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Los mundos posibles de Gilberto Aceves Navarro

El 20 de octubre se cumple un año del fallecimiento de don Gilberto Aceves Navarro. Autor total en muchos sentidos, en sus casi 70 años de trayectoria el maestro ejerció de todo un poco: fue escultor, fue grabador, fue muralista, fue profesor, pero sobre todo —y ante todo— fue pintor. La crítica decía e insistía que su lugar en la historia de la pintura mexicana estaba en el movimiento de la Ruptura, y él decía e insistía que eso no era cierto, que anduvo en paralelo pero que no profesaba las mismas ideas. Y habría que hacerle caso. Porque en su obra —más que ceñirse a una generación, más que limitarse a una técnica, más que seguir una moda, más que abrazar un solo tema—, Gilberto Aceves Navarro jugaba siempre con las posibilidades que le ofrecía el arte mismo. Como él mismo lo decía: estaba inventando su mundo y, en él, cabía de todo. A manera de homenaje, dejamos aquí estos trazos y fragmentos de su vida…


I

Primero, lo verdaderamente importante: antes que escultor, antes que grabador, antes que muralista, antes que maestro, antes que pintor, Gilberto Aceves Navarro era un gran ser humano; un hombre generoso; un tipo alegre, desparpajado, irónico; en fin, alguien lleno de vida y de colores.

Cuando uno convivía con él, cuando uno platicaba con él, no daba la impresión en lo absoluto de que estuviéramos frente a uno de los más importantes y revolucionarios artistas mexicanos de la segunda mitad del siglo hasta nuestro días. No. Él, el querido maestro Aceves Navarro, se encargaba de aligerar la conversación. Siempre.

Lo cuento tal cual.

Por ejemplo, la primera vez que conversé con él, en el lejano 2003 —cuando recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes—, unos botes de pintura nos sirvieron como sillas. Así sin más.

—Siéntese, siéntese… No tiene problemas con sentarse ahí, ¿o sí? —me dijo muy quitado de la pena.

En su ropa, es sus manos, las manchas de pintura se mezclaban libremente y formaban figuras de diversas formas.

—En este momento, maestro, ¿le llega la inspiración con la misma frecuencia que antes? —le pregunté en un momento dado.

—Claro. Para mí la inspiración es así: al principio, a la hora de trabajar, uno empieza como flojito; luego, me voy calentando, calentando; al final, estoy totalmente sumergido en esto y todo llega sin tropiezo alguno, como cascada… Pero no es inspiración. La inspiración pura no existe. Más bien es estar compenetrado profundamente con esto, con una actitud llena de recepción, de obediencia, y fuerza, que indudablemente lo va capturando a uno hasta llegar a todo su potencial. Eso es maravilloso. Algunas veces, incluso, he pensado que el cuadro me salió dictado. ¿Qué significa esto? Que no tuve ningún tropiezo. Simplemente la pintura me iba diciendo: pon rojo, pon verde, ahora aquí, ahora allá. Y brota.

—Pero, entonces, ¿es la pintura la que lo dicta? ¿No es eso que llaman el «Ser»?

—No, qué va. Yo no creo en esas cosas. Para mí, la pintura es el ser superior. Siempre está adelante de uno. La pintura es la que le va diciendo a uno: abusado, güey, es azul y no rojo…

El maestro dijo esto, y entonces soltó tremenda carcajada. Tratando de ponernos serios, continué: ¿se siente en este momento, como dicen los críticos, un clásico; o más bien es un barroco?

