Relatario: Edición Especial

El hombre que tenía un síndrome de hipertensión porta o el nacimiento de un lago


Agapito soñó toda la noche montañas de agua derrumbándose estrepitosamente en la escollera, enormes culebras desplomándose en la ciudad, ríos salidos de madre tragándose todo a su paso y se soñó a sí mismo ahogándose en medio de meteoros, manoteando desesperado como un náufrago, tragando y vomitando agua alternativamente. Toda la noche fue un constante revolcarse en el camastro hasta que el timbre del reloj lo despertó.

Se sentó trabajosamente al borde de la cama. Al intentar ponerse los calcetines se percató de lo hinchado de su vientre. “Han de ser los tacos de anoche”, pensó; sin embargo, el volumen siguió aumentando al trascurrir el día. Al llegar al trabajo, Emeterio le dijo: “compadre, ya los traes como de nueve meses”.

La jornada laboral fue dura debido al impedimento de su barriga in crescendo. De regreso a su casa, adivinó una sonrisa maliciosa de su esposa, quien le preguntó: “¿cómo sigues?”;  “igual”, fue la repuesta, y sin cenar se fue a la cama.

Los sueños de la noche anterior se repitieron: agua y más agua; se vio marinero en un barco de papel, buzo de cristal encerrado en una botella de agua coloreada, soñó a Tláloc ordenándolo sumo sacerdote y con Amado Nervo declamando a la hermana agua; soñó un lago de apacibles aguas, un arroyo cantarino y una lluvia menuda cayendo rítmicamente que le tranquilizó el dormir. Al despertar quiso incorporarse pero no se pudo, su vientre había crecido enormemente, al doble del día anterior. Jaló las sábanas dejando al descubierto la voluminosa mole; se percató que los botones de su pijama se habían desprendido y vio con horror pequeñas grietas, aún superficiales, que circundaban su vientre hasta confluir en el ombligo.

“María”, llamó a su esposa, “tráeme al doctor”. La mujer despertó, pegó un grito al ver la panza de su marido y salió a medio vestir a llamar al médico, quien llegó como tres horas después del llamado, saludando amable al paciente: “¿cómo estamos?”, saludo que no le fue correspondido. Luego palpó el vientre de Agapito, preguntándole si dolía, a lo que éste contestó que no. Procedió después a sacar de su maletín una varita de fresno que se bifurcaba en un extremo como un manubrio de bicicleta, apuntando el otro extremo hacia el abdomen del paciente. Los brazos del galeno empezaron a temblar, retorciéndose hasta quedar fijos. “Lo que pensaba”, dijo. “Qué?”, preguntaron al unísono Agapito y su esposa. “Un síndrome de hipertensión porta”, les comunicó, y al ver su cara de asombro, añadió: “agua”. Luego pidió le trajeran una cubeta vacía.

En tanto, desinfectaba un trocar, con el que puncionó el vientre, dejando brotar un verdadero géiser que bien pronto llenó la cubeta, sustituida por otra que solicitó con urgencia, sin que la presión del líquido bajara para nada. Habían sacado ya tres cubetas cuando el doctor, pretextando tener que llevar una muestra del líquido al laboratorio, taponó el orificio y se retiró.

Por la tarde, pasadas las cinco, regresó con la novedad de que la muestra analizada había resultado ser agua químicamente pura, y como el vientre del paciente se encontraba a punto de estallar, procedió a quitar las tiras de esparadrapo con que obturó el agujero que, al quedar de nuevo libre, lanzó un chisguete continuo, como si fuera el espiráculo de una ballena, llenando una tras otra las cubetas dispuestas ex profeso. Al llegar a veinte, el doctor se despidió dando instrucciones a la  familia de cómo proceder a taponar el orificio una vez que dejara de brotar el agua; pero el agua siguió fluyendo ininterrumpidamente durante toda la noche.

