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“El idioma español no goza de buena salud; enfrenta, hoy, una reducción ortográfica y expresiva”

La Academia Mexicana de la Lengua (AML) tiene nuevos académicos correspondientes en las ciudades de Zacatecas, Aguascalientes y Amberes (Bélgica). Se trata, respectivamente, del poeta José de Jesús Sampedro, del médico e intelectual Alfonso Pérez Romo y del hispanista Robert A. Verdonk. Editor, docente, tallerista y —sobre todo y ante todo— poeta, José de Jesús Sampedro ha sido nombrado académico correspondiente, es decir, tendrá su lugar en la academia como representante de Zacatecas (donde nació en 1950). En la AML hay dos tipo de integrantes: los numerarios y los correspondientes (aquellos integrantes que radican en los estados del país) y Sampedro ahora es uno de ellos. En su faceta de difusor y divulgador cultural, el poeta zacatecano organiza y dirige el Festival de Poesía Ramón López Velarde —una de las fiestas literarias más longevas e importantes del país—, también edita desde mediados de los setenta Dosfilos, una de las revistas culturales de mayor tradición y de mayor prestigio en México. En esta entrevista a dos tiempos, hablamos con él sobre su formación y trayectoria.


Caminábamos hacia uno de esos cafés aséptico de marca global, cuando José de Jesús Sampedro me hizo una advertencia:

—Ojalá no cuentes esto, José David. ¿Qué van a pensar de nosotros? ¿Café?, ¿té?, ¿a esta hora?, ¿nosotros?

Entonces Sampedro soltó una risita muy discreta, pero a la vez muy contagiosa.

Era una tarde cualquiera, y la avenida Reforma en Ciudad de México estaba más tranquila de lo habitual.

José de Jesús Sampedro había llegado a la capital, procedente de su natal Zacatecas, para atender algunos asuntos personales… O eso me había dicho cuando le telefoneé y le había pedido que me regalara unos minutos para entrevistarle:

—Estaré por allá un par de días —me dijo, con esa afabilidad muy suya, desde el otro lado de la línea—. Me llamas, y seguro nos vemos…

Así que ahí estábamos, buscando un café donde charlar y guarecernos del sol abrasador.

Le expliqué a Sampedro la idea central de la conversación. Le dije que revisando nuestras anteriores charlas, me di cuenta que había omitido —o no había explorado con demasiada profundidad— su pasado personal: desde sus primeros acercamientos con la literatura o su familia, hasta el ambiente social zacatecano en aquellos años juveniles…

Sam —como le llaman de cariño amigos y lectores y admiradores— me escuchaba atento, y sólo alternaba un “de acuerdo” con voz baja y un “sí” con movimientos de cabeza.

Sentados en un rincón del local —para que no nos interrumpieran—, le pedí entonces que me platicara sobre aquellos primeros años.

Esto fue lo que me contó…

Los inicios, la búsqueda y la transformación

—Yo provengo de una familia típica zacatecana, de una familia muy unida, numerosa, por lo tanto de múltiples contrastes, múltiples reflejos —me dijo José de Jesús Sampedro, apenas comenzamos a platicar—. Mi abuela, por ejemplo, nos declamaba poemas de Juan de Dios Peza o de Amado Nervo cuando estaba de buen humor. La mía fue una familia siempre rodeada de música, fundamentalmente del ineludible bolero: la canción romántica mexicana por excelencia de los 1940, 1950. Supongo que eso explica en buena medida mi primera estética, y luego están mis lecturas en la escuela secundaria, que eran muy frecuentes, que eran muy variadas, siempre constantes.

“Mi primer recuerdo, con algo parecido a la literatura —prosiguió Sampedro—, es comprando una libreta y dirigiéndome hacia las afueras de la ciudad de Zacatecas, observando paisajes y tratando de escribirlos en versos, con una métrica imperfecta, por supuesto, y con una forma clásica, a la que yo había accedido estudiando muy duramente y sin entender del todo de qué se trataba. Por más esfuerzos que hacía, en el sentido de contar las sílabas, siempre me faltaba o me sobraba una o dos o tres. No hallaba el porqué. Claro, me lo expliqué años después cuando supe a plenitud del llamado verso libre, que para mí fue una revelación instantánea. Pero eso ya fue un par de años más tarde…”

Casi sin querer, casi susurrando, me vi interrumpiéndole. Le pregunté si sus padres lo habían apoyado desde un inicio.