—Sigo siendo un iconoclasta clásico; nada más —me respondió—. En cuanto a estilos, acumulo a veces elementos porque así lo requiere la obra. Encuero las cosas porque así se necesita. Porque siento que así dice mejor lo que estoy planteando. No me detengo a decir: en este momento soy un pintor barroco, por lo tanto debo hacer cosas como un barroco. No. Jamás he estado casado con nada. Juego con las posibilidades que me ofrece la pintura. Así que, aunque los esquemas de «hacer bien las cosas» digan que no va esto o aquello, yo lo hago. Porque nunca hago cosas académicas. Estoy inventando mi mundo… La cuestión es la libertad. Ejercerla. Perderse en ella. Por eso no comparto ni me agrada esa gente que sabe lo que está haciendo y el resultado que saldrá de ello. Está bien; es su derecho. Sin embargo, yo no me divertiría si supiera que el cuadro que pintaré ya lo pensé: debe llevar 35 por ciento de rojo, 15 por ciento de blanco, 19 líneas, 11 puntos; y deben estar aquí y acá; la firma, y el cheque que voy a pedir por él…

Obra: Gilberto Aceves Navarro a los 68 (1999).

II

Transcribo lo que anoté en mi pequeña libreta el viernes 9 de agosto de 2019. Regresaba de entrevistar a Gilberto Aceves Navarro en su casa de Cuernavaca, Morelos: “El maestro ha estado cordial, irónico, profundo, nostálgico y, finalmente, humano. A punto de cumplir 88 años de vida, sigue inventando y creando, mostrando gran vitalidad artística”.

No sé si fue su última entrevista que concedió, lo que sí sé es que fue una de las últimas; de eso estoy seguro.

Imposible resumir aquí las dos horas que pasamos conversando: nombres, recuerdos, anécdotas se iban acumulando en ese armatoste llamado grabadora.

Ese día caluroso, el maestro había estado afable, despreocupado, atento, vivaracho, bromeaba, contagiaba su vitalidad.

Yo, en cambio, había llegado acompañado de un dramatismo muy propio del siglo XXI; o sea: fuera de toda proporción.

Razones tenía: unas semanas antes había leído una entrevista en la que don Gilberto decía muy campechanamente a una reportera:

—Sólo falta que me muera, ya me falta poco tiempo; pero tengo necesidad de apurarme porque quiero ver qué resulta de esto que realizo. ¿Para dónde voy? Les digo que siempre es un misterio, pero sigo vivo.

Yo no dejaba de pensar en aquella declaración tan directa mientras me dirigía a su casa-estudio, donde me recibiría.

Por eso, apenas nos sentamos a platicar, lo primero que quise preguntarle era sólo una cosa, urgente:

—¿Cómo está? ¿Cómo se encuentra?

Don Gilberto —que para entonces escuchaba atento mi explicación, sentado en un reconfortante sofá— se quedó unos segundos en silencio. Luego, con su humor característico, y con ese desparpajo muy suyo, me dijo:

—¿Qué te puedo decir? Que ya soy el hombre biónico. Tengo un aparato para oír, otro para respirar, lo único que me hace falta es uno para hablar…

Entonces soltó una carcajada suave, coqueta.

Después, dejando de lado todo dramatismo —corrijo: mi dramatismo—, continuó:

—En general, me encuentro bien. No tengo nada que sea así muy próximo, que sea muy delicado. Además, estoy bien cuidado, con mucha gente a mi alrededor. Voy a mi clínica. Voy a mis revisiones. Tomo mis medicinas. Me protejo. Me cuido. No por miedo a la muerte, sino por miedo al dolor. A ése sí le tengo miedo. No quisiera sufrir. Pero de que me voy a ir, pues sí me voy a ir. No sabemos qué tan rápido…

Le interrumpí: pero, entonces, ¿en este momento la cuestión de la muerte se ha vuelto un tema, una inquietud, una obsesión, o sólo lo que es: un destino?

—Es eso, un destino. No tengo por qué inquietarme. Aunque a veces sí sucede… Mira, ya no fumo, ya no bebo, ya no como cosas dulces; sigo mi dieta. Así que no tengo una razón para convertir a la muerte en una obsesión…

El maestro hizo una pausa, al tiempo que se acomodaba la cánula de oxigeno que se había vuelto parte de él (y la cual le ayudaba a respirar mejor). Entonces, prosiguió:

—Ahora bien, las obsesiones ahí están. ¡Cómo me voy a quedar sin obsesiones! Estoy obsesionado con ciertos temas que me importan, que tienen que ver con mi familia, que tienen que ver con mi república, con este México al que le he dado toda mi vida, toda mi historia… Mi historia es parte de México… Claro, he vivido en otros lados, pero este país ha sido siempre mi centro de operaciones. El centro de mi corazón y de mi trabajo…

—Bueno… Nada más usted creó aquí escuela —agregué a lo que él decía.

