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Robert Louis Stevenson: 170 aniversario natal

Nació con el don de narrar, y por eso los aborígenes de Samoa, entre los que se retiró a morir antes de tiempo, lo llamaron Tusitala: “el que cuenta historias”. A Robert Louis Stevenson le debe la historia universal de la literatura dos de sus más grandes cimas: La isla del tesoro y El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde. Ahora que se cumplen 170 años de su nacimiento, lo celebramos.


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Nació hace 170 años, el 13 de noviembre de 1850, en Inglaterra. Murió muy joven, a los 44 años de edad, el 3 de diciembre de 1894. En su obra perdurable se hallan La isla del tesoro, publicada cuando contaba con 33 años, y El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, acaso su novela más citada, dada a conocer sólo tres años después de aquélla, de una extensa producción literaria que abarca más de medio centenar de libros entre creaciones de ficción y no ficción, incluida la poesía.

Robert Louis Stevenson se llama este ilustre escritor.

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Todo parecería normal, pero no lo es. Siempre me ha intrigado este pasaje de la novela de Robert Louis Stevenson, la turbadora Dr. Jekyll y Mr. Hyde (Grupo Editorial Multimedios), porque no entiendo el horario punta en que lo sitúa el autor británico. Sí, comprendo que los cambios sustanciales del carácter comiencen, las más de las veces, con una calamitosa indiferencia ante la vida, pero me es difícil imaginar el contexto nocturno.

Ilustración de Charles Raymond Macauley para la edición de 1904 de «El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde», publicada por New York Scott-Thaw. (Wikimedia Commons)

Enfield, sí, le hace notar a Utterson la cruel apatía que hay en el fondo de su relato: “Me dirigía yo a casa desde algún lugar al otro extremo del mundo, hacia las tres de una negra madrugada de invierno, y mi camino me condujo a través de una parte de la ciudad donde no había literalmente nada que ver excepto las farolas de gas. Calle tras calle, todo el mundo dormía; calle tras calle, todas estaban iluminadas como para una procesión y todas tan vacías como una iglesia; hasta que al final llegué a ese estado mental en el que un hombre escucha y escucha y empieza a ansiar ver un policía. De pronto vi dos figuras: la una era un hombrecillo que caminaba a buen paso hacia el este, y la otra una niña de unos ocho o diez años que corría tan aprisa como podía por una callejuela. Bien, señor, ambos tropezaron al llegar a la esquina; y entonces llegó la parte más horrible del hecho; porque el hombre pisoteó sin ningún miramiento a la niña que había caído al suelo, y la dejó llorando a sus espaldas”.

Repito: todo parecería normal, pero no lo es.

Enfield continúa su relato: “Suena como algo que no tuviera importancia contado así, pero fue terrible de ver. Su aspecto no era el de un hombre; era el de un abominable juggernaut [Visnú en su divinidad hinduista]. Dejé escapar un grito de advertencia, corrí hacia el hombre, lo sujeté por el cuello y lo traje de vuelta allá donde ya se había reunido un pequeño grupo de gente alrededor de la lloriqueante niña”.

He aquí un nuevo desconcierto. No sólo son las tres de la mañana sino, en un instante, se reúne un conglomerado de personas cuando la niña es derribada. ¡La niña! ¡Una niña a esa hora de la madrugada! ¡Y de pronto salen varias personas porque la niña ha sido pisoteada por un desgraciado a quien no le ha importado su descaro!

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Este inhumano se mostró completamente frío cuando fue detenido por Enfield “y no opuso ninguna resistencia, pero me lanzó una mirada tan horrible —dice el mismo Enfield a Utterson— que me hizo sudar como después de una carrera. La gente que había salido era la familia de la niña; y muy pronto apareció el médico, a quien ella había salido a buscar. Bueno, la niña no tenía nada más que el susto, según el matasanos; y aquí cabría suponer que terminaría todo. Pero hubo una curiosa circunstancia. Odié a aquel hombre desde el momento mismo que lo vi. Lo mismo le ocurrió a la familia de la niña, cosa que es natural. Pero la actitud del médico fue lo que me sorprendió. Era el tipo estereotipado de médico-boticario, sin edad ni color particulares, con un fuerte acento de Edimburgo y tan sensible como una gaita. Bueno, señor, pues le ocurrió como al resto de nosotros; cada vez que miraba a mi prisionero se ponía enfermo y blanco con el deseo de matarlo”.

