pandemia total, pero sobre todo por sus efectos. ¿Por qué? Porque lo que importa (lo que siempre ha importado) es el contagio, no la muerte. No se olvide: la muerte es la inmunidad absoluta, el encierro para sobrevivir. Lo que nuestra época quiere es no contagiarse, inmunizarse a como dé lugar, cueste lo que cueste. ¿Queda claro? Hace poco, en relación al final de año y a los festejos correspondientes, un periódico que alguna vez se catalogó de izquierda escribió en su editorial una defensa de las medidas de confinamiento y aislamiento social: “es entendible que los ciudadanos se hallen agotados mental y emocionalmente tras el confinamiento de los meses pasados, y que en esta temporada busquen la compañía de sus seres queridos. Sin embargo, resulta evidente que ninguna consideración puede ponerse por encima de la salud y la vida, por lo que es imprescindible emprender este esfuerzo adicional a fin de evitar un escenario más doloroso que el actual” (La Jornada, Editorial, 19/12/2020). ¿No se argumentaba lo mismo en la era bushiana del “combate al terrorismo”? ¿No era necesario “suprimir las libertades” para resguardar la vida y la salud de los ciudadanos? Y, por supuesto, hubo muertos, muchos muertos; no se trató de ninguna ficción…

4. Un día, tal vez, abandonemos la superficie de la Tierra para no respirar más el aire contaminado que flota en ella; un día nos volveremos topos humanos, a la manera de la vieja fábula de H. G. Wells (aunque allí se trataba, aún, de una parábola de la lucha de clases). Caminaremos por túneles higienizados y viviremos cientos de años sin el menor riesgo de contagio o infección. Un día simplemente estaremos agotados y preferiremos respirar el aire “puro” y artificial producido en algún laboratorio subterráneo (sin la menor sospecha de contaminación). Tal vez así logremos quitarnos, finalmente, la mascarilla (aunque se ha revelado como algo tan propiamente nuestro, tan querido, tan necesitado). Sobreviviremos, de eso no quepa la menor duda. La vida en la superficie terrestre será un recuerdo insano, triste, incivilizado. ¿Cómo pudimos vivir un día allí afuera? Incluso cumpliremos un sueño íntimo, un sueño que a veces nos atrevemos a tener, pero que reprimimos de inmediato: la Tierra florecerá sin el virus humano, medrará, ¡se recuperará! ¡Qué bella imagen! Estoy seguro de que habrá pantallas, monitores, en todas las paredes interiores, que nos permitirán degustar de esas imágenes externas. Como admirar un planeta lejano por telescopio.