El maestro sonrió:

—Es cierto. Ahora son mis alumnos los que siguen el camino; hay muchos distinguidos, eh. Pero tienes razón. Yo tenía mucho que decir. Hice escuela. Hablando de arte, yo creo que no se explica mucho de lo que pasa actualmente en el país, en México, haciéndome a un lado a mí; vaya, sin que se me cite…

—Vamos a decirlo con todas sus letras —le dije—: no se explica este país sin que su nombre esté presente.

—Sí, gracias. Yo he hecho muchísimas cosas. No por pretensión, sino por mi compromiso con mi país. Quiero mucho a México.

—¿Y en qué cree ahora, maestro? ¿En qué cree en este momento?

—En lo mismo de siempre.

—No se ha vuelto más religioso, ¿o sí?

—No-no-no, por el amor de Dios. No.

El maestro volvió a carcajearse, suave. Contagiaba su risa… Entonces, dijo:

—Mi familia, del lado de mi madre, eran personas bien del estado de Puebla. Las tías, que llegaron al entonces Distrito Federal a desarrollarse (a estudiar y todo eso), tenían por costumbre ser muy mochas. Pero mi abuelo, no. Entonces, me parece absolutamente normal que de repente yo tenga caídas así, hacia lo religioso… A ver, virgencita…

El que soltó ahora la carcajada fui yo; la sonrisa en el rostro del maestro tampoco la podía ocultar. Iba a decir algo, pero él continuó:

—Lo que pasa es que ya no soy tan socialista —dijo—. Ya se acabó la capacidad de lucha. Ya no la tengo. Además, sería absurdo. Ahora, eso no quiere decir que no esté atento a lo que sucede. Por ejemplo, ahí está la llamada “ley garrote”, que es muy preocupante; o el político ése que quiere extender su periodo ya votado, que quiere, o quería, ampliar a cinco años su gestión… Estamos en un momento crítico, difícil, y yo no veo en el panorama, la verdad, muchas posibilidades de componer esto. Ojalá, ojalá, ojalá —enfatizó don Gilberto— no dejen de empujar y no vayan a dejar de ayudar al presidente de México. Yo creo que tiene muy buenas intenciones, indudablemente.

III

Desde hace mucho tiempo, a Gilberto Aceves Navarro nadie sabía dónde ubicarlo. Como colaborador de Siqueiros y miembro del Salón de la Plástica Mexicana, algunos críticos e historiadores del arte lo situaron —con justa razón— dentro de la Escuela Mexicana; otros, en cambio —debido a su continua búsqueda de libertad, debido a su continua búsqueda de originalidad, debido a su férrea oposición al muralismo panfletario—, prefirieron incluirlo en la Ruptura.

Hombre en bicicleta (1990).

Pero él siempre negaba eso. Él decía e insistía que no era cierto, que anduvo en paralelo pero que no profesaba las mismas ideas. Y había que hacerle caso. Porque en su obra —más que ceñirse a una generación, más que limitarse a una técnica, más que seguir una moda, más que abrazar un solo tema—, Gilberto Aceves Navarro jugaba siempre con las posibilidades que le ofrecía el arte mismo. Como él mismo lo decía: estaba inventando su mundo y, en él, cabía de todo.

A un año de su partida, algo está claro: ese mundo, y nuestro mundo, está más callado y vacío y huérfano que de costumbre. Porque con su partida se fue un pedazo de la historia de México: Gilberto Aveces Navarro era historia viva del arte plástico del siglo XX. Era un vanguardista que desmitificaba la vanguardia.