Bien, aquí prosiguen las cosas extrañas; si bien se ha aclarado que las personas que rodean a la niña son parientes suyos, es incomprensible cómo esta familia envía a la calle, a las tres de la mañana, a esta criatura en busca del doctor que, por otra parte, ya viene en camino (es difícil pensar que ya previamente lo habían llamado, pues Alexander Graham Bell inventa el teléfono en 1876, apenas una década antes de que se publicara la novela de Stevenson), lo cual, dada la improvisada reunión familiar debido a la ira de este truculento personaje —que no es otro sino el propio Edward Hyde—, nos indica otra cuestión dudosa: ¿para qué diablos sale toda la familia tras la niña si ya la habían enviado por el doctor, o es que, acaso, desconfiaban de ella y por eso, apenas puso los pies en la calle, salió toda la familia para corroborar que fuera a buscar al doctor?

Otra cosa que siempre me ha inquietado: dice míster Enfield que apreció una curiosa circunstancia, y ésta no es sino el latente odio que el doctor, al igual que todos ellos, adoptó para este abominable juggernaut. ¿Por qué se maravilla Enfield de este acto natural del surgimiento del odio si ya, momentos antes, nos había dicho que el médico-boticario era un hombre “tan sensible como una gaita”?

No es raro, entonces, que al doctor le naciera el odio por el criminal comportamiento del hombre ante una niña, que casi muere del susto por la pisoteada que le pegó este encorvado ser sin corazón.

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“Si lo que quieren es sacar dinero de este accidente —dijo el intolerante señor Hyde, presionado por la violencia con que lo trataban los ofendidos testigos de su reprochable salvajada—, estoy en sus manos. Cualquier caballero desea evitar una escena. Díganme la cantidad”.

Le arrancaron cien libras en un cheque no firmado por él, lo cual hizo desconfiar a sus verdugos.

“Me tomé la libertad de señalar a mi caballero que todo aquel asunto parecía sospechoso —dice Enfield—, y que un hombre, en la vida real, no va a la puerta de un sótano a las cuatro de la madrugada y vuelve con el cheque firmado por otro hombre por una cifra cercana a las cien libras. Pero él se mostró completamente tranquilo y burlón. ‘Tranquilícese’, dijo, ‘me quedaré con usted hasta que abra el banco y yo mismo cobraré el cheque’. Así que nos fuimos todos, el médico, el padre de la niña, nuestro amigo y yo, y pasamos el resto de la noche en mi bufete, y al día siguiente, después de desayunar, fuimos en grupo al banco donde yo mismo entregué el cheque para su cobro, convencido de que se trataba de una falsificación. Pero no lo era en absoluto. El cheque era auténtico”.

Y aquí me he detenido nuevamente, una y otra vez: así que los cuatro se van, a las cuatro de la madrugada (ya había transcurrido una hora del alevoso percance), al bufete de Enfield y ahí se quedan hasta la hora en que abre el banco (¿las ocho, las nueve, las diez de la mañana?), lo que significa que están todos juntos un lapso aproximado de cinco horas, en donde no sabemos qué sucede al interior de la oficina de míster Enfield… ¡siendo que todos odian al odiado energúmeno que ha aplastado a la pobre chica!

No sólo eso.

Enfield nos aclara que antes de pasar al banco fueron a desayunar, y uno supone que fueron todos juntos incluido, por supuesto, el odiado hombre aplastaniñas. No sabemos si durmieron, que lo dudo (ya que tenían que estar atentos, supongo, para que no se les fuera a escapar el ogro que pisotea escuinclas en la madrugada), y, si no, me asombra que hayan podido compartir ese espacio con alguien que les era totalmente despreciable.

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Ciertamente el breve libro es apasionante, sobre todo por esa exhibición de las dos caras que guardamos los humanos muy en el interior de nuestras almas, pero este principio siempre me ha desconcertado, me ha trastocado el fondo de la idea literaria porque me niego a creer [carece de veracidad, pues], aunque sé que es el sustento fantasioso del posterior desarrollo de la trama (Gabriel John Utterson, conmovido e interesado en la anécdota de su amigo Enfield, se sumerge en la historia y desglosa el extraño caso del doctor Henry Jekyll), la escena que da pie al tema: ¿qué demonios hacía una niña en una oscura calle de Londres a las tres de la madrugada?, ¿qué clase de padres tenía esta menor (“de unos ocho o diez años”) que era enviada, sola, a esas gélidas horas después de la medianoche?

