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La ciencia, las humanidades y el arte

La negativa de las ciencias exactas a reconocerle a las humanidades o a las ciencias sociales el estatuto de saberes verdaderos, o bien, por otro lado, la asunción de que éstas son tan sólo ficciones o pura invención literaria, como lo propone vulgarmente Hayden White para el caso de la historia, delatan una ignorancia y un prejuicio profundos que desconocen el sentido propio de la noción de verdad en ese campo del conocimiento”.


El triunfo del pensamiento ilustrado sobre la cultura religiosa tradicional del mundo premoderno fue un proceso lento que sólo se logró imponer a través de múltiples enfrentamientos en diversas áreas del quehacer humano. No se trató tan sólo de un cambio repentino de las mentalidades, que un día despertaron descubriendo el “engaño” al que habían estado sometidas durante siglos enteros, sino de una verdadera revolución en todos los ámbitos de la cultura, cuya raíz y efectos no pueden comprenderse unilateralmente desde el mirador del mundo de las ideas ni tampoco de las creencias individuales; antes bien, se trató de una alteración radical de los estilos de vida, de las costumbres, de las maneras de hacer y organizar los asuntos de la cotidianeidad, de establecer nuevas formas de trabajo e introducir horarios y esquemas de disciplina en las diversas esferas de la sociedad, de modificar las instituciones políticas y rescribir las leyes, de educar y proponer nuevos paradigmas de comportamiento moral, etc. Un verdadero cambio civilizatorio a escala global que sólo se pudo instaurar por medio de la confrontación directa y de la violencia física y espiritual contra aquellos que se resistían a aceptar el nuevo horizonte. El racionalismo, el liberalismo económico y político, el positivismo, fueron hijos legítimos de la violencia, no sólo de aquélla ejercida contra el mundo feudal que los precedió, sino, principalmente, de la que se puso en práctica contra comunidades, naciones y civilizaciones enteras consideradas como atrasadas o primitivas, a las cuales se terminó sometiendo o simplemente exterminando.

Para comienzos del siglo XX, la mentalidad científica y racional, propia del mundo europeo, había logrado imponerse como modelo a seguir por casi todas las academias del orbe. El método científico de las ciencias naturales, desarrollado y perfeccionado a lo largo del siglo XIX, así como el razonamiento lógico de las matemáticas, se convirtieron en las únicas fuentes indubitables de acceso a la verdad. Fuera de ellos, todo era parloteo y habladuría, o bien simple especulación sin fundamento. El impacto fue tal que el pensamiento social y humanista de estirpe milenaria empezó a caer en el descrédito, a pesar de haber representado el origen de donde había surgido el razonamiento científico de la modernidad. Si el pensamiento humanista quería ganar prestigio y autoridad en el nuevo mundo, tenía que empezar a regirse por un método científico certero, que imitara, en la medida de sus posibilidades, al de las ciencias naturales. Así, Comte, por ejemplo, propuso la clasificación jerárquica de las ciencias en tres categorías establecidas según el paradigma de la física: la física inorgánica (astronomía, geología y química), la física orgánica (biología) y la física social (o sociología). Incluso pensadores tan críticos de la realidad social y de sus correlatos ideológicos, como el propio Karl Marx, cuyo método de pensamiento poco o nada tenía que ver con la idea comteana de una física social, se vieron orillados a comparar su procedimiento al de las ciencias naturales, de tal manera que, por ejemplo, él mismo llegó a hablar de la forma mercantil (a cuyo estudio consagró el primer capítulo de El capital) como la forma celular de la economía, y, en el mismo prólogo al primer tomo de su obra maestra, estableció una analogía entre su método expositivo y el de la anatomía micrológica. No obstante, tal manera de plantear las cosas encontró muy pronto críticos deseosos de marcar una línea divisoria entre el proceder de las humanidades, la filosofía y las ciencias naturales.