Transcribo aquí algunos datos biográficos: Gilberto Aceves Navarro nació en la Ciudad de México en 1931. Estudió en La Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado “La Esmeralda” del Instituto Nacional de Bellas Artes en 1950. En 1952 trabajó al lado de David Alfaro Siqueiros en la realización de los murales de La Rectoría de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Desarrolló una importante labor docente. En 1964 colaboró en el Instituto de Intercambio Cultural Mexicano Norteamericano, en Los Ángeles, California, y de 1971 hasta el 2012 como maestro de la Escuela Nacional de Artes Plásticas Academia de San Carlos de la UNAM. (De hecho, fue reconocido por esta universidad al cubrir 40 años de enseñanza académica.)

El maestro participó en más de 320 exposiciones colectivas en México y en algunas de las principales ciudades del mundo. Asimismo, realizó más de 150 exposiciones individuales en museos y galerías nacionales a partir de 1955. Y de ahí nunca paró: unos meses antes de su muerte, para ser más precisos el 4 de julio de 2019, fue inaugurada una de sus últimas exposiciones: “Hoy”, la cual estaba integrada por 60 obras distribuidas en cuatro núcleos temáticos: “Retrospectiva”, “Caminantes”, “Migrantes” y “Arte desde pequeños”, en el Museo de la Ciudad de México.

Esa muestra era la que nos había motivado a buscarle y entrevistarle. Verán: la retrospectiva ayudaba a entender mejor —y dejaba muy en claro— su sentido de la composición, su manejo del espacio y el gesto, la diversidad de su paleta de colores, así como la frondosidad de sus temas.

En un momento de nuestra charla, le pregunté sobre la evolución en un pintor: ¿existe?

—Sí-sí, desde luego —me dijo el maestro—. Por lo menos en mi caso, sí. Yo tengo una evolución y la sigo teniendo, todavía no se ha cerrado. Es más: la necesidad de evolucionar es continua.

—¿Hoy se arriesga a más cosas, juega a más cosas con el arte?

—Sí, ahora soy más atrevido, me lanzo más, pero… Pero vamos a decir que con cierta trampa. Porque ya sé que tengo un dominio absoluto de la técnica. Mira: si quieres pintar bambúes, pinta bambúes durante diez años, hasta que tú seas bambú. Y una vez que seas bambú, y quieras pintar algo, olvídate que eres bambú. Todo esto se tiene que hacer con una gran técnica, con un pleno dominio de la técnica. ¿Quién dijo esto? El pintor Hokusai, uno de los grandes, grandes, grandes pintores de todas las épocas, de todos los países.

—Y los temas, ¿siguen siendo los mismos o han cambiado?

—En este momento no tengo tema, ahorita tengo ganas. Entonces, el tema es cómo se hace… Es decir, estoy poniendo los últimos dominios de mi dominio de la técnica; de mi dominio de los conocimientos de cómo se pinta algo. Porque el dominio de la técnica es así, toma mucho tiempo.

—Déjeme cambiarle la pregunta, hablando de los temas. ¿Qué le inspira ahora? Porque he notado que su preocupación por el país no deja de estar presente en su obra. Ahí está su serie Migrantes, por ejemplo; o las cabezas olmecas…

—Son parte de un solo tema: mi vida y mi país. ¡Cómo no va querer usted un país como México! Han sacrificado, robado, engañado a su querida gente… Hay matones, se dan cachetadas y se traicionan entre todos… Pero esto no es nada nuevo, ha existido siempre y en todos lados, no sólo aquí… Ahora bien, yo creo que mi deuda con mi gente, con mi patria, apenas está empezando a quedar saldada…

IV

El maestro Gilberto Aceves Navarro fallecería el 20 de octubre de 2019, con 88 años recién cumplidos; sin embargo, no los representaba. Él seguía inventando, seguía creando, mostraba gran vitalidad artística.

En algún momento, me mostró fotografía de los cuadros que estaba trabajando. Luego, ante el aviso de que había llegado la hora de comer, me pidió que le siguiera haciendo preguntas.

Hombre sobre rueda (1990).