Parecería algo normal, pero efectivamente no lo es, y si ni los punks ingleses, con todo su odio al sistema establecido, enviaban a sus hijas a la calle en la madrugada por un doctor para calmarles las sobredosis inyectadas (vamos, creo que ni los fanáticos e irascibles hooligans lo harían), mucho menos a mediados del siglo XIX…

Efectivamente, no era inusual enviar a los hijos como correos en la madrugada porque no había temores de asaltos o de pederastias sorpresivas. Las ciudades, cercadas, no ofrecían desagradables irregularidades, a no ser que algún enamorado, conmocionada la cabeza por un cruel e inopinado desengaño pasional, consintiese en llevar a cabo alguna venganza amorosa. La Inglaterra victoriana había conseguido, aun bajo sus premisas conservadoras y rigurosamente puritanas (periodo que acabaría con la muerte, el 22 de enero de 1901, de la soberana Victoria, cuyo reinado abarcaría 64 años: de 1837 hasta su fallecimiento), establecer la seguridad pública. Y si bien estos misterios de la madrugada en todo caso se mezclaban con las imaginerías de los pobladores (el Hombre Lobo, digamos, no es sino el perfil del vagabundo, o el andrajoso, que bajo la cálida luz de la Luna llena realzaba su figura desprolija), no significa tampoco que no hubiera miedos y horrores, pero éstos los llevaban las personas que pernoctaban fuera de los límites de las ciudades. Adentro, aminoraban las aprensiones.

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Y si no era una costumbre enviar a las niñas en las madrugadas por doctores que estaban las veinticuatro horas a disposición de las familias, tampoco era inusual. Lo que sucede es que Robert Louis Stevenson se vio precisado a ubicar la trama de su libro a esa hora porque era el tiempo justo en que el doctor Henry Jekyll se transformaba en el perverso Edward Hyde: en la oscuridad, en la clandestinidad, oculto en el manto de la negra noche para pasar inadvertido.

Pero Stevenson, con tal de situar el contexto que le interesaba contar (hubiera sido una imperfección hacer aparecer a míster Hyde al mediodía o a las diez de la noche, cuando la gente comienza, apenas, a recogerse en sus hogares), descuida —o, más bien, minimiza— los elementos secundarios, que son, ahí sí: la niña que corre a las tres de la madrugada, el doctor que ya viene en camino y la numerosa familia de la niña que sale en el momento en que el monstruoso Hyde la aplasta. Porque, por supuesto, no le interesaba a Stevenson definir ese inexplicable enredo: ¿por qué iba apresurada la niña si el médico ya venía en camino, y por qué la familia había ido en pos de la niña si ya la había enviado con toda premeditación, y quién diablos estaba gravemente enfermo —y debiera ser gravedad dada la hora en que es apremiada la niña para ir por el doctor— si después del lamentable incidente se olvidan del asunto para concentrarse en el salvajismo de Hyde? Ahí se queda la gente, en la calle, para discutir la alevosía de este deformado hombre que ha pasado sobre el cuerpo de la niña como si se tratara de una alfombra vieja y apolillada.

“Y puesto que matarlo [a Hyde] quedaba descartado —cuenta Enfield a Utterson—, hicimos la mejor cosa posible más allá de quitarle la vida. Le dijimos al hombre que íbamos a organizar un escándalo tan grande con aquello que su nombre iba a apestar de un extremo a otro de Londres. Si tenía algún amigo que le importara, íbamos a hacer que lo perdiera definitivamente. Y durante todo el tiempo, mientras lo denostábamos de aquel modo, teníamos que mantenerlo como podíamos fuera del alcance de las mujeres, que estaban tan excitadas como arpías. Nunca vi un círculo de rostros tan lleno de odio; y allí estaba el hombre en el centro, con una especie de sombría frialdad despectiva (aunque asustado también, podía verlo), pero soportándolo todo como un auténtico Satán”.

Póster para el montaje teatral basado en el libro de Stevenson, a finales de la década de 1880. (Wikimedia Commons)

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Edward Hyde por eso era despreciable: porque era feo, la otra cara del apacible y bondadoso, y respetable, Henry Jekyll. Aunque esta teoría no habría que achacársela a Stevenson, ya que era común, en el siglo XIX, relacionar las funciones psíquicas del hombre a partir de su correspondencia con determinadas áreas del cerebro (la llamada frenología, en boga en esa centuria): la moral se reflejaba en el físico de la persona.