5. Para una microfísica de los objetos pandémicos. ¿Hay un sistema de objetos pandémicos? La pregunta es válida de cara a la multiplicación de los objetos y los espacios acoplados a la pandemia. Una interconexión inmediata entre las cosas derivadas del combate a la enfermedad se ha vuelto evidente mientras más avanza el tiempo. Su funcionalidad, por supuesto, es lo de menos (siempre lo ha sido). Lo importante es su presencia insidiosa, la manera en la que aparecen en lugares que uno jamás se hubiera imaginado, en sitios incluso inadecuados para su implementación. ¿Qué comunicación existe entre un doble tapete (uno plano sin orilla, otro acanalado y con orillas, pero sanitizado con desinfectante cuaternario con Ph neutro), colocado a la entrada de un supermercado, y el carrito que pasa a su lado, sanitizado por encima con una solución de hipoclorito de sodio para que nuestros guantes de plástico transparente ajustable no se infecten (¿se pueden infectar los guantes?), mientras las ruedas pasan incólumes, sucias, con toda la contaminación de los estacionamientos, residuos de llantas y esmog, por los pasillos de ese espacio? ¿No existe un diálogo químico entre todas esas sustancias impregnadas en los objetos, que se divierten con ellos en una comunicación de aparente exterioridad (Sartre)? ¿Y qué decir del orden, de ese orden instantáneo, perfecto, repetido hasta el cansancio en todos los espacios del mundo? Lo conocemos de sobra: primero los tapetes (¡los tapetes!, prodigio humano: ¿alguien ha pisado alguna vez un coronavirus?), luego el gel antibacterial, finalmente el termómetro. Una sinfonía de objetos bailando a nuestro alrededor, abriéndonos el paso, seduciéndonos. Pero ¿por qué ese orden? ¿No podría ser de manera distinta? ¿No debería estar primero el termómetro, pues si la temperatura es la incorrecta ni siquiera habría que tomarse la molestia de hacer lo demás? Pero eso es racionalizar, y lo que menos importa en este sistema es la razón. Lo que importa es la repetición del mismo significado bajo multitud de referentes. Cualquier pensamiento arruina la orquestación. Visto desde cualquier punto de vista, todo es ilógico: el termómetro digital que de tanto ser apretado marca la temperatura que sea (lo importante es estar debajo de 37.5: sea 36 o 35 o 34 o 33, es lo de menos), el tapete que nos protege de una posibilidad tan remota como la caída de un rayo en nuestra cabeza (pero puede suceder), el gel que no mata ningún virus, pero quizá lo distrae. Y el cubrebocas, ¡oh, el cubrebocas! Ese objeto merece una descripción aparte, un análisis pormenorizado de todos sus detalles: el tipo de material que lo constituye, las diversas opciones de textura, las adaptaciones respiratorias (sin filtro o sin él), la forma concreta en la que se emplea, la manera en que debe ser tocado y resguardado, la eficiencia personal e interpersonal. Nunca un objeto tan pequeño ha sido elevado a tal rango de adoración y de aceptación inmediata, ni siquiera el condón (millones de veces más funcional). Ése es hoy y será para siempre el símbolo de la pandemia, y no es difícil pronosticar muy pronto la erección de un monumento mundial en su honor. El cubrebocas es ya la inmunidad adelantada, la vacuna avant la lettre, el reino de la seguridad que nos protege de todas las posibles enfermedades. ¡Y la careta! ¡La careta! Delicia máxima de la inutilidad, pero en una conversación tan bondadosa, tan prodigiosa, tan auténtica con el cubrebocas. Es como si el rostro (objeto también, pero de segundo rango) sólo pudiera revelarse escondiéndose infinitamente en los objetos que lo que recubren. Uno podría imaginar un juego de velos, una especie de progressus ad infinitum, que nunca terminara: un cubrebocas de tela bajo una mascarilla K95 bajo una careta de plástico colocada sobre unos lentes negros ajustables que están sobre unos anteojos recetados sobre unos pupilentes de colores, etc. (Hay quienes, aun portando todo esto, simplemente salen a la calle en una burbuja de plástico o, si se tiene dinero, en un traje de astronauta: ¡el planeta como Marte!). Un arsenal de objetos desechables (¿pero no se están prohibiendo ahora los plásticos y objetos de un solo uso por ser antiecológicos. ¿¡Hay ya una excepción antiecológica de antemano!?) ¡Y el correspondiente regressus ad infinitum, hasta llegar a la persona, a la máscara misma! Y todo eso, todo eso, finalmente, para saber (como lo confirman estudios japoneses, daneses, holandeses, la propia OMS, etc.) que cualquiera puede contagiarse, así nos metamos en una armadura de acero. Ah, pero de lo que se trata, según repiten sin cansancio los voceros mediáticos, impulsores espontáneos de todo lo que asuman como mecanismo de protección y seguridad, es de “cuidar a los otros”. ¿Es eso lo que piensan los sujetos que convierten su rostro y su cuerpo en una mentida “burbuja inmunológica”? Pero no racionalicemos de nuevo, no caigamos en ese error. Oigamos tan sólo hablar a los objetos; al fin y al cabo, es su sistema, su mundo. Tan es su mundo que el valor de uso del objeto sale sobrando completamente. Simplemente, no importa. Se ha dicho hasta el cansancio que el uso del cubrebocas y aditamentos similares promueven el relajamiento de las medidas de sana distancia; que siempre serán mal usados (mal colocados o mal tocados o mal guardados, etc.); que no se cambiarán a tiempo ni se higienizarán debidamente; que no se emplearán ni en el momento ni el lugar adecuados. Pero, aun así, se defiende su utilización. ¿Por qué? Porque su utilización es independiente de su utilidad, porque lo único que importa es portarlos como símbolos. (Todos hemos visto a quienes manejan su automóvil sanitizado, en absoluta soledad, protegidos por cubrebocas y caretas. ¿De quién se pueden infectar? ¿De quién se protegen? ¿De ellos mismos?)