Así como la imposición del estilo de vida moderno a lo largo y ancho del globo terráqueo no pudo llevarse a cabo de una manera pacífica y sin contratiempos (e incluso hoy encuentra numerosos opositores y detractores), así también las estructuras ideológicas y las nuevas formas de producir saberes tuvieron que entablar una batalla frontal contra aquellos que se negaban (y se niegan), en desventaja, a aceptar el predominio del método científico de las ciencias naturales como único baremo para definir los límites de lo verdadero y lo falso. Para la filosofía, esto significó reivindicar la validez de todos aquellos principios y conceptos denostados por las visiones racionalistas y científicas. No otra cosa significó, en un primer momento, la llamada transvaloración de todos los valores proclamada por Nietzsche a finales del siglo XIX, cuya lógica invertida daba prioridad a los valores vitales y estéticos, denigrados como irracionales, frente a los principios supuestamente universales y eternos de la razón humana. La visión de una vida lúdica y trágica, a la vez, que se arriesgaba a afirmarse caminando sobre el abismo, esto es, sobre la ausencia de principios sólidos y perennes como los que ofrecía la ciencia, fue un motivo que animó a múltiples pensadores (entre ellos, a Dilthey y Ortega y Gasset) a desarrollar las llamadas filosofías de la vida que invadieron el mundo intelectual de comienzos del siglo XX. La vivencia y la poesía, como reza el título de uno de los trabajos más importantes de Wilhelm Dilthey, se convirtieron de pronto en términos que evocaban una verdadera cosmovisión opuesta a aquélla del racionalismo y del horizonte de las ciencias naturales. Frente a la razón y el método científico, la estética y la vida. Ésa parecía ser la única alternativa.

En consonancia con dicha perspectiva, aunque inaugurando una nueva forma de pensar, la obra de Martin Heidegger profundizó la separación entre el proceder de la filosofía y el de las ciencias (incluidas, en este caso, las llamadas ciencias sociales que, cada vez más, asumían como propio el método de las ciencias naturales). “La ciencia no piensa”. Con esta afirmación escandalosa, que causó revuelo en el mundo intelectual del siglo XX, Heidegger pretendió arrebatar para siempre la legitimidad a las ciencias exactas en su reclamo de acceso a la verdad. Mientras los principios y los métodos se establezcan a priori, sostuvo el pensador alemán en su momento, ya todo está decidido de antemano, y más que pensar, lo único que se hace es extraer conclusiones según un procedimiento repetitivo y abstracto. Por el contrario, para Heidegger, pensar significaba aventurarse a la meditación y reflexión de lo indeterminado, más allá de los datos tranquilizadores que nos ofrecía la experiencia, incluso la teórica. Y, en su filosofía, nada era más elevado e indeterminado que el pensamiento del ser y su verdad. La verdad, concebida en el sentido de las ciencias exactas, fue rebajada por el filósofo a la noción de lo “correcto”, lo “certero”, lo que se ajustaba a lo existente. Lo verdadero, en el sentido pleno, era sólo aquello que lograba desvelar el ser, inaugurando así una nueva época histórica. Para acceder a esa verdad, Heidegger propuso, sobre todo en la segunda etapa de su filosofía, hacerlo desde la poesía y desde un tipo de reflexión que muchos terminaron considerando como mística, en tanto que, atendiendo a viejos versos de Hölderlin, insistía en la recuperación del pensamiento de las divinidades.

Así las cosas, resultaba difícil, por cuestiones de prestigio académico, que las distintas ciencias sociales y las humanidades (las cuales, mientras más avanzaba el siglo XX, más se consolidaban) retomaran los planteamientos vitalistas, esteticistas o místicos de las nuevas corrientes de la filosofía. No fue, en verdad, sino hasta la aparición de Verdad y Método (1960) de Hans-Georg Gadamer, que las llamadas ciencias sociales pudieron encontrar un nuevo enfoque sobre su sentido y proceder a partir del desarrollo de la hermenéutica contemporánea.

El planteamiento de Gadamer (alumno y amigo de Heidegger) era en realidad muy sencillo. Al asumir el método de las ciencias naturales para justificar su existencia, las humanidades habían desconocido su origen y forma de proceder, alterando con ello su sentido y desarrollo propio. Siguiendo en esto a su maestro, Gadamer sostenía que las ciencias exactas, a través de su método, sólo podían ofrecer una visión limitada del sentido de la verdad (lo “correcto”, según Heidegger), y que, para acceder a un horizonte de complejidad más elevado y adecuado a su naturaleza, las humanidades tenían que voltear la vista hacia su tradición y retomar la pregunta por la verdad planteada desde el arte. Sólo que, para Gadamer, la noción de arte no tenía nada que ver ni con el vitalismo y esteticismo nietzscheano ni con el misticismo heideggeriano. Para recuperar el sentido original del arte, era necesario, como bien sostiene el mejor comentarista de la filosofía gadameriana, Jean Grondin, “destruir” la historia de la estética moderna, tal como se entiende desde Kant a partir de su Crítica del Juicio.