—Debo decir a favor de mi padre que nunca hubo problemas, en ese sentido —me dijo, enfático, Sampedro—. Sin embargo, también debo decir que él hubiera preferido ver en mí a… no sé… por ejemplo, un ingeniero metalúrgico. Mi padre —añadió— era de oficio minero, lo que de manera eufemística se denomina pequeño minero, o minero en pequeño; entonces, a él le habría encantado que yo me hubiera dedicado a eso. Hizo sus esfuerzos, pero no lo consiguió. Luego continuó también con mi segundo hermano, sin mucho éxito, y con el tercero tampoco lo logró. Me parece que tuvo una decepción que le duró toda la vida. Sin embargo, a parte de eso, no hubo mayor comentario, no hubo mayor escándalo, le pareció raro verme escribir. (Creo que tampoco se explicaba muy bien por qué o debido a qué me había yo decantado por esto.) Cuando vio mis primeros poemas impresos, mi papá, mi mamá, mis hermanos, creo que tuvieron una secreta admiración, la cual, por cierto, se pasó muy pronto…

Sampedro, entonces, soltó una risita contagiosa. Iba a preguntarle algo, pero el maestro continuó su relato.

—Comencé a escribir poesía entre 1966 y 1967 —me contó—. ¿Por qué? Quién sabe. Es una pregunta para la cual aún no tengo una respuesta precisa. Supongo que influye todo el conjunto; es decir, las lecturas educativas, el ambiente familiar, la cultura que involuntariamente uno consume. De repente me vi escribiendo poemas bajo la directa y obvia influencia de los poetas que influyen a cualquier muchacho de 16, 17 años: Amado Nervo, Manuel José Othón, Gustavo Adolfo Bécquer (a quien recuerdo con bastante estima), o Rubén Dario (quien me deslumbró completamente). Así que comencé a escribir poemas a imagen y semejanza de estos poetas y de otros, intentando decir lo que personalmente me afectaba.

“A finales de los sesenta y principios de los setenta —rememoró Sam—, estuve practicando poesía versificada con un metro flexible y leyendo bastante tanto poesía como narrativa. Leí muchísima novela española clásica, leí prácticamente todo lo que podía leer, y entonces eso me dio todo ese universo referencial que estaba buscando. Y entonces me di cuenta de lo complejo que era escribir de la manera como yo lo estaba intentando, pero no desistí. Repito: eran poemas (entre paréntesis: que aún conservo) en el absoluto modelo de poetas románticos, tardíos y modernistas, de manera fundamental Rubén Dario, hasta comienzos prácticamente de los años setenta, donde, con el encuentro con el verso libre, también yo hallo otra forma de expresar las cosas.

“Al inicio de los años setenta ya tenía un firme propósito de escritura poética. Para esto, se habían sumado personas y acontecimientos en mi vida que me permitieron hacerlo, y pasé de los poetas clásicos a los poetas contemporáneos casi sin darme cuenta (de Octavio Paz o la generación Beat), y comencé a imprimirle, a trata de imprimirle, más audacia a mi expresión, todavía sin la consciencia plena, naturalmente, de lo que estaba haciendo”.

Ese periodo fue determinante, me puntualizó Sampedro, y su voz se hizo más clara, más firme, más pausada:

—En esa búsqueda, en ese cambio, en esa transformación, es cuando empiezo a conocer a personas que fueron para mí definitivas, y que apreciaron lo que hacía, y que me externaron su opinión, y me ayudaron a corregir y actualizar lo que estaba yo escribiendo…

Supongo que mi rostro delató mi angustia, en ese momento, porque el maestro Sam se apresuró a detallar más lo que acababa de decir:

—Si digo que este periodo fue determinante —enfatizó— es porque durante esos primeros años, comienzos de 1970, fue cuando me publicaron en el periódico El Nacional unos poemas sueltos, y luego también una serie poética que escribí y envié a la revista Punto de Partida, de la UNAM. Todo esto me convenció de que estaban haciendo lo correcto.

“Ahí, en Punto de Partida, conocí a la maestra Eugenia Revueltas, quien me dio su absoluta confianza (me animó como supongo era lo conveniente), y me convertí en asiduo colaborador. Gracias a la revista tuve una relación más inmediata con poetas de mi generación, poetas de mi edad que desde entonces, y hasta el momento (salvo excepciones), continuamos sabiéndonos y entendiéndonos… En esos días sentí que mi expresión poética llegaba a un momento importante y así fue…”

El poeta zacatecano José de Jesús Sampedro. / Foto de Josué D. Romero.

