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El severo daño a la infancia en los tiempos de la covid-19

Dentro de todos los sectores afectados por la pandemia y las medidas para combatirla, tal vez no haya uno más perjudicado psicológicamente que el de los niños…


Aún es muy pronto para juzgar sobre los efectos a mediano y largo plazo de la pandemia, así como sobre lo afortunado o desafortunado de las decisiones que se tomaron para contenerla. A pesar de que hay signos claros de desaceleración de los contagios en el país y en el mundo (“Registra la pandemia una desaceleración, afirma la OMS”, La Jornada, 26 de agosto de 2020), todavía nos encontramos en medio de la tormenta y no contamos con una vista despejada para ponernos a reflexionar con calma. La emergencia lo impide. No obstante, es necesario comenzar a hacerlo, sin desconocer que se trata de apreciaciones momentáneas y de que sólo el tiempo nos dará las respuestas que hoy buscamos con cierto grado de desesperación.

Así sucede con los acontecimientos más apremiantes: la solución a las desgracias que provocan llega siempre demasiado tarde. Pero uno no puede dejar de cuestionarse, mientras se sufren las adversidades, qué es lo que en verdad sucede, qué pasará en el futuro, por qué se tomaron ciertas decisiones que hoy acarrean demasiadas consecuencias consigo, como si se tratara de una avalancha incontenible. El preguntar no lleva, en este momento, a ningún lugar seguro, pero prepara frente al porvenir (que es, también, siempre incierto). No resuelve nada, pero dispone el ánimo rumbo a las batallas futuras.

Lo que resulta, de principio, evidente, es que hemos aceptado con una facilidad sorprendente todas las medidas impuestas por los distintos Estados y empresas (que fungen como pequeños Estados en sus respectivas áreas de dominio); y no sólo eso: incluso exigimos más, queremos más medidas de control, nos la autoimponemos aunque el Estado no lo haga: se multiplican los termómetros digitales, el gel antibacterial, las dobles mascarillas; se regula el tránsito peatonal dentro de las zonas comerciales, se establecen más rígidamente áreas de entrada y salida, se prohíbe cualquier dilación en áreas comunes o de esparcimiento, se cierran parques y plazas al aire libre; los vigilantes (no policías) ejercen un control desmedido sobre las personas, y los mismos vecinos se sienten con derecho de decirnos qué hacer cuando, desde su perspectiva, no cumplimos con los criterios sanitarios de la lucha contra la Covid-19; se suspenden todas las actividades escolares y académicas, así como las políticas y culturales

No importa que se haya aclarado, una y otra vez, que los termómetros digitales no son para ser apretados cada 5 segundos, que en ese caso no pueden cumplir con su función regular (que, de todas maneras, es siempre inexacta); no importa que sepamos que el gel antibacterial, incluso el que contiene 70% de alcohol, no elimina todos los gérmenes ni mata al virus; no importa que sepamos que las mascarillas no detienen el paso del virus, que éste se puede seguir transmitiendo incluso con 2 o 3 tipos de mascarilla encima, y que su uso puede funcionar, finalmente, como estímulo psicológico para aflojar la mejor herramienta con la que se cuenta para no contraerlo: la sana distancia; no importa que no se haya demostrado fehacientemente que el virus se transmite por aerosoles, ni que la convivencia en los colegios de primaria y secundaria, con medidas de seguridad, acarree más contagios. No importa; nada importa. Más que las noticias oficiales, a la gente le importan los rumores que corren y que se difunden por todas las vías (ya no es necesario salir de casa para contaminarse de mala información): que el número de contagios es mayor al que el gobierno declara, que se esconde el verdadero número de fallecimientos, que uno se puede contagiar apenas se salga de la casa propia sin cubrebocas, etc.