Rosa Montero lo dice en un artículo publicado el 17 de febrero de 2002 en la revista madrileña “El País Semanal”: “La teoría de Herbert Spencer [compañero sentimental de la escritora George Eliot] sobre la fealdad era un lugar común propio de la época [precisamente cuando se edita la novela de Stevenson]. Desde finales del siglo XVIII, con las teorías fisiognómicas de Lavater, en las que colaboró el propio Goethe, y durante todo el siglo XIX, con el auge de la frenología”, se pensaba que “se podía descubrir a un asesino por la forma del cráneo, o a un mentiroso por la medida de la barbilla; que la belleza estaba asociada a virtudes excelsas, y la fealdad a retorcidos vicios. La fea, inteligente e impecable Eliot —dice Rosa Montero— debió de sufrir mucho (y de indignarse aún más) al escuchar estas ideas peregrinas. Ni qué decir tiene que hoy las teorías fisiognómicas [el estudio del carácter humano a través de la expresión del rostro] son consideradas estrafalarias y ridículas, y basta con observar la realidad para advertir hasta qué punto carecen de sentido. Por ejemplo, Sócrates era de una fealdad estruendosa, mientras que el asesino de Milwaukee que descuartizó a decenas de personas era guapísimo”.

Por eso Stevenson se regodea con el pobre Hyde, de quien Enfield dice a Utterson —el futuro esclarecedor del escalofriante experimento del doctor Jekyll— que no es fácil de describir: “Hay algo extraño en su apariencia; algo desagradable, algo francamente detestable. Nunca vi a un hombre que me gustara menos y, sin embargo, no sé por qué. Debe de ser algún tipo de deformidad; produce una fuerte sensación de deformidad, aunque no puedo especificar en qué consiste. Es un hombre de aspecto extraordinariamente anormal, y sin embargo no puedo señalar ninguna anormalidad”.

Es tan feo que le es imposible describir su fealdad —“anormalidad”, dice peyorativamente Enfield. Y lo que estaba haciendo Stevenson, acaso sin saberlo, era adelantarse a los hechos que muy pronto —dos años después de publicarse su Dr. Jekyll y Mr. Hyde, editado en 1886— Londres sufriría en carne propia: cuando se abre el caso por el asesinato de Danvers Carew, honorable miembro del Parlamento, a manos del crápula Hyde, se anticipa a la sangrienta aparición del nunca descubierto Jack el Destripador, que asolaría Londres del 8 de agosto al 9 de noviembre de 1888, hecho que conmocionaría a los habitantes de la entonces pacífica región victoriana, y que modificaría, ahora sí, las reglas familiares.

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Por supuesto, la huella del estadounidense Edgar Allan Poe (1809-1849) es notoria. Casi medio siglo antes de la aparición de Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Poe había publicado su cuento “Los crímenes de la Rue Morgue” (1841) con el que inaugura, asegura Jorge Luis Borges, el género policial, ruta literaria en la cual se interna Stevenson para armar su historia del hombre con las dos personalidades… las mismas que, muy probablemente, tuviera Jack el Destripador, que salió a la escena británica sólo dos años después de la publicación del relato stevensoneano y que paralizara drásticamente las rutinas de la vieja Europa.

En su libro, Stevenson sitúa el crimen de Hyde en el mes de octubre, noticia que “sobresaltó” a Londres por su “singular ferocidad, notable sobre todo por la posición de la víctima [el anciano Danvers Carew]”, que había sido igualmente pisoteada por el enardecido asesino.

Jack el Destripador, que también seleccionó el mes de octubre para cometer sus infamias, no se quedaría corto: su saña contra las cinco o seis mujeres que mató era indescriptible. La literatura, tal vez, se quedaba corta ante la horrorosa ferocidad de este nuevo y silencioso Hyde que, para no defraudar a Stevenson, era también un doctor —supuestamente al servicio del reino victoriano. Eso se dice, si bien nadie nunca pudo corroborarlo. Stevenson, en todo caso, estuvo enterado de la reencarnación de su historia en las mismas calles londinenses: seis años después, en 1894, murió.

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