André Breton y un premio que lo cambió todo

Algo que siempre me ha parecido atractivo de José de Jesús Sampedro es, sin duda, su forma de ser: sumamente sereno, sumamente amable, sumamente afable.

En cuanto a lo primero, por ejemplo, Sampedro suele expresarse de manera pausada pero con naturalidad. Habla como escribe: con una precisión serena, escogiendo las palabras correctas, aislando frases, dejando breves silencios (mientras piensa lo que va a decir) como esas comas y esos puntos y seguidos tan habituales en su prosa.

En cuanto a lo segundo: tiene él una calidad en el trato casi imposible de ignorar. A su lado se experimenta un bienestar indescriptible. Y, en cuanto a lo tercero: entre reflexión y reflexión Sampedro suele hacer algún comentario humorístico para quitarle solemnidad no sólo a sus palabras sino al ambiente todo…

En un momento de nuestra conversación le pregunté sobre el vate Ramón López Velarde, zacatecano como él y cuya presencia sigue siendo vital en las letras mexicanas. Sam fue directo:

—Si naciste en Zacatecas, y si eres integrante de una familia típica de Zacatecas, y estudias en Zacatecas, y te quedas a vivir en Zacatecas, es absolutamente inevitable, absolutamente ineludible, que en cierto momento de tu vida no te encuentres con Ramón López Velarde. Te encuentras con él de una forma agradable o desagradable. Quiero decir, te encuentras con él como lector libre y espontáneo, o te encuentras con él como obligado por las circunstancias educativas, sobre todo.

Balbucí algo parecido a un “te entiendo, te entiendo”. Sam sonrió y siguió hablando…

“Mira —me dijo—, Ramón López Velarde es un poeta con una buena estrella, una muy buena estrella, y también es un poeta con muy mala estrella. Me refiero en este sentido último, en que la cultura oficial lo ha acaparado o lo ha reducido de una forma en ocasiones grosera, y lo ha convertido en monumento del mal gusto, lo ha convertido en cita citable de todo tipo de polítiquillo de ocasión, o lo ha convertido en tarea obligatoria en las escuelas estatales. Hablo de jovencitos de 15, 16 años, que están obligados a aprenderse de memoria La suave patria, o el adolescente que descubre que Ramón López Velarde no falta en los discurso más aburridos de los que tenga memoria. Así que debes sustraerte a esto último para acceder a un aprecio real de la poesía de Ramón López Velarde, más allá de los estereotipos que se le adjudican, y más allá de todos los intentos por reducirlo a eso amorfo que se llama provincia, y que a final de cuentas son injusto con él, ya que su poesía es altamente compleja, altamente emotiva en muchos momentos, y muy enigmática. Sigue siendo muy enigmática…

Aquí le interrumpí: ¿está lo suficientemente valorada la obra de López Velarde?

—Yo creo que Ramón López Velarde es ya un clásico, es una referencia obligada y obligatoria —explicó Sampedro—. Su poesía conserva esa atmósfera enigmática, misteriosa, atrayente, ejemplar en muchos momentos, y es obvio que los estudios alrededor de su obra no han cesado sino que se han incrementado. La lista de sus apologistas y de sus críticos es extensa e impresionante: desde José Emilio Pacheco, a Eduardo Lizalde, Gabriel Zaid, Emmanuel Carballo, Marco Antonio Campos, entre otros. Todo esto nos revela que hay todo un aparato crítico a su alrededor, que lo mantiene vigente y que lo mantiene como objeto de interés para lectores futuros…

Para Sampedro, la vigencia de López Velarde está en diversos planos asegurada, sin contar todo el ambiente mítico que lo rodea y por el que no pasa de moda:

—López Velarde es un poeta apreciado y estimado, se lee, me consta que se lee. Y me consta que gusta. Hay algunos cuantos temas de él que se renuevan cíclicamente; digamos la idea de la patria, que es una idea que no acaba de morir y de pasar de moda, la idea de toda esa religiosidad pagana alrededor de su figura, la cual también se renueva con frecuencia, y la idea de este universo amoroso prototípico, que continúa escenificándose más de lo que pensamos. Su temática es la que le da vigencia.