Los vecinos acudieron con cuanto recipiente tuvieron a la mano para auxiliar a don Agapito. Pronto se formó una cadena humana por cuyas manos pasaban incansablemente los baldes. Para la madrugada, el aljibe de la casa estaba lleno y el jardín, anegado, por lo que los vecinos pidieron permiso a doña María para llevarse unas cubetas a sus casas y remediar en algo la falta de agua que desde hacía más de una quincena los agobiaba. Por fin tuvieron agua para descargar los retretes, lavar los trastes y la ropa e incluso para beber.

El pobre don Agapito casi no durmió durante tres días; no sentía dolor ciertamente, pero sufrió el frío de sus ropas mojadas y el ruido del agua al llenar las cubetas. Afortunadamente, a Chendo, el fontanero del barrio, se le ocurrió acoplarle un niple en el orificio y a éste un cople donde conectó una manguera para que desaguara directamente al drenaje. Agapito por fin pudo dormir seco y descansar frente al televisor cómodamente.

Como el problema de la carencia de agua persistía en el barrio, doña María, que tenía disposición para los negocios, contrató con los vecinos conexiones a la manguera, antes de desagüe y ahora de suministro, en cómodas mensualidades que ya en conjunto centuplicaron las entradas de dinero de la familia con relación al salario que Agapito  percibía en la fábrica.

Todo marchaba felizmente, tanto para don Aga como para el vecindario, hasta que apareció una nube negra en forma de inspector municipal del servicio de agua, que verificó lo que se llama “tomas clandestinas y suplantación de un servicio público”, amenazando con penas severísimas que pocas semanas después se hicieron realidad.

El licenciado Romero, presidente municipal, solicitó al Congreso del Estado declarara a don Agapito “de utilidad pública” y decretara su expropiación, petición que le fue rápidamente obsequiada. Así que don Agapito pasó a pertenecer al Ayuntamiento, que entregó a doña María, en pago de la incautación de su marido, quinientos bonos de la deuda pública como indemnización y un nombramiento de encargada del pozo Artesiano 14aga-15-pito, como quedó catalogado su esposo, quien además tuvo que sufrir la implantación de un medidor de flujo y una lavativa mensual de cloro para garantizar la potabilidad del líquido.

Por espacio de seis años, don Agapito vivió tranquilo, pegado al televisor mientras cumplía puntualmente con el suministro de agua. Un día, sin embargo, amaneció tosijoso y afiebrado, lo que provocó irregularidades en la presión del agua y quemaduras de primer grado en tres usuarios que a esa hora tomaban un baño. Para calmar la tos le dieron una tisana de gordolobo, y para bajar la fiebre, dos pastillas azules y un baño de asiento con agua gélida que le bajó la temperatura a grado tal que se congelaron las tuberías y el pobre Agapito pasó a mejor vida convertido en un carámbano.

Todavía los técnicos hidráulicos pretendieron efectuarle un nuevo aforo con el objeto de reanimarlo, pero todo fue inútil, por lo que hubo que desconectarlo de la red municipal y organizar los funerales. Estos resultaron concurridísimos, pues los vecinos, como dice el refrán, no supieron apreciar lo que tenían hasta que perdieron a Agapito.

En el velorio, el calor de los cirios y el emanado por los asistentes derritieron el hielo y el agua empezó a escurrir de la caja mortuoria. Inútil resultó el tapón que Chendo enroscó en el cople. El agua brotó ahora por la segunda parte del nombre del difunto y, ante la amenaza de inundación, el sacerdote apresuró los oficios litúrgicos para que se entregara con prontitud el cuerpo.

La muerte no impidió la hidrogénesis. Al día siguiente del sepelio, el agua límpida saltaba con su glu glu refrescante de la tumba. A la semana, el pequeño cementerio ubicado en una hondonada había desaparecido bajo las aguas. Para el invierno las garzas clavaban su blanca interrogación en el lago.

Salvador Gallardo Topete (México, 1933-2017).

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