Algo similar a la falsa información que se difundía en la época del Sida. En aquel momento, la gente común y corriente llegaba a comentar que con tan sólo saludar de manos a un seropositivo se podía contraer la enfermedad. Por suerte, con el paso del tiempo, surgieron voces expertas que fueron aclarando el proceso de transmisión del virus y cuál era la manera más segura para protegerse de él: el uso de preservativo. El resultado, sin embargo, no fue la instauración de una policía sexual que vigilara quién usaba preservativo y quién no. Algo ridículo de pensar. El problema es que ahora sí existe esa policía y funciona en cada uno de nosotros (y en las extensiones de los gobiernos y las empresas que nos vigilan). Lamentablemente, el preservativo que se nos obliga a usar en todas partes (el cubrebocas) no tiene ni un cuarto de efectividad del que sirve para evitar contraer el VIH.

La lógica, evidentemente, es la del miedo. Y la lógica del miedo es la falta de toda lógica: se quiere protección para salvar la vida, aun cuando eso signifique sacrificar la vida en todos sus aspectos. Paradoja de paradojas. Porque lo que está en juego es la vida. El miedo no es cualquier miedo, sino el mayor de todos, el miedo por excelencia: el terror a la muerte. Con tal de seguir viviendo, la gente prefiere ser esclava (de todo tipo de restricciones) a ser libre. Prefiere sobrevivir a vivir. De esa dinámica han hablado sinnúmero de filósofos: de Thomas Hobbes y su principio de soberanía absoluta, pasando por Hegel y su dialéctica del amo y el esclavo, a Heidegger y su idea del “ser para la muerte”. Pero la gente no está para devaneos filosóficos. La cuestión es urgente…

Pero también eso es relativo. No se trata de negar nada ni de intentar escandalizar: sabemos que alrededor del 75% de los fallecimientos por Covid-19 está asociado con enfermedades crónicas como la diabetes, la hipertensión, el Epoc, etc.; que lo más probable, como lo establece la propia página oficial de la OMS, es que, si uno se enferma, se cure sin dificultades; que basta con seguir las recomendaciones básicas de distancia, higiene y poca exposición para no contagiarse. Pero el miedo impide reflexionar; cada vez sabemos más sobre el virus y cada vez son más exageradas las respuestas para protegerse de él.

Ilustración: J&Y Productions. / Instagram: @thepotatocouple.

Ahora bien, dentro de todos los sectores afectados por la pandemia y las medidas para combatirla, tal vez no haya uno más perjudicado psicológicamente que el de la infancia. Curiosamente, se trata del sector (por llamarlo de alguna manera) que menos se enferma, y cuando ello sucede, que lo hace con mucho menos intensidad, así como, finalmente (como intentaremos demostrar en un momento), que menos contagia a los otros; prácticamente, en términos estadísticos, nada. De la protección psicológica de este sector, digámoslo claro, se ha preocupado muy poco el gobierno mexicano, y ha dejado que sean los propios padres de familia y las empresas comerciales las que digan qué hacer con ellos en todos los casos. Algo muy peligroso.

Esto no quiere decir que se comparta la idea derechista de que el conjunto de la estrategia gubernamental, encabezada por el Dr. Hugo López-Gatell, Subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud, haya sido errada. Al contrario, su objetivo fue muy claro desde el principio: aplanar la curva de contagios para evitar un crecimiento exponencial de hospitalizaciones que hiciera colapsar el sistema sanitario. Y el objetivo se logró. Sin embargo, en el ámbito del cuidado infantil, se aceptaron sin más las ideas predominantes a nivel internacional. Eso fue, tal vez, inevitable en un comienzo, pero cuando se empezaron a dar nuevos descubrimientos sobre la dinámica de los contagios en el mundo infantil, no se corrigió la estrategia, sino que se siguió con la misma inercia del pasado. Y de muy poco ayudó la falta de liderazgo en la Secretaría de Educación Pública.