Sampedro sonrió y guardó silencio un instante. Le pregunté entonces sobre André Breton: si hay una figura que ha marcado su vida y su obra, ésta ha sido la poderosa presencia del escritor, poeta, ensayista y teórico del surrealismo.

Sam se tomó unos segundos, y su mirada se ausentó del lugar. (Me dio la impresión de que su mente viajó al pasado, tratando de recordar justamente aquellos años.)

—Cuando lo leí por vez primera —me dijo, de pronto, Sampedro—, percibí una voz fraterna, una voz cómplice, una voz solidaria, e intenté, desde ese momento, merecer algún eco de esa voz, algún mínimo eco de esa voz en lo que entonces comencé a escribir… André Breton entró a mi vida desde los 17, 18 años —rememoró Sampedro—. Desde finales de los años sesenta, por casualidad, leí Nadja; esa lectura siempre me dejó muy intrigado, muy absorto, muy encantado, y lo sigue haciendo. En las ocasiones en las que he releído Nadja, que han sido varias, siempre me queda la sensación de que estoy volviendo a mi adolescencia más pura, y vuelve a encantarme, vuelve a transmitirme un encanto alrededor casi inexpresable.

“Eso, por un lado. Por el otro —prosiguió Sampedro—, cuando leí los manifiestos, de una manera muy lírica y constante, también a inicios de los años setenta, entonces sentí que entendía prácticamente qué es lo que yo debía hacer… Así que dejé todo lo que estaba haciendo, e intenté centrarme en una escritura que involucrara ciertas tesis surrealistas, como yo las entendía, como yo alcanzaba a entenderlas, y lo que escribí empezó a gustarme bastante. Sentí que había llegado a un tono óptimo, y que debía profundizar en él, a ver hasta dónde podía llegar. Fue así como surgió mi primer libro, después de un esfuerzo constante, y se me ocurrió que éste podía entrar a un concurso literario. Lo mandé sin muchas esperanzas al Premio Aguascalientes, que era y es un premio sumamente prestigiado. Era 1975”.

Lo que sucedió después es de todos conocido: Sampedro ganó ese año el concurso poético.

—Supe que había obtenido el premio, sin la conciencia de lo que había ocurrido —me explicó con una sonrisa—. Tengo aún la satisfacción de que soy, hasta el momento, el poeta más joven que ha ganado ese premio. Ya te imaginaras lo encantado, lo contento, lo feliz que estaba, pero sin la conciencia suficiente de saber que había ocurrido algo muy importante en mi vida, y que iba a reaparecer de manera constante en los sucesivos años. Tenía 24 años, y ya estaba en camino de los 25. Todavía me encuentro con lectores de ese libro que me hablan de él de manera muy conmovedora.

Revoluciones y utopías pausadas e inacabadas

Mientras el día avanzaba, poco a poco el lugar había ido llenándose. Miré tras la ventana. Afuera, un nutrido grupo de ciclistas desnudos y semidesnudos recorrían la calle de Reforma.

Sampedro, sentado de espaldas a la ventana, prefirió evitar ver aquel espectáculo, y concentró su mirada en un punto indeterminado, como pensando para sí mismo.

Le pregunté sobre uno de los temas frecuentes en su trabajo. Le dije que para los lectores que habíamos seguido sus artículos, sus ensayos, su poesía, era evidente que su adolescencia y su juventud frecuentaban su obra. ¿Qué sucede con el José de Jesús Sampedro de las últimas décadas, el de los ochenta, el de los noventa? ¿Ya no encontró referencias, ya no halló intereses?

Sampedro respondió de inmediato:

—Mis intereses permanecen iguales. Debo decir que he cambiado poco, pero muy poco. ¿Qué quiero decir? Que mis intereses vitales continúan siendo los mismos que eran en mi adolescencia. Si acaso han cambiado algunas cuantas intensidades. Pero, en general, continúo siendo exactamente la misma persona que fui. Eso —dijo, con un dejo de orgullo— me satisface de manera muy particular. Temática y vitalmente, no creo que haya evolucionado gran cosa. Sin embargo, alrededor no deja de ser decepcionante todo lo que ha ocurrido, y todo lo que continúa ocurriendo. Por supuesto ni el México ni el Zacatecas de los años de 1980 son remotamente iguales que los años de este nuevo siglo. Es algo total y radicalmente distinto. Es algo que a veces tardo en entender, pero que acabo entendiendo a final de cuentas. Y obviamente no me agrada del todo. Empero, tengo la certeza, y tengo la plena consciencia, de que uno debe de hacer lo que debe de hacer, en los término en que suena y nada más. Y a eso me dedico.