Como se sabe, la filosofía crítica de Kant es un intento por fundamentar la metafísica como una ciencia exacta, estableciendo los principios adecuados desde los cuales fundamentar un conocimiento preciso de los fenómenos naturales sin introducir nociones inaplicables al campo de la experiencia. En su Crítica de la razón pura, estableció así los fundamentos de los juicios lógicos que sólo podían ser aplicados al conocimiento de la naturaleza. Fuera de ellos, nada se podía saber con certeza. Quedaban así, para decirlo en términos muy generales, dos grandes ámbitos: el de la moral, pensado en la Crítica de la razón práctica, y el de los distintos acontecimientos del mundo humano más allá del ámbito puramente ético, explorados en la Crítica del Juicio. En tanto que los juicios estéticos se encontraban en ésta última división, no constituían ninguna fuente de certeza, sino, al contrario, estaban sometidos al proceso de la imaginación subjetiva. Así nació la idea de que la estética era pura imaginación o ficción desligada del conocimiento.

No obstante, como explica Gadamer en Verdad y método, la noción de arte no siempre estuvo vinculada a la estética subjetivista fundada por Kant y radicalizada por Schiller. Al contrario, en sus orígenes griegos, sobre todo en Aristóteles, el arte fue pensado desde la mímesis. Si bien durante mucho tiempo, incluyendo a la modernidad, la mímesis fue comprendida como “imitación de la naturaleza”, Gadamer apela a su sentido original, en el cual dicha palabra mentaba más bien la idea de “re-conocimiento”. Re-conocer, en este sentido, significa captar, a partir de lo representado, la esencia o verdad de aquello que se representa (el mundo). Para lograr ese re-conocimiento, es necesario crear un hábito práctico e intelectual que permita educar las distintas facultades hasta desarrollar la capacidad de crear e interpretar. No se trata, entonces, de un método específico, pero tampoco de un proceder arbitrario e irracional, sino de un proceso de formación (Bildung), cuyo propósito es conducir al individuo a su desarrollo pleno, según el camino que escoja para su vida práctica. El camino original de las humanidades, estaría así, según Gadamer, sustentado en las nociones de re-conocimiento y formación, más que en el concepto de método científico.

La negativa de las ciencias exactas a reconocerle a las humanidades o a las ciencias sociales el estatuto de saberes verdaderos, o bien, por otro lado, la asunción de que éstas son tan sólo ficciones o pura invención literaria, como lo propone vulgarmente Hayden White para el caso de la historia, delatan una ignorancia y un prejuicio profundos que desconocen el sentido propio de la noción de verdad en ese campo del conocimiento. Habría todavía mucho que discutir, pero lo cierto es que, en el proceso de su afirmación, las llamadas humanidades sólo podrán encontrar su camino si logran desprenderse completamente del fardo de las definiciones que las ciencias exactas les han impuesto.

Carlos Herrera de la Fuente

Carlos Herrera de la Fuente (Ciudad de México, 1978) es filósofo, escritor, poeta y periodista. Autor de 3 libros de poesía ('Vislumbres de un sueño', 'Presencia en Fuga' y 'Vox poética'), una novela ('Fuga') y dos ensayos ('Ser y donación', 'El espacio ausente'), se ha dedicado también a la docencia universitaria y al periodismo cultural.

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2 Comments

  1. Gracias, Carlos Herrera de la Fuente, por el excelente artículo. Me gustaría añadir que muchos científicos apreciamos y disfrutamos de las humanidades y del arte. Algunos científicos han sido también exponentes distinguidos en diferentes artes como música, pintura, escultura y literatura. La práctica de buena ciencia requiere de personas con magnífica imaginación y creatividad.

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