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¿Dónde nos escondemos, dónde?

Doctor en letras, filólogo respetado, estudioso y traductor de la obra literaria de la India, don Juan Miguel de Mora en sus 95 años de vida productiva y provechosa (1921-2017) escribió alrededor de medio centenar de libros entre novelas, ensayos, periodismo y teatro. A los amigos confesaba su nacimiento en España, aunque se generalmente se afirma que nació en México. Combatió en las brigadas internacionales durante la Guerra Civil Española, uno de sus grandes orgullos, y trabajó hasta el último de sus días en la UNAM como profesor e investigador. Este texto había permanecido inédito en un fólder de escrituras pendientes; ahora lo publicamos para tener de nuevo presente al maestro con su firme, certera e indestructible crítica, que le valiera el destierro del país en los años del echeverriato condenándolo al exilio europeo.


El ser humano es acomodaticio, cobarde, pinche, diríamos en México. Sin embargo, hay personas que redimen a la especie, muy pocas veces, cierto, pero las hay. ¿Las hay?

Cuando las naciones se reúnen en sociedades suelen hacer esfuerzos (unas los hacen, otras los fingen) para cubrir las apariencias de sus propios actos. Y así pueden decir que Honduras es ―proporcionalmente, se entiende― el país más peligroso del mundo, aunque Honduras en toda su historia no ha sido teatro ni causa ni del 1 por ciento de los seres humanos muertos por violencia causada, originada o auspiciada por Estados Unidos, por ejemplo, considerando que la Alemania nazi no puede ser tomada en cuenta a estos efectos porque es un caso de patología colectiva sin precedentes ni en la medicina ni en la historia.

Pero, volviendo a la clasificación por países, el nuestro ha ganado durante las últimas décadas la increíble cúspide del horror. Miles de asesinados cada día, cada mes, cada año. Cifras que van en aumento cada hora.

Donde la alevosía es más grande, el delito es mayor. Ya no hay lo de mirar para otro lado, tan afín a un cierto tipo de mexicanos y de franceses, y de yemenitas y de cualquiera que tenga miedo.

Pero yo no quiero para México a los que, cualquiera que sea su clase social, se enojan y despotrican si hay protestas o manifestaciones que les obstaculizan el paso. Para ser totalmente ajeno al dolor de los demás hay que estar hecho de la materia que hacía a muchos alemanes mirar a otro lado para no ver los Auschwitz; a bastantes franceses a no querer saber del Velódromo de invierno, donde policías franceses llevaban mujeres y niños, ancianos y bebés, familias enteras, también francesas, sacadas por la fuerza de sus casas y llevadas allí como escalón a los campos nazis de muerte. O, también, como aquellos españoles, no todos, pero los hubo, que cuando las tropas nazis del conocido asesino Francisco Franco tomaban un pueblo, asistían a los fusilamientos de “rojos” como quien va a un espectáculo.

No mirar para otro lado

No quiero gente así para mi México. Aunque exista, aunque me duela saberlo, no la quiero. No quiero a los muchos que miran para otro lado cuando se cometen injusticias o se indignan si una protesta de los padres de estudiantes asesinados interrumpe el paso de su automóvil. No, no quiero a esa gente para mi México, que es el suyo, si es usted mexicano, lector.

Porque Tlatlaya, Apatzingán, Ayotzinapa son lo inenarrable, la sangre de las víctimas, y los asesinos; ya no son secretos los horrores de Ayotzinapa, ya sabemos que nadie querría saber, hay testigos y hasta algún libro apresurado.

Los crímenes nunca son secretos, nunca lo han sido: no se puede impedir que haya testigos, por muchas precauciones que se hayan tomado, ni que algunos participantes en el horror hablen para descargar sus conciencias o lo que quiera que sea lo que albergue la intimidad de cada uno de ellos. La cobardía es una enfermedad epidémica que hace a muchas personas entregar a sus hijos, a sus padres o a cualquier ser amado, por miedo a quien se lo ordena, si tiene el poder.

Lo de Ayotzinapa está mucho más allá de simples asesinatos, si es que a los asesinatos se les puede llamar simples: fue una cacería de seres humanos, jóvenes e indefensos, durante toda una noche que no podrá ya borrar nadie de nuestra historia.

Cazándolos con odio, con amenazas, intentando autojustificarse con decirles “ustedes se lo buscaron”.

Durante toda una larga noche. Para eso no es suficiente con ser asesino, con ser muchos asesinos, en grupos: de hombres de negro, de policías, de soldados, de agentes sin uniforme…

¿Podrán dormir los que lo hicieron? ¿Podrán dormir quienes se lo ordenaron? ¿Podrán dormir quienes los encubrieron? ¿Es que de veras piensan que la historia no recogerá los hechos, creen que sus nombres saldrán limpios? ¿Aun cuando, en un increíble alarde de inconciencia, han negado la evidencia a la ONU?

Es tan monstruoso, tan increíble, tan estremecedor y tan horrendo; tan abominable… que más que pensar en castigos, más que gritar con el alma, más que exigir penas inclementes para los que han sido capaces de tanto horror, y exigir más dureza aún contra los mayores culpables, que son los de arriba, los funcionarios que lo ordenaron y despues quisieron encubrirlo, más que en comprender a fondo todo el horror y pensar en matar a esas bestias con mando, lo primero es preguntarnos: ¿qué hemos hecho de México?

¿Esto es un país?
¿Somos así los mexicanos?
¿Dónde podremos escondernos de nosotros mismos?
¿Dónde encontrar un sitio en el que no haya vidrios reflejantes, ni paredes brillantes, ni espejos de agua que reflejan?
¿Dónde?
¿Dónde?
¿Dónde?

Publicado originalmente en la revista impresa La Digna Metáfora, noviembre de 2018.

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