Que hablara de esto, me llevó a preguntarle sobre la agitada década de los sesenta, muy presente en sus escritos periodísticos y literarios. Y, sobre todo, del utópico y vertiginoso 1968. De las utopías de aquel momento —le dije—, ¿cuáles han quedado pendientes, cuántas se materializaron?

Sampedro se quedó un momento en silencio. Pensativo.

—Ante todo —dijo al cabo de unos segundos—, la idea de revolución es una idea en crisis, lamentablemente. Todavía hasta la década de 1970 yo pensaba, y pensaba mi generación, que una revolución socialista y democrática era posible, y estábamos comprometidos en ese proyecto. Cincuenta años después del 68 descubres que la idea de revolución, con todo lo que implica, es una idea por el momento a la baja, por el momento en retirada, y con la palabra todos los valores implícitos que incluía… Eso quiere decir que también estamos viviendo el ocaso de la palabra utopía, que era una palabra tan hermosa y de significado tan hermoso. Yo creo que deberíamos imaginar nuevas utopías, o imaginar una nueva utopía, imaginar un nuevo más allá, obviamente en la tierra, que fuera más acorde con lo más humano de la persona humana.

Espero no ser injusto con esta sentencia —me vi diciéndole al maestro Sampedro—, pero, ¿crees que haya una decepción generacional por no haber cumplido aquellas utopías, o qué sensación queda tras esos sueños incumplidos?

Sampedro negó que fuera así de simple:

—Yo no diría decepción. Decepción es cuando no entiendes el concepto y, en ese sentido, te decepciona lo que no te explicas —puntualizó—. Pero cuando al menos tienes la presunción de entender qué fue lo que ocurrió, y qué fue lo que está ocurriendo, simple y sencillamente tienes también la noción de que es posible esperar un (llamémosle) renacimiento de lo que ayer estuvo vivo. No es algo concluyente, no es algo definitivo, no es algo determinante, no es algo acabado, no está dicha la última palabra, está en proceso algo nuevo, y yo creo que debemos ser consecuentes e interpretar bien qué es lo que puede ocurrir, y hacer lo posible para que eso que pensamos que puede, y que debe, ocurrir, pues ocurra. En mi caso, no me siento decepcionado puesto que continúo absolutamente fiel a lo que pensé en cierto momento, y continúo haciendo lo que hago modestamente en pro de eso que yo pensaba ayer y que pienso hoy que puede ser eficiente…

Como las cosas se estaban poniendo demasiado espesas, demasiado serias, demasiado formales, viré nuestra conversación. Le planteé una pregunta juguetona: si tuvieras la oportunidad de revivir una etapa, si tuvieras una máquina del tiempo, ¿qué momento de la historia te habría gustado vivir más de cerca?

Sampedro sonrió.

—Me habría encantado que el tiempo y el espacio me hubieran encontrado en 1966 y 1967, en pleno movimiento hippie, a lado de Abbie Hoffman, quizás ayudándole, quizás aconsejándole, y siendo un activo en toda esa manifestación juvenil irreprimible e irrepetible, sobre todo en el momento más alto de la contracultura. Eso —me dijo Sam con una sonrisa— me hubiera encantado. ¿Por qué? Porque creo que vivimos en ese momento la última experiencia que puede calificarse como utópica. Me hubiera gustado vivir la última experiencia utópica de Occidente. Espero que en la próxima vida pueda hacerlo…

Sam sonrió y guardó silencio un instante. Aproveché para preguntarle sobre la música: también una constante en su vida y en su obra.