Ilustración: Samuel Rodríguez.

Reflexionemos, finalmente, sobre las flechas en los pisos de los centros comerciales y espacios públicos; esas flechas que tal vez siempre estuvieron allí, pero apenas trazadas en una tinta invisible a la que sólo le faltaba el contacto con una nueva sustancia (¿gel antibacterial?) para mostrarse, para aparecer. Esas flechas son tal vez el objeto más enigmático, pero más honesto de la pandemia. Un objeto que no es un objeto, sino tan sólo una señalización para los objetos y los no-sujetos (nosotros), para su tránsito mercantil, continuo, inconsútil. Un proto-objeto. Esas flechas aparecen de repente en pasillos señalando el tránsito en una dirección, pero (si uno se fija bien), a veces señalan hacia las dos, otorgando el permiso del doble sentido, a una distancia mucho menor a los 30 cm. O en las entradas de los restaurantes o tiendas que sólo cuentan con una única puerta de entrada y salida. Allí las flechas guardan una distancia insana de, a lo mucho, 10 cm, para marcar la dirección a la que debe marchar la persona, como si ésta (el no-sujeto acostumbrado a salir y entrar de esos lugares) fuera tan estúpida como para chocar de frente con la otra si no se le indicara qué hacer; como si no tuviera la mínima conciencia del encuentro peatonal con el otro. Las flechas están para educar y reeducar en esta nueva etapa. ¿En qué consiste su adiestramiento? Si dos personas pasaran a la distancia que indican las flechas, esto es, a tan sólo 10 cm de separación, no se cumpliría, por supuesto, la “sana distancia”; pero la sola presencia de ellas lo toleraría. Porque ellas indican lo correcto y lo incorrecto del tránsito. Las flechas están para indicar y permitir simultáneamente. Es lo contrario de la máxima con la que traducimos a los símbolos contemporáneos de tránsito automovilístico: “lo que no está prohibido está permitido” (o sea, lo que no se muestra, no está prohibido). Aquí la máxima es: “sólo lo que se muestra explícitamente está prohibido y permitido a la vez”. Eso abre un resquicio de esperanza para los humanos: tal vez el amor no esté completamente prohibido en este tiempo; tal vez sólo tiene que ser señalizado, incorporado a la lógica flechística de la pandemia. Tal vez podamos volver a amar a alguien nuevo si tan sólo nos indican con flechas las posiciones correctas en la cama…

Los objetos pandémicos indican por indicar, señalan por señalar, muestran por mostrar. ¿Qué indica la indicación? Que se es aquiescente con la norma, con la moral, con el poder. Que no se le cuestiona, porque todo es urgente y “requiere la colaboración de todos”. Que no se piensa. ¿No es eso lo que nunca entendió Joseph K. en El proceso, que el tan sólo cuestionar o preguntar por el sentido de la culpa lo hacía verdaderamente culpable?, ¿que la culpa no es el efecto de la acción pasada, sino la posibilidad siempre vigente del desacato, de la falta por cometer? ¿Obedecer por obedecer es lo único que, si no libera de la culpa (como no se cansa de explicárselo el pintor Titoretti a Joseph K.), sí posterga el juicio sobre ella, el proceso mismo? Las flechas en el piso nos dicen algo tan similarmente idiota a ciertos momentos del ejercicio mayéutico socrático, representado por el juego de preguntas y respuestas que realiza en los diálogos platónicos: “¿No es cierto que la verdad se deriva sólo de los objetos verdaderos”? “Verdad es, oh Sócrates”. Algo similar dicen esos señalamientos: “¿No es verdad que lo que señalan las flechas es lo señalado como correcto?” “Señalas bien, oh gran flecha pandémica”… El sistema de objetos pandémicos es, por excelencia, el sistema tautológico del poder. Aquello que dice lo mismo de lo que dice por tan sólo decirlo. El vacío de los significados es absoluto. El referente lo es todo. Pero eso es precisamente eso lo que tranquiliza a la persona atemorizada.