 Lo primero que se dijo para “proteger a los niños”, a nivel mundial, fue que era necesario cerrar todas las escuelas y espacios recreativos, cuya continuidad, por la convivencia cercana y sin protección mínima entre los infantes, aseguraba una expansión descontrolada del virus. Y así se hizo. Con el paso de los meses, sin embargo, fue quedando claro que, incluso cuando convivían con enfermos del SARS-COV-2, los niños casi no se contagiaban (entre 5 y 8% del total), y de los que se contagiaban, menos del 1% llegaba a desarrollar una enfermedad muy grave y morir. De hecho, los niños son más propensos a contraer el virus de la gripe y a enfermarse más severamente a causa de él.1

Entonces apareció el segundo argumento: “Los niños son supercontagiadores. Si casi no se contagian entre ellos, son los que más contagian a los demás por ser asintomáticos y no guardar las medidas de sana distancia”. Probablemente, ésta haya sido la peor mentira difundida hasta el momento en torno a la Covid-19. Esta falsa información posibilitó que, en la mayoría de los países, se mantuvieran cerrados las escuelas y los centros de esparcimiento infantil. Un acto sumamente cruel que no tenía sustento alguno. Por suerte, algunos países, basados en la evidencia que ya se presentaba desde el principio, decidieron reabrir desde mayo su sistema educativo, así como otras actividades, gracias a lo cual contamos ahora con información fidedigna sobre lo que sucede cuando los niños, incluso en esta etapa de pandemia, conviven en la escuela y en otros espacios.

Un estudio realizado en campamentos de verano en Barcelona demostró que los niños y adolescentes exhibían una capacidad hasta 6 veces menor de transmitir el virus que la población en general. El estudio observó, durante 5 semanas, a 1900 personas, entre niños y monitores de 22 escuelas. “‘Durante las cinco semanas que ha durado la investigación, hemos podido detectar 39 casos índice de nueva aparición’, de los que 30 de ellos fueron en niños, ha seguido Iolanda Jordan, la investigadora principal. ‘Estos niños tuvieron 253 contactos que eran niños y niñas de sus grupos de convivencia respectivos. A partir de ellos solo se produjeron 12 contagios, lo que supone un 4,7% y una tasa de reproducción R de 0,3. Es una R baja, seis veces inferior a la R que encontrábamos en la población general, que oscilaba entre 1,7 y 2’, ha añadido Jordan en relación a los barrios en los que tenían lugar los campamentos de verano”. Pero esto no sólo vale para niños menores de 12 años, sino para todos los adolescentes menores de edad: “Otro hallazgo destacado, ha continuado Jordan, es que ‘los niños de una edad inferior a 12 años tienen la misma capacidad de transmitir que los de 13 a 17’”. (El País, “El mayor estudio hecho en campamentos de verano revela que los niños contagian menos el virus”, Oriol Güell, 26 de agosto de 2020).

Tal vez se piense que ésta es una muestra muy pequeña, poco significativa. Si ése es el caso, vale, entonces, la pena atender a los datos que nos presenta la experiencia inglesa, in situ, de más de 1.6 millones de estudiantes que regresaron a la escuela a comienzos de junio. Los resultados del estudio derivado son contundentes: apenas 70 estudiantes se contagiaron, y no fue necesaria su hospitalización. “En los 30 días del mes de junio se reportaron a las autoridades sanitarias 170 eventos de posible infección en la escuela. Solo se confirmaron 101. De ellos, en la mayoría se trató de un único caso y solo el 18% fueron brotes (dos o más casos relacionados). En total hubo 198 infectados. 70 eran niños y los 128 restantes personal educativo. Ninguno de ellos tuvo que ser hospitalizado”. Por si esto fuera poco, vale la pena agregar algo más: para lograr estos fantásticos resultados, se practicaron varias medidas sanitarias, entre ellas “el lavado frecuente de manos, la creación de burbujas de niños que no se relacionan con los demás, reducción de la ratio por clase y el aislamiento social, pero no el uso de mascarillas” (El País, “Un estudio de 1,6 millones de escolares ingleses detectó apenas 70 casos de coronavirus al reabrir los colegios”, Miguel Ángel Criado, 26 de agosto de 2020).