Casi susurrando, me dijo:

—Hágame otra, usted no se preocupe.

Pedro, mi compañero fotógrafo, soltó una risita.

—No me den cuerda, porque me sigo —añadió el maestro. Y se echó a reír.

Aproveché la invitación para preguntarle sobre un tema que me interesaba mucho…

—Hay un aspecto en su obra que siempre me han llamado la atención: el color. ¿Me podría hablar de él? ¿Cómo ha sido la evolución de su paleta de color? Se lo pregunto porque hubo un momento que era muy ocre, oscura, y, de pronto, ¡zas!, se suelta la luz y la inunda de colores luminosos…

—¿Cómo se da esto? ¿Por qué de repente ya no más oscuro? Porque no los entendía. Ya no los entendía. Creo que nunca los entendí bien, hasta ahora, que ya casi no hay oscuros; ahora es cuando los estoy entendiendo. Y, ojo: no me había equivocado. No quiero decir que me equivoqué. Pero ya no es lo mío. Y vuelvo a la cosa de Hokusai: cuando ya hayas dominado todas estas cosas y seas bambú, olvídate que lo eres…

—¿Algo así como desaprender?

—Sí-sí. Mi intención cuando yo empecé a pintar con color no fue dejar los oscuros, no fue así; más bien, fue que se impusieron las necesidades. No podía pintar unos cuadros como los que estoy haciendo ahora con colores que utilizaba antes. La manifestación del color en mi obra se ha dado lentamente. No es de golpe, ¡pam!; no es un cambio brusco, ¡pum! No. Se va dando lentamente…

El maestro, entonces, se quedó unos segundos en silencio, pensativo. Iba a comentarle algo, pero se me adelantó:

—Es cierto: yo había dicho en su momento que el cambio de mi paleta de color se dio como una explosión, pero no; reflexionando, uno ve que fue paulatino, que se fue dando lento; poco a poco fui entendiendo muchas cosas. Por eso pienso que pintar es magia.

—¿Podríamos decir, entonces, que la pintura misma le fue exigiendo ese cambio, esa evolución en su paleta de color? Recuerdo que alguna vez usted me dijo que la pintura era la que le decía, y voy a citar sus palabras: “¡Abusado, güey, es azul y no rojo…!”.

El maestro soltó una carcajada.

—Me sigue diciendo. Me sigue diciendo —repitió—. Uno no puede dejar de oír… ¡Es que hay que oír! La pintura platica mucho. Hay que oírla. Y eso hice: yo me dediqué a oírla.

—Como sabe, es inherente en el ser humano tratar de darle explicación y significado a las cosas. Mucha gente le quiere dar un significado al color, sobre todo político. En su obra, ¿cabe ese significado político a la hora de hablar del color?

—Te lo voy a responder así: mi tío Raúl era rojo, y fue asesinado por lo mismo, porque era rojo. Raúl Navarro. Estaba estudiando pintura. Trabajaba en la Secretaría de Educación. Era uno de los líderes de los trabajadores, no de los maestros, de los trabajadores de ahí. Y en una de esas reyertas lo mataron. Incluso, mi mamá le decía Raúl el Rojo, porque era comunista. Por ese rumbo andaba yo, nada más que no llegué a ser rojo total. Cuando me peleé con Siqueiros, ya no quise saber más. Siqueiros tuvo la mala decisión de ser demasiado, extremadamente político. Le quitaron mucho tiempo. Le quitaron muchas ideas…

—Pero, entonces, ¿si podemos encontrar una carga política en su paleta de color?

—Naturalmente que sí… Ahora bien, te decía que los colores oscuros fueron cediendo y se fue limpiando la paleta, aclarándose. En la actualidad, grandes extensiones de mis cuadros son un solo color, contrastante con el resto. Porque estoy en proceso. Y el proceso implica eliminar el… no-no, eliminar no… El proceso implica la síntesis, volverme más sintético en la forma y en el color. Ya he eliminado muchas de las necesidades que yo sentía, aunque estoy dispuesto, en cualquier momento, a volver a buscarlas. Quiero, a lo mejor, volver a una figuración muy clara, muy precisa… No sé… No sé… A ver, ¿para qué me preguntas de estas cosas?