6. Hace no mucho, ciertos sectores de derecha (¿qué es hoy derecha?, ¿qué es hoy izquierda?) se quejaban de que un político practicara solo (¡solo!), en un espacio abierto y vacío, un deporte en un momento de alerta pandémica. Este reclamo sintetiza mucho de lo que se asume, irreflexivamente, como correcto e incorrecto durante la pandemia. Sintetiza todo una nueva moral higiénica, que trasciende con mucho la vulgar disputa partidista, el deseo de atacar al otro para restarle votos (aunque ello mismo siga estando implícito). ¿En qué perjudica el que alguien practique solo cualquier deporte, entrene o haga simplemente ejercicio? Si se está sólo en un espacio al aire libre, por supuesto que no hay posibilidad ni de contagiar ni de ser contagiado. ¿Qué es, entonces, lo que se le reclama a alguien que decide hacer eso, sea político o no? Lo que se le reclama es que no funcione como “ejemplo”, como “modelo”. ¿Ejemplo de qué? No es ejemplo ni de acatamiento de la exigencia mundial de permanecer aislado en casa ni del gesto de aparentar hacer algo por los otros. No es modelo de comportamiento en el sentido en el que nuestra época lo exige. Si se miran las cosas más de cerca, lo que exige la época (esa dictadura anónima de la que habló Heidegger hace ya casi 100 años) no es ni siquiera cuidarse correctamente, protegerse, sino manifestar la preocupación por los otros, el cuidado por los otros (y por lo otro, verbigracia: el medio ambiente, la ecología). Hacer ejercicio al aire libre, sin que nadie esté alrededor de uno, por supuesto que no contagia ni representa ningún riesgo personal, pero no es una muestra expresiva de “solidaridad” hacia los otros, de preocupación constante hacia los otros. En los hechos, puede ser que el cuidado hacia uno (el ejercitarse para mantener la salud) sea, a la vez, preocupación por uno y por los otros, en cuanto se toman en cuenta todos los requerimientos para no contagiar, para no contaminar; pero eso no importa. Lo que importa es manifestar, hacer visible que a uno le preocupan los otros. En síntesis: lo que importa es el espectáculo de la demostración del cuidado de los otros, aunque, en el fondo, lo que más pese sea la desconfianza absoluta hacia los otros, el temor a los otros (el miedo a que nos puedan contagiar). No importa, repito, el cuidado de los otros, sino el que se manifieste ese supuesto cuidado, para que la mirada colectiva de los otros (incluso en su ausencia), o mejor, para que el Gran otro, como lo llamara Lacan, ese sustento simbólico de nuestro actuar (el Gran Padre que nos observa sin observarnos), nos libere de la culpa de no hacer nada. Lo que importa es demostrar que nos importan los otros, que no somos irresponsables, que nos “cuidamos entre todos” (aunque no sirva absolutamente de nada; o sí, es lo de menos). Por eso, en esta época, el mejor ciudadano es el que se encierra en su cuarto, se aísla, rompe sus relaciones con el mundo, se quiebra psicológicamente, porque así manifiesta, paradójicamente, en su desaparición, en su falta de ciudadanía activa, su “vínculo con el mundo”; es el que, cuando sale, se cubre con todos los aditamentos de plástico posibles para manifestar que él sí se cuida y cuida a los demás (aunque no respete las medidas más efectivas de salud y, en ocasiones, se termine enfermando); es el que adiestra a sus hijos y a los niños a usar cubrebocas desde que nacen y a seguir todas las medidas de distancia y aislamiento, aunque esos niños sean incapaces de entender siquiera el significado de todo ello (e incluso se les dañe más, psicológicamente, de esa manera). Mostrar el respeto hacia los otros, aunque sea inefectivo.