En coherencia con esta información, España, después de un gran debate a nivel nacional (lo que nunca ha sucedido en nuestro país), decidió reabrir guarderías y colegios, que reiniciaron actividades este septiembre. En las primeras, y hasta los 5 años, los niños no tendrán que usar cubrebocas ni mantener ninguna medida de distancia social. En los segundos, a partir de los 6 años, los niños lo tendrán que usar (aunque eso sigue causando cierta inquietud, porque muchos consideran que no es necesario sino hasta los 12 años). La ministra española de Educación y Formación Profesional, Isabel Celaá, expresa con gran claridad la necesidad de recuperar la educación presencial: “Hoy se afirma desde el ámbito científico que el cierre de los centros escolares no proporciona ningún beneficio en la evolución de la pandemia en términos de reducción de contagios. Y los beneficios de la escuela son muy superiores a los riesgos que puedan encontrarse en el camino” (El País, “Isabel Celaá: “Los beneficios de la escuela son muy superiores a los riesgos”, Ignacio Zafra, 29 de agosto de 2020).

Más coherente que España, por la información de la que ya se dispone, ha sido Holanda, cuyo Ministerio de Salud, Bienestar y Deporte, a través del Instituto Nacional de Salud Pública y Medio Ambiente, estableció los siguientes parámetros para regresar a clases (lo cual ocurrió desde mayo): 1) los niños de hasta 12 años no deben guardar la distancia de 1.5 metros entre ellos, ni entre ellos y los adultos; 2) los adolescentes de entre 13 y 17 años no deben guardar la distancia de 1.5 metros entre ellos, pero sí con los adultos; 3) a partir de los 18 años, todos deben guardar la distancia de 1.5 metros. En ningún caso se menciona el uso de mascarillas. Además, la página del ministerio holandés agrega tres datos de otros 3 países: a) desde que se abrieron las escuelas en Dinamarca el 15 de abril no se han reportado efectos negativos; 2) un estudio de Australia identificó contagios sólo en 9 niños y 9 empleados, después de que se reabrieran las escuelas; 3) en Irlanda sólo se detectaron los casos de 3 niños y 3 adultos. (Toda esta información se puede consultar, en inglés, en el siguiente vínculo: https://www.rivm.nl/en/novel-coronavirus-covid-19/children-and-covid-19.)

La propia OMS, con todas sus taras institucionales y sus conservadoras recomendaciones, ha establecido que los niños de 5 años o menos no deben usar cubrebocas, y que de los 6 a los 11 tan sólo es opcional, si no genera reacciones psicológicas o de otro tipo en los infantes, y si es necesario por el contexto social y regional de transmisión del virus y el número de contagios. Sólo a partir de los 12 años se debe exigir su empleo. (Noticias ONU, “Las mascarillas no deben ser obligatorias para los niños menores de cinco años, dice la OMS”. Ver el siguiente vínculo: https://news.un.org/es/story/2020/08/1479482.)

Eso es pensar en los niños, no mantenerlos encerrados en un departamento durante meses, obligarlos a usar mascarillas o cubrebocas y cerrarles todos los posibles espacios de recreación y esparcimiento (incluyendo parques). ¿Por qué en México nadie ha tomado en cuenta estos datos y hecho algo al respecto? ¿Por qué se ha descuidado de tal manera a la infancia e impulsado un regreso televisado a clases, cuando, a partir de los datos con los que ya disponemos, se podría perfectamente tomar la decisión de retornar a la educación presencial para niños y adolescentes?

En México (hay que decirlo, sin que ello signifique estar en contra de la estrategia general para contener la pandemia), no se ha pensado en los niños ni en su bienestar físico y psicológico. Se les ha abandonado a la decisión particular de sus padres (normalmente, temerosos y sumamente conservadores) y de las empresas e instituciones que los expulsan de todas partes o los obligan a cubrirse completamente el rostro como si se tratara de apestados o de los principales culpables de lo que sucede. A los niños se les ha privado de su derecho a la educación, al esparcimiento, al libre tránsito; se les ha obligado, de manera innecesaria, a cubrirse el rostro; se les ha mantenido encerrados durante meses y prohibido el contacto con otros niños; se les ha robado parte de su infancia y de su salud mental. Se han puesto las bases adecuadas para criar una infancia más ignorante, temerosa, neurótica, con dificultades extremas de relacionarse socialmente, dispuesta a someterse, en lugar de a pensar sana y críticamente. Si en un comienzo, por el desconocimiento del virus y la dinámica de su transmisión, esto tuvo algún sentido, hoy, a la luz de todo lo que sabemos, ha dejado de tenerlo. Pensemos ya en los niños. Devolvámosles su infancia. Liberémoslos de esta tortura innecesaria.