—En efecto —dijo—, la música siempre ha estado presente. Mis padres eran unos oyentes muy heterogéneos, muy heterodoxos, lo mismo escuchaban a los Panchos que a Doris Day o Mario Lanza. Eso me gustaba. Sin embargo, en cuanto tuve consciencia de lo que para mí era la música —añadió Sam sonriendo—, yo siempre fui y sigo siendo ortodoxo, absolutamente ortodoxo, monótono; es decir, no escucho más que el viejo rock and roll. Y aquí quiero subrayar algo muy, muy importante: la primera vez que oí a Elvis (supongo que como le pasó a otros tanto como yo y antes que yo) me cambió la respiración. Así que comencé a escuchar todo ese rock de los años sesenta y setenta, y hasta la fecha continúo en esa tesitura. Por lo tanto, y desde entonces, mi interés en relacionar la música, cierta música de rock, con lo que escribo es muy ostensible, y lo es de una manera cada vez más y más intencional. Ahora mismo estoy ensayando formas de escritura basadas en canciones de rock e incluso he alterado letras de rock en poemas míos, me las he apropiado. Y eso también me ha gustado. No sé que vaya salir de todo esto, pero como aventura creativa es muy estimulante…

Continué por esa misma línea: ya que la música es algo vital y esencial en tu vida —le dije—, ¿no se te han caído ídolos juveniles? Le puse el ejemplo de Dylan: ahora mismo su música ya sonoriza comerciales. ¡Y él mismo aparece vendiendo autos y whisky! También, ahí está Paul McCartney, haciendo duetos con estrellitas pop…

Sampedro soltó una carcajada contagiosa.

—La verdad —me respondió—, disimulo y como que no me entero. Sería incapaz de decepcionarme de algunas de las personas a las que más les debo, auditivamente hablando… ¡Ni pensarlo siquiera!

Algo es cierto, hoy las cosas están ya cambiando —le dije a Sampedro, casi al final de nuestra charla—: por un lado, el Príncipe de Asturias al fallecido Leonard Cohen, por el otro, el Nobel a Dylan. ¡Las instituciones han empezado a legitimar la canción popular!

Sam me dio la razón:

—Lo veo muy justificado, muy correcto —me dijo—. Soy de los que alabó el Nobel a Dylan… Sigo creyendo que gana más el Nobel que Dylan. Entonces, me parece totalmente explicable: la poesía en su comienzo fue canto, y no tiene por qué dejar de ser canto. Lamento —agregó con una enorme sonrisa— no haber aprendido música de una manera más directa, quizá hubiera podido escribir y haber escrito sin pensarlo canciones inolvidables. También es una deuda para mi próxima vida que tenga…

La prioritaria defensa del idioma

La Academia Mexicana de la Lengua (AML) tiene nuevos académicos correspondientes en las ciudades de Zacatecas, Aguascalientes y Amberes (Bélgica). Se trata, respectivamente, del poeta José de Jesús Sampedro, del médico e intelectual Alfonso Pérez Romo y del hispanista Robert A. Verdonk.

Aclaremos: en la AML hay dos tipo de integrantes: los numerarios y los correspondientes (aquellos integrantes que radican en los estados del país). En los últimos años, de hecho, la Academia ha puesto énfasis en impulsar justamente la figura de académicos correspondientes, creada con la idea de reconocer el trabajo y la trayectoria de estudiosos de la lengua que se encuentran fuera de la Ciudad de México.

Editor, docente, tallerista y —sobre todo y ante todo— poeta, José de Jesús Sampedro ha sido nombrado académico correspondiente como representante de Zacatecas, lugar donde nació en noviembre de 1950. Entre otros reconocimientos, ha sido galardonado con los premios de Poesía Aguascalientes, el Joaquín Antonio Peñalosa al Mérito Editorial, y el Iberoamericano Ramón López Velarde.

Como difusor y divulgador cultural, Sampedro organiza y dirige desde hace tres décadas y media el Festival Internacional de Poesía Ramón López Velarde; además, desde mediados de los setenta edita Dosfilos, una de las revistas culturales de mayor tradición y de mayor prestigio en México.

Dice el comunicado oficial de la AML: “El pleno académico destacó que José de Jesús Sampedro, recientemente galardonado con el Premio Iberoamericano Ramón López Velarde, ha encaminado su quehacer literario hacia la promoción de la cultura, la docencia y la creación de talleres literarios. Su lírica se concibe como una poesía visionaria en la que alude a un tiempo provisto de catástrofes, donde analiza momentos históricos y la condición humana en todas las épocas. Su candidatura fue propuesta por Jaime Labastida, Eduardo Lizalde y Vicente Quirarte”.

Hace unos días, en un intercambio de correos electrónicos, José de Jesús Sampedro me habló sobre su ingreso a la Academia.