Algo de eso ya nos lo había enseñado la moral ecológica de la época. “Todos somos responsables de la debacle ecológica del mundo”, es la frase favorita de los ecologistas. Así se nos enseña a separar la basura, a reciclarla, a evitar el uso de variedad de materiales contaminantes, a ducharse menos tiempo o simplemente a no ducharse, a no bajarle a la palanca del excusado a menos que sea necesario, a hacer uso de medios de transporte alternativos, etcétera, etcétera. A “ser responsables con el medio ambiente”. Y mientras más lo somos, más contaminado está el mundo, más destrozado. ¿Por qué? Porque la verdadera contaminación mundial no depende del acto individual, por más que así lo aseguren los adalides del liberalismo. Porque, por más responsable que seamos, la dinámica de la contaminación está vinculada con la lógica destructiva de la acumulación económica, y ningún acto individual podrá alterarla, por más bondadoso y consciente que sea. En el fondo, de nuevo, la moral ecologista es tan sólo un espectáculo que sirve para dos cosas: 1) para alinear a todos a lo políticamente correcto, a lo que debe ser hecho según las reglas de la moral colectiva (juzgada constantemente por las “redes sociales”), y 2) para liberar al individuo de la culpa de no hacer nada, de sentirse responsable de lo que sucede, porque así lo señala el mundo. La función de la moral ecológica e higiénica contemporánea es la de cualquier religión: primero culpabilizar, responsabilizar, y, luego, descargar la culpa mediante el acto de compromiso (sin que esa descarga sea nunca total, plena, pues de otra manera se liberaría efectivamente al individuo).

La máxima moral de nuestra época, el imperativo categórico que nos rige hoy en día, y que, como cualquier imperativo categórico (empezando por el kantiano), es imposible de cumplir y satisfacer (pero ésa no es su función, sino la de alinear, la de disciplinar y adiestrar), puede formularse de la siguiente manera: Obra según aquella máxima por la cual trates de demostrar (finjas) que te preocupas por los otros y haces algo por los otros, aun cuando tu actuar sea inefectivo e inútil. Toda la crítica a nuestra época deriva de este principio.

Segunda hipótesis: ¿la conciencia ecológica y sanitaria como simulacro?

 7. Notas para una Crítica de la razón higiénica. Una crítica contemporánea a la razón higiénica tendría que partir necesariamente del siguiente postulado: “La razón higiénica tiene como destino seguir un objetivo que no puede nunca alcanzar porque rebasa todas las posibilidades humanas y vitales, pero que, por su misma naturaleza, no puede dejar de perseguir en todo momento”. Ese objetivo no es otro que el de la inmunidad absoluta. Alcanzar la inmunidad absoluta significaría tanto como alcanzar la vida eterna, a la que, en términos de todas las religiones, sólo se puede aspirar por medio de la muerte. La inmunidad absoluta es el fin absoluto del cambio y la transformación, de la alteración a partir del contacto con otros seres (macroscópicos o microscópicos). Es la vida absolutamente protegida que se torna parálisis vital. La aspiración de la inmunidad absoluta no es un intento radical de afirmación de la vida, sino justo lo contrario: es el temor máximo a la vida, al cambio, a la mutación, a la transformación; es el miedo a que no todo pueda estar definido y asegurado por siempre, el terror al riesgo y a la incertidumbre. La aspiración a la inmunidad absoluta es expresión de otro principio que, más allá del de la afirmación racional de la vida, se juega en todo proceso humano y social: la negación de la muerte. Ese principio, evidentemente, es irracional, porque no hay vida, no hay tiempo vital sin que exista siempre la amenaza de la muerte, o bien la frontera que ella finalmente traza. Esa aspiración es imposible y absurda, pero no deja de ser buscada por todas las religiones del mundo, incluida la científica (que se vuelve religión al abandonar los principios de la exposición al debate público racional y se convierte en la adoctrinadora de la época, la domesticadora disciplinante). Inmunizar la vida de la muerte (ésa es la expresión final de la búsqueda de inmunidad absoluta) es imposible, pero su intento redunda en la paralización de la vida misma. La fórmula, en su máximo de absurdidad, se expresa de la siguiente manera: con tal de proteger la vida de cualquier daño, con tal de inmunizarla y de que no haya el menor riesgo de muerte, es preferible cancelar, paralizar la vida colectiva: asesinarla. Con tal de sobrevivir, es mejor morir colectivamente. A ese absurdo lleva la razón higiénica si no se le limita, si no se le pone una barrera, si no se activa una crítica que la deconstruya…