Gilberto Aceves Navarro en 2019. / Foto de Pedro González Castillo.

Colofón

Anécdota tras anécdota fueron cayendo durante aquella última larga conversación con don Gilberto Aceves Navarro. Pero hubo una que, a la distancia, podría decirse que retrata la liviandad y afabilidad del pintor mexicano.

Me contó, por ejemplo, cómo fue que entró a estudiar a la escuela La Esmeralda: mientras pensaba cómo comprar un libro —El dibujo de figura en todo su valor, de Andrew Loomis—, se le acercó su maestro Juan Cisneros:

—Me preguntó: “¿Qué andas haciendo por aquí?”. Luego me preguntó que a qué me dedicaba. Cuando le platiqué que andaba yo de aquí para allá, y de allá para acá, tratando de saber qué iba a hacer conmigo, me dijo: “¿No te dejan en tu casa ser artista?”. Y yo: Pues no. Y él: “Aaah”. Y añadió: “Mira, para allá está la Escuela de Pintura y Escultura, que todos llaman La Esmeralda”. Y tomando mis hombros, me dio una vuelta con dirección a la calle. “Te atraviesas la Alameda y la vas a encontrar ahí en la calle de Zarco”. Y sin pensarlo más me dirigí para allá, y me metí. ¡Te imaginas cómo se resolvió algo tan vitalmente importante para mi vida, cómo se resolvió de la manera más sencilla! Agradecido como estaba, y estoy, no lo volví a ver. ¿Quién era Juan Cisneros? Maestro, artista, daba clases de modelado en la secundaria en la que yo estuve.

Emocionado por la anécdota, le pregunté a don Gilberto por sus padres. ¿Qué le dijeron cuando les contó que ya estaba inscrito?

—Bueno, mi mamá (porque ya no tenía papá) estaba llegando a la casa de una gira que había hecho por el norte del país, con la compañía de Plácido Domingo Ferrer y Pepita Embil. Mi mamá cantó con ella mucho tiempo. Llegó con sus maletas. Las puso en la piso. Y dijo: “Ya llegué”. Y yo: Te tengo una sorpresa, mamá. “A ver, ¿cuál es la sorpresa?”. Pues ya me inscribí en La Esmeralda. “¿Y eso qué es?”. Una escuela de pintura y escultura. Se sentó en una de las maletas. Y se soltó a llorar.

—No me diga eso…

—No dejó de llorar nunca. Cuando yo cumplí 50 años, ella todavía estaba viva, ya cerca de morir. Y me preguntó si no me había equivocado…

—¿Y qué le dijo usted?

—Le dije: “Pues no te puedo decir nada, no lo sé…”.

Entonces, el maestro soltó tremenda risa. Al cabo de unos segundos, tratando de ponerse serio, añadió:

—“Lo que sí te puedo decir, mamá, es que sí he hecho el esfuerzo; sí he trabajado; y sí he producido. Pero, a ver, de la manera en la que tú ves el éxito, pues no sé. Pero además puedo decirte una cosa: no me interesa el éxito. Yo ando en otros caminos”. Y era cierto. Sí andaba en otros caminos. Estaba puliendo mi método de enseñanza. Ya tenía ocho años de haber empezado a dar clases en San Carlos, y de darme cuenta que la educación ahí no era la más apropiada para la época.

—¿Siempre fue muy rebelde?

—¿Yo?

—Sí. ¿O era un outsider, como ahora se hacen llamar?

—No, qué va. Yo acabé siendo también muy principito.

—¡Ahora es fifí! —intervino el fotógrafo—; es lo de hoy.

—Es cierto —dijo el maestro, mirándolo—. Ahora es fifí…

Las risas de todos, entonces, se expandieron por toda la casa.

Una versión de este texto fue publicada originalmente en el número 10 del proyecto impreso La Digna Metáfora (2019).

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