—¿En qué momento de tu vida y trayectoria llega esta invitación? ¿La esperabas? ¿Qué significa para ti? Permíteme aclarar un punto: soy de los que piensa que es un reconocimiento más que merecido. Me parece que más de una vez lo he dicho: si tengo un modelo a seguir, hablando de escritura, eres tú; siempre cito tu nombre cuando se habla del manejo del lenguaje, del idioma. Ahora bien, confieso que un par de amigos, conocidos nuestros, me ha preguntado si aceptarías o no la distinción, el ingreso, sobre todo porque sabemos de tu renuencia a todo lo que huela a statu quo… Así que, de nuevo: ¿en qué momento de tu vida y trayectoria llega esta invitación? ¿La esperabas? ¿Qué significa para ti?

—Llega en un decisivo momento; tanto físico como metafísico; de introspección, de perspectivas; de ajuste de cuentas a distintos niveles de mi personal experiencia de vida; sabía de la probabilidad de mi ingreso, aunque la noticia me sorprendió gratamente; significa para mí la conclusión de un muy largo proceso a favor de la prioritaria defensa del idioma, de la lengua española, de su racional magia, de su salvaguarda ante tanto embate banal, aun obsceno; un distintivo apoyo a mi pública imagen como específico promotor de la lectura en México…

—Una de las primeras frases que utilicé junto a tu nombre —aquella primera vez que escribí sobre ti— fue precisamente la de «agitador cultural». Lo remarco, pues la Academia en su acta señala que has encaminado tu “quehacer literario hacia la promoción de la cultura, la docencia y la creación de talleres literarios”. ¿Te sientes en estos momentos un agitador cultural? Y, sobre todo, cómo son ahora mismo estos tres aspecto en tu vida (tomando en cuenta, claro, las carencias con las que se vive en un país como México)…

—“Agitador cultural”, me agrada… Los tres grandes aspectos a los que generosamente alude la Academia están hoy concentrados en mi tarea como editor, de fundamental manera de la revista Dosfilos, de la paralela revista Corre, Conejo, de libros de diversa índole, de mi modesto magisterio alrededor del oficio; quien tuviera el interés de analizar el conjunto de las características implícitas en todo esto, pudiera delinear también una antropología cultural muy propia del interior de la República mexicana, virtudes y vicios entremezclados, expuestos al límite, y postularía quizá también unas cuantas tesis a propósito de las confluencias que configuran toda microhistoria…

—Permíteme preguntarte sobre el papel de la literatura y de la cultura en este mundo actual: ¿siguen siendo una antorcha para esta oscuridad?

—Sí, claro, aunque con una condición que yo siempre reclamo, y es que toda promoción cultural, toda divulgación cultural, o como deseen llamarle a los hacedores de cultura, no debe olvidar que existe o debe existir con la finalidad de ayudar o contribuir a cambiar la vida. Soy enemigo expreso de todo tipo de promoción cultural burocrática, frívola, que olvide que hay un objetivo que le explica (e insisto en el objetivo único y número uno): la cultura debe contribuir a cambiar la vida.

—A diferencia de otros escritores que, ahora lo sé, no saben escribir correctamente, o comenten muchas erratas con el idioma, con la escritura; tú, por el contrario, lo manejas de una manera pulcra. Lo sé de primera mano, pues he leído tus textos antes de ser publicados. La pregunta es: ¿cuándo te enamoraste del idioma, qué significado tiene para ti? De hecho, me recuerdas mucho a poetas como el querido Juan Gelman, quien estiraba y ensanchaba el lenguaje, lo llevaba hasta las últimas consecuencias…

—Gracias siempre a la poesía, a la escritura y, sobre todo, a la reescritura de la poesía, descubrí el poder del lenguaje, quiero decir: su poder analógico, capaz de recrear y de crear conceptos, sonidos; más aún, correlaciones latentes entre ambos; eso significó y significa un ejercicio de profunda inmanencia, de trascendencia, de expansión verbal del “yo otro”, de autoconocimiento, de lucidez, de delirio…

—Sé que la pregunta es muy genérica, y que posiblemente no estés empapado sobre el tema, pero, ¿goza el español de buena salud en este momento?

—No: enfrenta hoy una reducción ortográfica, expresiva, una simplificación que refleja la simplificación de la existencia, de la cotidiana brutalidad de las circunstancias que rodean nuestra contemporánea vida cívica, comunitaria… Cierto: un complejo tema, qué duda cabe, digno de un análisis mayor, más compartido, en el que ojalá y coincidamos pronto…

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