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El salmón o la escritura

El Festival Octubre Negro es una fiesta cultural multidisciplinaria con 12 años de presencia en países como México, España, Alemania, Rumania, Suiza y Japón. Realizado ahora vía electrónica a causa de la crisis sanitaria, el poeta Sergio Vicario participó en el festival el pasado miércoles 21 con esta ponencia que él mismo remitió a Salida de Emergencia para su reproducción. La reflexión gira en torno a la escritura en estos momentos tan complejos de pandemia…


Sergio Vicario


En algún momento consideré y comparé el oficio de poeta con la vida de un pez, específicamente con un salmón, y no era otra cosa que transferir mediante este pez-símbolo la sensación de dificultad para abrirse paso en esta tierra.

Así, al comparar el oficio de escritor con la suerte del salmón (triste comparación, por cierto no exenta de un romanticismo plañidero) visualicé su tenaz existencia como una metáfora de vida, de ir río arriba y luchar contra la corriente para cumplir con su destino, sorteando toda clase de peligros o depredadores. Trataba de comprender, así, ese empecinamiento aparentemente absurdo de ser un escritor-salmón, ese “ir contra la corriente” y, pese a las dificultades, seguir obstinado en escribir. Tal vez porque cuando uno ha elegido debe afirmarse en contra de la negación. Así, apostarse en la vida con el ánimo resuelto.

Y, sí, para mi sorpresa descubrí que no era el único. Vaya, ¡hay más salmones en este gran río que es la vida y la literatura!

Apenado, comprendí que tal situación le ocurre a la mayoría de las personas y no únicamente a los escritores o poetas: la vida suele negarte. Y debe uno esforzarse más, mucho más, por “salir adelante”, como un salto de salmón sobre la cascada, y tratando de evitar las garras de los osos y los anzuelos que, ya sabemos, se esconden tras tentadores bocados.

Entonces supe que la negación es parte de la existencia. Por supuesto, es necesario enfrentar las dificultades para crecer, pero ojalá no fuera al grado de nulificar toda nuestra existencia.

La negación inicia desde muy temprano y ostenta todos los rostros, incluyendo el de uno mismo, frente al espejo. Cuando te ves y te dices: “¿De plano con esa cara quieres ser escritor? Ni modo, a echarle valor y para adelante”.

Te niegan tus padres, si es que los tuviste y se interesaron en ti: “¡¿Escritor?!  ¡No inventes!, ¿de qué vas a vivir?”

Te niega tu mujer, esposa o amante (o transgénero, por aquello de la inclusión) cuando te dice: “¿Ya vas a empezar de nuevo? ¡Ponte a hacer algo de provecho, estás viendo la tempestad y no te hincas!”

Te niegan en los trabajos: “¿Poeta? En serio, joven, ¿qué sabe hacer?”

Te niegan los editores, incluso los potenciales lectores, si es que alguno te ha leído, y, lo peor, te niegas tú mismo a través de tu pesimismo e inseguridad, pero —he ahí el misterio y la obsesión— te vuelves a enfrentar a la hoja en blanco y al hecho de escribir. Eres un salmón.

En fin, por ello mismo te caló el poema aquel de José María Álvarez: “¿Quién soy yo para quejarme de mi suerte? / ¿Acaso esta tierra no ha humillado sueños más grandes que los míos? / Y ni sus nombres recordamos. Por ello, bebe y disfruta la noche”.

Ahora bien, la negación no es infinita ni permanente. Para escribir, y escribir bien, hay que picar piedra de a de veras, leer y leer, vivir un sinnúmero de experiencias, sentir la pasión como parte misma de la savia entre las venas. Dudar, y sucumbir, para de nuevo, como el salmón, insistir. Como dijera aquel otro José María, de apellido Napoleón: “…hombre, para qué quieres palabras si te espantas al menor movimiento de olas bravas”.

En ese mismo sentido, la historia misma está repleta de anécdotas y de hechos que dan cuenta de la negación que han tenido que vivir y padecer muchos escritores. Vaya, incluso quienes han tenido la fortuna de crecer y desarrollarse en el seno de alguna familia adinerada, infaliblemente han dejado su cuota de dolor y angustia a la hora de escribir y de no encontrar las palabras, la frase necesaria para describir o narrar en el propósito de su obra.

Escribir y dedicarse a la literatura es una monserga, una chinga, pero indudablemente también es un placer, un reencuentro consigo mismo y con la vida; es un diálogo o un monólogo intemporal en espera de ser descubierto.

Ahora bien, en este 2020, aunque ciertamente comenzó a finales del 2019 en Wuhan, China, aparece este tremendo suceso de infecto riesgo: la pandemia de la covid-19. Una verdadera negación a la vida como antes la concebíamos.

Así que quienes escriben y quienes no, artistas o no, venimos siendo enfrentados, y somos afectados en mayor o menor medida, por un monstruo silencioso, gandalla, implacable aún, toda vez que, al menos en nuestro país, ha cobrado ya la vida de más de 85 mil personas —al menos oficialmente—, si bien los números en sí no reflejan nada del dolor, la desdicha o la trágica condición de desamparo en que, seguramente, habrán de quedar los deudos y supervivientes.

Entonces, aquí estamos, en medio de la pandemia. Abrumados, temerosos, cautivos, pero también, prolíficos, sensibles, reflexivos y, particularmente, reubicado en mi muy humana fragilidad. Situado.

La pandemia, como la muerte, ha sido una aleccionadora de vida, nuestra soberbia y arrogancia natural han sucumbido, pero ni aun con eso, aprendemos, ni hay unión fraternal entre los humanos: observamos la mezquindad, la violencia y la confusión por doquier, básicamente en el abuso de la opinioncitis aguda en las redes sociales.

Sin lugar a dudas, esta generación habrá de salir adelante, con dispensa de la expresión, pero tampoco esta pandemia ha doblegado la voracidad del ser humano, ni nos ha dado una verdadera lección ante el descuido del medio ambiente; tampoco esta pandemia nos ha hecho reflexionar de manera colectiva en la importancia de la salud y garantizarla con un derecho social para todos. No hemos revalorado plenamente la cultura y la educación para la felicidad y la sinergía solidaria.

Sí hay visos, señales, de algunas extraordinarias reflexiones, pero aún distan de ser un cambio real. Lo mejor de las letras está por venir.

Sin duda las personas, incluyendo a escritores y a salmones, nos adaptamos. Y llegamos a sobrevivir, pero la resiliencia es más que la adaptación, es la reinvención de uno mismo para sacar valor a lo experimentado, a lo ya conocido.

Aquí estamos, somos tú, yo, ellos y los demás. Cada cual enfrenta su riesgo, que lo niega, para vivir.

Entonces el salmón, en la madurez de su vida, regresa a desovar al río que le vio nacer. Luego, morirá.

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