8. Debería estar prohibido concluir con lo evidente, pero el naufragio de nuestra época lo exige: la inmunidad, o mejor dicho, la búsqueda obsesiva de inmunidad es la enfermedad misma.

Twitter: @CarlosHF78

Carlos Herrera de la Fuente

Carlos Herrera de la Fuente (Ciudad de México, 1978) es filósofo, escritor, poeta y periodista. Autor de 3 libros de poesía ('Vislumbres de un sueño', 'Presencia en Fuga' y 'Vox poética'), una novela ('Fuga') y dos ensayos ('Ser y donación', 'El espacio ausente'), se ha dedicado también a la docencia universitaria y al periodismo cultural.

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One Comment

  1. Un artículo para pensar profundamente. ¿Qué estamos haciendo? ¿A quién estamos obedeciendo y para qué?
    Lo que estoy en descuerdo es que “la siguiente pandemia tendrá que suceder, porque así lo han anunciado todos, porque así lo esperan todos”. Lo que estamos experimentando ahora, desde el estricto punto de vista de epidemiología de enfermedades infecciosas, no es una pandemia sino un brote global. El problema no es tanto el virus ni la saturación de hospitales, sino de las medidas que tratan inútilmente de evadir contagio. Además de los daños colaterales que están causando a largo plazo, están ayudando que persista la inevitable dinámica de cualquier brote infeccioso. Este brote de Covid-19 continuará y continuará.

    ¿Vendrá otra pandemia? Por supuesto. No es cuestión de si llegará sino de cuándo llegará. Y no necesariamente será causada por coronavirus.

    La mofa que hace sobre las medidas antisépticas no puede ir más allá del punto clave de la falsa seguridad de asepsia y antisepsia. Lo digo porque soy médico y he trabajado en microbiología varias décadas. Nada tiene sentido. El no adherirse a las medidas sanitarias hoy es el equivalente a no persignarse ante un enfermo durante la peste bubónica en 1348. Ambas medidas son igual de efectivas para evitar contagio.
    En caso de que no lo haya notado, la lección de 2020 es que se ha demostrado que las personas que pensaban que los confinamientos funcionarían estaban equivocadas. Los que saben algo de epidemiología de enfermedades infecciosas lo advirtieron y fueron ignoradas. Seguimos obedeciendo políticas que perpetúan lo inevitable con una fe ciega en vacunas. El autor anticipa atinadamente la Tercera Pandemia Mundial. Hacia allá vamos.
    Vivimos ciegos en una necia búsqueda obsesiva de inmunidad, inmunidad que no llegará y qué, como el Dr. Herrera de la Fuente concluye: es la enfermedad misma.

    Vivimos en una época de hipocresía. Entre los vertebrados, la hipocresía es el peor crimen no físico y se limita en gran parte al hombre.

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