NOTAS

1A propósito: compárese esta tasa de letalidad infantil, de menos de 1%, con la de la tuberculosis, la 6ª causa de muerte en el mundo (según datos de la misma OMS), que llega a ser de 2.5%. La tuberculosis es una enfermedad sumamente contagiosa, transmitida de persona a persona a través del aire, causada por una bacteria (Mycobacterium tuberculosis), que, tan sólo en el año 2018, enfermó a 10 millones de personas, ocasionando la muerte de 1.5 millones, 251 mil de ellas, niños, a pesar de que existe tratamiento para curarla. ¿Alguien ha oído que se cierren escuelas por esta enfermedad, presente en todos los países del mundo? Claro que no, posiblemente porque los países más afectados se encuentran en regiones de Asia Sudoriental, África y el Pacífico Occidental. Es altamente probable que si la Covid-19 nunca hubiera tocado, o tan sólo lo hubiera hecho marginalmente, a los países de Europa occidental y otras naciones “desarrolladas”, jamás se hubieran adoptado las medidas tan extremas que se tomaron. Un dato más para reflexionar sobre el sentido del confinamiento global. Véase el siguiente vínculo: OMS – Tuberculosis.

Carlos Herrera de la Fuente

Carlos Herrera de la Fuente (Ciudad de México, 1978) es filósofo, escritor, poeta y periodista. Autor de 3 libros de poesía ('Vislumbres de un sueño', 'Presencia en Fuga' y 'Vox poética'), una novela ('Fuga') y dos ensayos ('Ser y donación', 'El espacio ausente'), se ha dedicado también a la docencia universitaria y al periodismo cultural.

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One Comment

  1. El Dr. Carlos Herrera de la Fuente menciona en su atinado artículo de manera clara y verdadera muchos efectos de las medidas preventivas para evadir contagio en este brote global. El miedo a lo desconocido ha sido algo prevalente en nuestra historia. Miedo, terror, pánico al contagio. Es indudable que conocimientos básicos de virología, epidemiología de enfermedades infecciosas o de inmunología nos ayuda a muchos a mantener una actitud realista y razonable ante la respuesta de gobiernos y medios de comunicación. Me impacta atestiguar el miedo que existe en la población. Ahora no usar cubre bocas es el equivalente a no persignarse ante un enfermo durante la peste bubónica de 1348.
    Nos hemos olvidado de las grandes plagas y epidemias del pasado, de cólera, fiebre amarilla, peste negra, shigelosis, tifo, viruela, la endemia de tuberculosis entre muchas otras y de sus tasas altas de patogenicidad y de muertes. La ignorancia sobre COVID-19 a principios de 2020 promovió el desarrollo de las medidas radicales en muchos países. Ahora hay casi 50,000 artículos médicos y científicos sobre COVID-19 y sabemos mucho más sobre su biología. Sabes también de sus patrones epidemiológicos en niños y adolescentes.
    Las autoridades sanitarias en México deben asesorase de expertos antes de tomar decisiones unilaterales y sin bases científicas que afectan tan seriamente el desarrollo mental y físico a niños y adolescentes. Ellos son nuestro futuro.
    Así como médicos, que tratan a un paciente a la vez, han jurado el Juramento Hipocrático, autoridades gubernamentales y políticos, cuyas acciones afectan a poblaciones enteras y sobre todo a niños, deben de jurar un Nuevo Juramento: Primum non nocere: «Primero, no dañar.»

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